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Jueves, 15 de noviembre de 2012

CONTRATAPA

Navidades

 Por Jorge Isaías

Los primos nos reíamos en esos tiempos porque cuando se acercaba la Navidad, la nona Elisa comenzaba dos meses antes a preparar una batería de exquisiteces.

Haciendo obviedad del clima, en esa industria donde ponía sus afanes se podía pasar uno tranquilamente la vida en los lejanos Apeninos, que seguramente extrañaba.

Con mi hermano tratamos de recordar esos nombres de esas frituras dulces tan familiares en aquel dialecto que entonces entendíamos, pero hoy se nos van alejando como esos sueños que aún persisten en el alba de todo devenir.

Y se pasaba horas metidas en ese galponcito donde reinaba un antiquísimo fogón y ella cocinaba esas inolvidables pizzellas con un molde sobre la llama. Hacía muchísimas y las hacía ¡una a una!

Esto pasaba cuando ya vivía en Rosario. En la calle Madre Cabrini Nº 2734, que antes se había llamado Palermo y, antes aun, Caburé. Esto es en el Barrio Las Delicias, en el sur. Pero antes del año cincuenta, cuando vivía con mis tíos en el pueblo, seguramente lo haría en ese caserón que tuvo un piso de tierra, un aljibe que recibía agua de lluvia desde su techo de chapa y estaba camino al matadero nuevo, a cien metros de la casa de Domingo Fusco y enfrente de los Spizzo. Esa casa tenía entrada para sulkys o autos por una calle y por la otra tenía una puertita de tejido romboide y una enredadera que acompañaba al patio, hasta donde el abrazo umbrío de los paraísos esperaba al viandante cansado y le ofrecía un descanso propicio.

Volviendo a las Navidades, a mí siempre me resultaron un poco tristes, porque mi padre se tomaba íntegro el mes de diciembre y a veces hasta Reyes en sus tareas de obrero golondrina (jornalero, se los llamaba) y se subía a un tren que lo depositaba en González Chaves donde no perdían una hora de trabajo y trillaban el trigo hasta el veinticinco de diciembre y aún el treinta y uno. No se podía perder tiempo porque el cereal tenía que ser cortado por si alguna lluvia traidora arruinaba la tarea.

Muchas Nochebuenas la pasamos solos con mi madre, cenábamos, y ella hacía con seguridad un pan dulce, y con algunos turrones y una sidra festejábamos.

También recuerdo el pan dulce y la sidra que en tiempos del primer peronismo íbamos a buscar al correo, previo el retiro de uno o dos bonos los días previos. Eso era para los pobres, porque las familias ricas lo vivirían como una afrenta o una limosna indigna.

El día de Navidad venía el tío Roque Ciccarelli en sulky desde la chacrita que arrendaba cercano al canal, enfrente de la casa de don Luis Burki, con su campo que mi abuelo Isaías arrendó muchos años. Allí se reunía la gringada. Sus hijos Tito, Cholo, Ñata y Hugo, quien tenía algunos pocos años más que yo y me incitaba a tirar cohetes encendidos bajo la mesa donde todos estábamos reunidos.

Venían también algunos parientes de tía Argía, esposa de Roque, quien era el hermano menor de mi abuela y un tipo jovial, muy hincha de Fangio y seguía sus carreras desde esa radio tipo catedral que sintonizaba a duras penas conectada a una batería que se recargaba con un molinillo a viento y nunca supe porqué. Es uno de los misterios que circundaban mi infancia.

Luego vendrían las Navidades tristes en las pensiones estudiantiles de mis primeros tiempos aquí, en Rosario. Recuerdo particularmente una, vecina del antiguo bar El Cairo y donde yo me dormía con la música del reloj del Palacio Fuentes, en años de hambrunas pero de sueños firmes, grandiosos, que nosotros creíamos sin fin.

Pero de todas las imágenes de las Navidades que pasan como en una película y que fueron pocas veces felices en mi infancia, rescato la pasión de mis tías y en especial de mi abuela por mantener aquellas sus tradiciones que habían traído de su pequeña aldea de Italia, aunque no coincidiera mucho con la realidad del país adoptivo y que a fuer de ser sincero también rescataré que no faltaba un buen lechón o cordero a las brasas como compete a este país amante de las carnes. Había en estas fiestas una mezcla de tradiciones, porque los más jóvenes ya habían nacido aquí, y no se iban a amedrentar ante un lechón humeante o una ristra de chorizos de cerdo a las brasas. También comían todo lo que mi abuela con tanto amor hacía, en aquellos años que la ceniza del tiempo arreció contra todo lo que era calmo y bucólico.

Eran tiempos en que el arrullo amoroso de algún casal de torcacitas ponía a tono el verano latiendo en cada gota de sangre que corría en nuestras venas.

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