rosario

Lunes, 10 de octubre de 2011

CONTRATAPA

Sobreviviente

 Por Guillermo Paniaga

Despierto. Soy la simple manifestación del espanto, el camino recto desde la prisa hacia la nada. Soy el árbol nuevo que echa raíces en la arena; soy la playa, la resaca, la rambla y el frío de la noche manca. Soy la mueca detrás del humo y el sabor agrio de la madrugada. Soy la crisis, la miseria y el reloj que se detiene en una hora equivocada. Soy un espejo y soy el reflejo; soy el otro, el que mira y habla.

Hay una batalla que nadie ve más que yo. Los heridos se desangran para nadie y entonces para nadie mueren. Vigilo el poniente. Impaciente. Ente. Baja la bruma y el silencio se espesa en un acorde extraño que resuena en los estómagos y vibra entre las sábanas.

Así es cada noche, despierta el horror. De las manos de un mendigo caen las monedas y ruedan insalvables hasta la alcantarilla. Se pierden en el agua y el fuego. Arden los automóviles y arderán por la noche las tablas negras de los altares. Arderán las paredes y los libros. Arderán las ganas, las especulaciones. Arderá en un fuego lento que lo irá consumiendo todo durante años, décadas, siglos.

El ojo está acostumbrado a las intuiciones falsas. Ve fantasmas sabiéndolos no ahí. No. No ahí. Y sin embargo me asusto, porque traspasan los reflejos, el espejo. Los hijos disparan sobre las paredes encaladas y las grietas se funden en el barro como una sola herida continuada. Ya hay fuego debajo de la tierra. Magma. O mierda. Huele como la misma mierda.

Caen desde el cielo cuerdas que se sostienen de las nubes. Y baja por ellas un ejército de ratas que hará estragos en la ciudad adormecida de rutina y paranoia. Las sirenas mudas. No hay refugios. No hay aviso. No hay salida.

Soy la simple manifestación del espanto y me apago en un instante junto con las luces y los ruidos y las risas y los gemidos. Late un corazón. El mío. Late fuerte. Late rápido. Las imágenes saltan al ritmo de los latidos. A veces más vivas. Otras ya perdidas en la bruma. Que baja. Y el silencio se espesa. Un acorde. Los estómagos. Las sábanas.

El embudo nos engulle. Giramos en el remolino sin agua. Perecemos. Revivimos. Y nos vemos rodeados de muertos que no han podido escaparle a ese destino. Huele a mierda y a fuego. Las ratas descienden cada vez más lentas. Pero descienden y se esparcen hacia todas partes. De dónde vienen, quién las manda, adónde se dirigen. Ni ellas mismas lo saben, pero irrumpen, atemorizan, infestan, destruyen. Se esconden.

Estoy solo entre las ratas y los muertos. Solo entre los heridos, herido. Gimo porque duele, porque es inevitable la manifestación del dolor. Pero gimo para nadie. O tal vez para esa pierna o ese brazo que levantan del asfalto para apilarlos al fondo de la caja, de los muertos, los heridos. Sangre. Olor a sangre. Y a mierda caliente.

Traquetea el cielo, traquetean las ramas que lo cruzan, los cables del alumbrado. Traquetean los que respiran y los que ya se han ido. ¿Cuántos llegamos vivos? No lo sé. Ni sé por qué pluralizo. Estoy solo en el silencio espeso ya sin bruma. Estoy solo y traqueteo como el cielo, como las ramas, como los cables del alumbrado.

Silencio. Espeso. De hospital y de bruma. Silencio que imagino ausente. Labios que se mueven, que sonríen y vuelven a moverse pero nada dicen. Son labios mudos o es que yo seguiré sordo.

Doce horas han pasado desde el silencio espeso y la bruma. Doce horas desde el descenso de las ratas. Doce horas que serán siempre. Doce horas hasta que por fin me di cuenta. Doce horas. Y ahora ya es historia. ¿Vale la pena recordarlo? No lo sé. Ahora me di cuenta y recuerdo. Ahora, que ya es historia y sin embargo habrá el silencio, pesado, y la bruma. Y los sueños, el horror de cada noche.

Un estallido. Las esquirlas. Las piedras. Los gritos. Nosotros ahí. Rutinarios, adormecidos, paranoicos. Otro estallido y nosotros ahí. Y de pronto solo yo. Solo y silencio. Reflejo y espejo, manifestación del espanto. Simple. Espantado.

Corren las ratas invisibles. Corren y se esparcen entre el fuego y la sangre. Proclamarán su triunfo sin creerlo y tendrán que esconderse. Pero asomarán las cabezas expectantes hasta que por fin sea el tiempo. Porque por ahora han triunfado. No lo saben, pero han triunfado.

La madre sin el hijo. El hijo sin la madre. Los cuerpos sin cabezas y las manos sin los dedos. Carne, sangre, fuego y cenizas. Hierros retorcidos. Las huellas en las fachadas. Disparos. Metrallas. Tatatatatatá. La madre sin el hijo y el hijo sin la madre.

Me siento contra una pared. Soy la simple manifestación del espanto. Un espejo. El reflejo. Soy el otro que me mira pero que ya no habla. No puede hacerlo. No hay palabras suficientes para describir el cuadro. Pintarlo como Picasso pintó el Guernica. Las palabras agonizan junto con aquellos y esos otros, con estos de aquí más cerca. Es una batalla para nadie. Silencio espeso. Heridos para nadie. Muertos para nadie más que para nosotros aquí y ahora, heridos, moribundos. Más tarde habrá el fuego en la cruz y esas voces sí se oirán desde el comienzo. Son desgarros de camisas, voces de triunfo.

Huele a alcohol. A sangre, mierda, muerte y alcohol. Las luces del techo ahora contrastan con la imagen fija de los pozos negros cayendo como las cuerdas, bajando como las ratas, matando, destruyendo, hiriendo, matando, matando, matando. Sin ruido. Ya no hay ruido. Ya no hay dolor. Ni hay la mano que ayer te acariciaba. Me voy durmiendo y no me atemoriza saber que quizá no despierte. Se mueve un cuerpo. Alcanzo a ver las camas vecinas. Moribundos como yo. Heridos como yo. Y al fondo la pared, la ventana, el calendario todavía con la fecha sin cambiar. 15 de junio de 1955. Ya arrancarán la hoja como arrancaron mi mano. Y será jueves. Y será infierno. Será silencio espeso y un acorde que vibra entre las sábanas para nadie. Para mí. Para nadie.

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