rosario

Lunes, 22 de agosto de 2011

CONTRATAPA

La misma piedra

 Por Guillermo Paniaga

El cigarrillo se consume entre mis dedos y tus ojos me escrutan en el silencio que nos permitimos; el humo se eleva y forma arabescos desatendidos, espectáculo para nadie, un derroche de azaroso esteticismo. Sé que estás a mi lado mirándome, mientras yo miro el cigarrillo que hago rodar entre el índice y el pulgar. La llama latente de la punta cada tanto parece cobrar impulso, suelta un siseo y el papel que la rodea, como aterrorizado, primero se tiñe de un ocre cobarde y luego se entrega vencido a la voracidad del fuego.

El silencio no va a durar demasiado. En poco tiempo más, dentro de un minuto, a lo sumo dos, me vas a sacar el cigarrillo de las manos para echar las cenizas en el piso antes de que caigan sobre las sábanas. Tal vez no lo puedas evitar. Tal vez las cenizas se desprendan con el más mínimo de tus movimientos sobre el colchón. Y entonces las primeras palabras que pronunciarás, en lugar del "¿qué estás pensando?" que espero desde que le di la última pitada al Marlboro, serán un insulto para la madre de un tercero indefinido. Puta madre. O concha de la madre. Cualquiera de las dos te sienta igual de mal. A vos no te importa. Te lo he dicho infinidad de veces y a vos poco te importa esto que se te antoja como una mojigatería de mi parte. No me creés cuando te digo que son palabras horribles que desmerecen la belleza de tus labios. No me lo creés y en el fondo hacés bien. Porque te digo labios en reemplazo de algo que no alcanzo a comprender muy bien qué es. Algo en vos, algo tuyo, pero no tus ojos, ni tus labios, ni siquiera las perfectas proporciones de tu cuerpo. Tampoco belleza es la palabra. Es algo que disfruto y a la vez repelo. Pero no se trata de algo bello. Es una sensación, la imagen inconclusa de un pensamiento innominado. Puta madre. Concha de la madre. Esas palabras destruyen la esencia de ese algo que, en última instancia, sos vos.

Apoyás un codo sobre el colchón y te incorporás a medias. Las cenizas caen antes de que siquiera intentes quitarme el cigarrillo. Y decís: Ojo, te vas a quemar. Y entonces lamento tanto, pero tanto, no haber llegado nunca a enamorarme de vos. Sacudo las cenizas y te sonrío. Es una sonrisa franca. Es que estoy sorprendido. Gratamente sorprendido. Ese algo indefinido que sos vos y es, sí, porque no, tu belleza (aunque, insisto, ese algo no es lo bello), se cuela en mis pensamientos y la sinfonía de sinsentidos que hasta el momento se ocupan en mirar sin ver las volutas de humo, se agita en un crescendo anunciador. De qué, no sé. Quisiera saberlo, pero no lo sé.

Aceptás mi sonrisa y me devolvés una tuya. En lugar de hablar, de preguntar, por fin, por dónde está volando mi mente, me besás despacio y luego apoyás la cabeza en la palma de la mano. Me permitís terminar el cigarrillo. Y, aunque no te lo haga saber con palabras, ni siquiera con un gesto, te agradezco infinitamente el respeto a mi silencio.

Vas a la cocina y regresás con un vaso de agua y el cenicero. Tomás un poco y volvés a sonreír. Sabés que te veo, aunque no te mire. Me sostenés la mirada y esperás a que sea yo quien te pida el cenicero, o el agua, o tus labios. Las tres cosas, en ese orden. Apago el cigarrillo. Bebo un poco del agua que, yo sé, trajiste para los dos, y luego te beso. Y mientras nuestras bocas de nuevo frescas y húmedas se enredan como también lo hacen las manos brazos piernas todo el cuerpo sigo pensando que es una gran pena no haberme jamás enamorado de vos.

Nos dormimos y al poco rato despierto con el brazo entumecido debajo de tu cuerpo. Tu respiración es pesada, casi un ronquito. Me gusta oírte dormir. Y hubiese deseado permanecer un rato así, en la oscuridad, sabiéndote ahí pero no, indefensa y confiada. El brazo me dolía. Intenté liberarlo de tu peso sin despertarte, pero apenas empujé vos adivinaste mi intención y te levantaste un poco para facilitarme la tarea. Giraste, me besaste el pecho y volviste a cerrar los ojos. Un minuto después, tu respiración se tornó densa y arrastrada, preciosa. Estabas dormida.

Me desvelé oyéndote y deseándote, pensando en nada. No tenía realmente ganas de fumar, pero qué otra cosa podía hacer. Me levanté y fui hasta la sala. Cerré la puerta del dormitorio para que la luz no te molestara. Miré en tu biblioteca los libros que ya conocía. Varios te los había regalado yo. Me gusta tu biblioteca. Es como una hermanita menor de la mía. O tal vez primas. El parentesco era incuestionable.

Fumé lento asomado al ventanal del living. La calle está vacía. El empedrado brillaba. ¿Había llovido?

Cierro los ojos y te veo venir, desnuda, hermosa. Abro los ojos y estás a mi lado, mirando la calle. Cierro los ojos y siento tus brazos rodeándome desde atrás. Abro los ojos y las luces de la calle se apagan. Tus labios en mi espalda.

Cerré los ojos y giré para abrazarte. Te beso. Abro los ojos y el empedrado sigue húmedo. El fuego del cigarrillo comenzó a quemar el filtro y suelta un aroma espantoso, como de orina reseca. Lo apago con agua de la canilla y lo arrojo a la basura. Posás una mano cálida en mi cara. Me sonreís y volvés a la cama.

Te veo alejarte despacio, entrar al cuarto, arroparte. Encendí otro cigarrillo y por fin aparecieron las palabras. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que mi mente estaba ocupada con ese algo tuyo innominado, ese algo que sos vos y cubre todo con tu presencia. Algo que no es belleza y que sin embargo es bello, que me atrae y me repele. Pero ahora pienso palabras, pienso concretamente una pregunta y la conozco; la misma piedra. ¿Qué tiempo verbal voy a elegir finalmente para contar nuestra historia?

Volví a la cama con vos.

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