Martes, 27 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Guillermo Paniaga
Me sucedió a mí, pero lo protagonizó otra persona; esa otra persona era yo, que en realidad era un testigo y no el actor principal... Existe una dificultad evidente para explicar este asunto; dificultad que no surge de los hechos, sino de su descripción.
Intento que me crean, no que sólo me escuchen: soy inocente. Y así las cosas, esto es una confesión. Entonces, permítanme saborear bien cada palabra antes de pronunciarla; no me apuren, sean pacientes, porque ésta es la verdad.
Sirva esta experiencia de hace muchos, muchos años, como prólogo y apoyatura para la comprensión de lo que luego revelaré:
Ya desde niño intuía una convivencia entre las realidades abstractas y las concretas; jugaba seriamente con la ambigüedad que me mostraba la existencia, claro que sin la conciencia que ahora me permite arriesgar una exégesis.
Por aquellos años, una idea me perseguía día y noche: así como nuestro cuerpo se valía de un corazón, dos pulmones y de tantos otros órganos para funcionar, era lógico que también dispusiera de un espacio para el acopio de las palabras que necesitaba para comunicar, interactuar; y este depósito no podía hallarse sino en el punto al que vulgarmente aprendimos a llamar "boca del estómago". Allí, todas las palabras que utilizaríamos a lo largo de nuestras vidas, apiladas, ordenadas por orden alfabético, esperaban ansiosas su turno para nacer. Había un problema, y era esa mi preocupación real: el stock era finito y si alguna persona sobrepasaba el límite correspondiente a cualquiera de ellas, ya nunca más podría pronunciarla.
(Más tarde deduje, y apliqué a la regla, que los hombres, a la vez de gastar palabras en el habla o la escritura, nos nutríamos nuevamente de ellas mediante la audición y la lectura; pero esto no es lo que interesa ahora).
Para confirmar mi tesis, me sometí a la siguiente prueba: repetí durante largos minutos una misma palabra con el fin de agotar su stock. Pero, alejado de mis cálculos y previsiones, lo que fue perdiéndose fue el significado, el sentido, la razón de ser de esa palabra.
Pongamos como ejemplo el término mesa: en su constante reiteración (mesa, mesa, mesa, mesa, mesa, mesa, mesa, mesa, mesa,...) el símbolo acaba por separarse del significado, y el objeto, a su vez, parece perder él mismo su poder significante. En algún momento de la continua repetición, la palabra suena a los oídos o a la mente tan absurda como ojorilaspate, ninfetrmluto o cualquier otra que pueda inventarse ahora mismo con las sílabas propias de cualquier idioma. Sucede, sin embargo, que el poder significante que se pierde no es el del objeto, sino el del sistema lingüístico que lo nombra: en la experiencia, uno advierte que se conserva la imagen mental de una mesa junto con el concepto esencial. Nos encontramos, entonces, con que por un lado está el objeto, claramente reconocible, y por el otro la palabra absurda, vacía y fofa. Son dos entes independientes: uno real, palpable; el otro, inerte, carente de toda realidad, un fantasma de letras.
El desdoblamiento me horrorizó.
En el temor de aquella primera experiencia, me desesperé por devolverle al objeto su palabra... o a la palabra, su objeto. La sensación de irrealidad fue penosa pero, finalmente, y tras largo esfuerzo, logré fundirlos y confundirlos... y al fin respirar.
En un plano más trágico, eso mismo fue lo que ocurrió con mi persona. Aquella noche fuimos dos; no, tres sujetos: uno era yo, consciente de que era yo, pero sin identidad, sin serlo, un mero testigo; el otro, un ser independiente, completamente vacío: era mi nombre; y un tercero: el recuerdo, mi memoria, que a su vez era proyección de futuro. ¿Quién de todos actuó? Fueron ellos.
Comenzamos a discutir. A mí, en realidad, nada me importaba de lo que ella pudiera decir. Ella hablaba y yo le respondía con sarcasmos e ironías. Pero sus palabras eran cada vez más violentas y su voz comenzaba a aturdirme, laceraba mi oído. Decidí ensimismarme y no escucharla o terminaríamos estrellando la vajilla contra los pisos.
Evidentemente, ella sí tenía ganas de pelear y tozudamente trató de captar mi atención repitiendo mi nombre hasta el hartazgo.
Manuel, me dijo. No le respondí. Manuel, insistió; yo permanecí en silencio.
Y entonces la repetición: Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel --sus palabras brotaban incesantes, rítmicas--, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel --mi sangre hervía, ella estaba dispuesta a continuar--, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel, Manuel... Horas (parecieron horas, aunque fueron algunos minutos) reiterando mi nombre... hasta que ocurrió lo que ya imaginan. La palabra, mi nombre, comenzó a perder su sentido, al mismo tiempo que yo me despojaba de mí. Era yo, y a la vez un ser extraño. Estaba ahí, absurdo, carente de realidad; y no estaba; estaba otro, él, sentado en el mismo lugar que yo; era él, no yo. Y yo era nadie, un recuerdo puro, un ahora mentiroso. Recuerdo que él, harto de ella y consciente del peligro que aquel vacío representaba, abrió la puerta. Y el otro, también cansado y con el mismo temor que yo había experimentado en mi niñez, la insultó de pies a cabeza; y nos marchamos.
Fueron ellos los que actuaron. Y recibieron su castigo, pero en la volteada también caí yo, este yo que aún la ama tanto; el que sigue sin encontrarla en ninguna otra mujer.
Yo, que soy inocente.
Inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente, inocente...
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