rosario

Viernes, 1 de octubre de 2010

CONTRATAPA

La habitación vacía

 Por Javier E. Núñez

Está oscuro. Adentro está oscuro.

La mujer se sienta en el borde de la cama. Sus pies diminutos inquieren el piso en busca de las pantuflas. El hombre duerme con ronquidos irregulares, en un colchón que no logra disimular la huella que ese cuerpo viene marcando desde hace tantos años. Los pies de ella descubren al fin el contacto suave de una pantufla y uno de ellos, el derecho, busca el hueco. La otra no debería estar lejos, piensa: la encuentra al cabo de dos pisadas de exploración. Es un buen indicio. Hay días en que las pantuflas o los zapatos tienden a desaparecer, a esconderse en rincones alejados o ir a parar al otro lado de la cama por obra de un puntapié casual en la madrugada, después de una breve y urgente corrida al baño sin tiempo para calzarse. Una pantufla huérfana o cualquier objeto concebido como parte integral de una pareja que aparezca sin su otra mitad prefiguran un mal día. La mujer lo sabe bien.

Enciende el velador para encontrar el camino al baño. Las persianas están bajas, pero aunque así no fuera sabe que recién empieza a clarear.

En el baño se lava la cara y los dientes. Sin vestirse, con el camisón desteñido, va hasta la habitación vacía. Hay un escritorio de madera con cuatro libros apilados y dos trofeos de fútbol. No le hace falta leer los lomos de los libros: Griselda Gambaro, González Tuñón, Juan Gelman y José Martí. Tampoco las placas de los trofeos. Sabe bien qué dice el que tiene un hombrecito en posición de patear la pelota y qué dice la copa color bronce con base de madera. En las paredes hay pósters descoloridos de Evita y el Che Guevara clavados con chinches. El ropero permanece cerrado. Abre un poco la persiana: el sol se despliega sobre los techos vecinos como un incendio forestal. Un haz de luz se desparrama por el piso y las paredes de la habitación.

La mujer se acerca a la cama del rincón y la deshace con movimientos secos y breves. El cubrecama y la frazada van a parar casi a los pies, la sábana cuelga por un lado, la almohada pierde su precisa ubicación, la funda se arruga. A contraluz se perciben partículas flotantes que se desprendieron con el súbito movimiento del cubrecama; ahora aparecen en el rayo de luz como si nadaran para desvanecerse luego en las sombras.

Por un instante, la mujer no hace más que mirar la cama desarmada. Después camina hasta la cocina y recién entonces pone la pava al fuego y prepara el mate. Sobre una tabla de madera corta cuatro rebanadas de pan de ayer y las tira sobre la plancha. El olor a tostadas toma la casa por asalto.

El hombre se levanta: el pelo ralo y canoso erizado, los ojos legañosos, una marca redonda en la frente que le dibujó un botón de la manga del piyama. Se viste con un jogging gastado, un pulóver de lana sobre la camiseta y las pantuflas. En el baño se lava, se mira con sorpresa la marca redonda que no alcanza a comprender cómo se ha hecho, se acaricia la mandíbula áspera.

Decide no afeitarse. Hoy no.

Cuando sale del baño ve la puerta abierta de la habitación vacía, la cama destendida. Por su mirada cruza, como un relámpago, una sensación ambigua. Sigue rumbo a la cocina y se sienta a la mesa con un murmullo o gruñido que hace las veces de saludo. La mujer le ofrece un mate espumoso y una tostada que ya está fría, con manteca y dulce de quinoto casero. Intercambian algunas frases de rigor. Ella le recuerda que tiene turno con el dentista; él asiente, muerde la tostada y se llena de miguitas el pulóver. Después prende la radio y busca LT8. Más tarde cambiará a Continental para escuchar el programa de Víctor Hugo, ahora prefiere evitarla porque no soporta a Magdalena Ruiz Guiñazú.

La mujer empieza su recorrido diario por las habitaciones. Junta la ropa tirada al pie de la cama, guarda alguna prenda que sabe que está limpia, pone el resto en el canasto de la ropa para lavar. Después tiende la cama matrimonial. Cuando termina con su dormitorio pasa a la habitación vacía. No toca nada más que la cama desarmada. Sacude las sábanas, las estira para eliminar cualquier arruga, las alisa con la palma de la mano, acomoda la almohada en su lugar, mete la frazada por debajo de los bordes. Está en eso cuando, a su espalda, el hombre la llama por su apodo. Casi nadie usa su nombre verdadero: sólo los funcionarios públicos o los vendedores que llaman por teléfono.

En los ojos de él hay cansancio o reproche.

Ella pega con el canto de la mano por debajo de la almohada para darle forma al cubrecama, pasa junto a su marido sin decir nada y sale al patio para poner en marcha el lavarropas.

El hombre baja la persiana. Cierra la puerta de la habitación vacía.

Piensa en llaves, en incendios, cataclismos, terremotos. En cualquier cosa que haga desaparecer también todo lo que quedó atrás. O en certezas. En huesos postergados y en besar nobles calaveras. Que la única incertidumbre sea la memoria y se termine, de una vez y para siempre, esa rutina angustiosa de camas destendidas en habitaciones vacías.

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