Martes, 2 de abril de 2013 | Hoy
Por Candela Sialle
Entre los veinte y los treinta años fue abandonado por todos sus amores. Romances apasionados con muertes en ciernes. Ninguna de sus mujeres tuvo más de quince años. Le sedujo siempre la pubertad, ese estado de crisálida en donde lo que fue y lo que vendrá se mezcla en un presente trágico.
Aunque la despedida de Mirtho lo exhortó al suicidio, reincidió en el objeto de su conquista ni bien pisó tierra limeña. En la capital todo parecía digno de ser vivido incluso, el desengaño. Se hizo la idea de que en su Santiago de Chuco las mariposas jamás adquirirían el color que las distingue de sus primas pobres condenadas a rumear en el interior de placares raídos. Por ello, debía seguir buscando el fuego. Las púberes urbanas sí que portaban brillo. César Abraham Vallejo lo paga en 1918 con Los Heraldos Negros.
La intelectualidad limeña desconfía de este mestizo con nariz de boxeador proclive a aburrirse de sus trabajos. Es astuto para la documentación que exige el periodismo y paciente para enseñar gramática a los escolares pero al cabo de un tiempo se hastía, indefectiblemente.
Hacia 1919 José Carlos Mariátegui es su gran amigo. La discreta aparición de Los Heraldos concitó su atención y lo convenció de que estaba en presencia de una gema a la que de todas maneras, debía protegerse para evitar que la melancolía la deglutiera. Mariátegui que peleó toda su vida contra la anquilosis heredada de un accidente en la niñez, entendía de tristeza pero despreciaba la impavidez con la que muchos de sus coetáneos la observaban ramificarse en el interior de sus almas hasta acostumbrarse a convivir con su aliento lúgubre.
Hombre del grupo de los imprescindibles, Mariátegui poseía el don; la fe en el marxismo. Por eso, de aquella primera pieza modernista de Vallejo, él insistía en relevar sus dejos épicos. Declara: "en estos versos principia la poesía peruana, en el sentido indigenista".
Se esmera en convencer a su amigo del aporte invalorable que un escritor podía prestarle a la transformación social y siente regocijo cuando aquel hubo de parir los primeros artículos para la revista Suramérica. Pero Mariátegui es un filósofo y Vallejo un poeta, tan poeta que aun no ha logrado resolver de qué vivir. Adelgaza, escupe sangre, duerme a la intemperie, enferma. En términos propiamente marxistas: no están dadas las condiciones materiales de su existencia para defender orgánicamente nada, mucho menos, una cosmovisión ideológica del mundo.
Con una moneda de quinientos soles, pequeña deuda que consigue cobrarle al ministerio de Educación por su cesantía en el Colegio Guadalupe, viaja a París. Allí comienza una labor periodística más sistemática para la revista L'Amérique Latine. En la ciudad de la luz, un nuevo amigo le tiende su mano; Vicente Huidobro lo acerca al mundillo letrado español. Empieza a escribir para España de Madrid y Alfará de La Coruña. En 1925 ingresa a "Los grandes Periódicos Iberoamericanos", una potente organización publicitaria que le asegura por vez primera, ingresos estables. Ese año el gobierno español le concede una beca para finalizar sus estudios de Derecho en España. Dos años más tarde renuncia a seguir cobrando el estipendio público pues, se ha retirado de las aulas académicas. Simplemente se hastía. También deja el trabajo en Periódicos Iberoamericanos.
Henriette Maisse lo acuna veinticuatro meses. Presta refugio pero fundamentalmente, se ubica como sparring para que Vallejo hable y sea hablado. Como Mariátegui, esta mujer entiende que en el ser-juntos revolucionario se encuentra el antídoto de los abismos melancólicos a los que el poeta no puede resistirse frecuentar.
Henriette (o la mujer-puente) lo prepara para ser recibido por Georgette Travers, la última de sus crisálidas. Ella termina de fogonear el replanteo de su obra y de sus posibles implicancias. Juntos generan una suerte de célula parisina del Partido Socialista (su referencia era lo que en Perú, crearía su amigo Mariátegui, más tarde llamado Partido Comunista) y luego, parten rumbo a la Unión Soviética. Las crónicas que recorren Colonia, Varsovia, Praga, Viena, Boudapest, Moscú, y Leningrado se compilan en un libro publicado en Rusia hacia 1931. Es un éxito rotundo, el único éxito del que gozará en vida:
"Burgo, entre mongol y tártaro, entre búdico y cismático-griego, Moscú es una gran aldea medieval, en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira todavía el óxido de hierro de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el vodka destilado de cebada, la sangre de los ciervos , los granos de los diezmos. El vino de los festines del Kremlin, el sudor de mesnadas primitivas y bestiales". Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin. Ed. Perú Nuevo. Lima 1959.
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