rosario

Jueves, 11 de julio de 2013

CONTRATAPA

Accidente

 Por Víctor Maini

Cuando no sabía lo que era la muerte, ahora tampoco lo sé, me gustaba ir al cementerio. Mi abuela, asidua concurrente, me llevaba con una condición, que hablara lo menos posible. Decía que los camposantos debían estar alejados de la ciudad, porque lo importante era el viaje hacia ellos. En el recorrido uno iba recordando a sus muertos y sabido es que toda persona a la cual uno recuerda, es alguien que no murió del todo, aseguraba. Caminaba diez pasos detrás de ella recorriendo tumbas, dejando una flor al lado de cada foto de los desconocidos de siempre para mí, todos ancianos, menos la gordita, pobre gordita. En cada aniversario del accidente, mientras me dirijo a la necrópolis, me acuerdo de aquellos viajes, antes de empezar a resucitar a un amigo. De pibe uno piensa en concreto, imposible hacerlo en abstracto. Por más que cantáramos tres veces la palabra libertad en el himno, lejos estábamos de entender su significado. Nada les decían las cadenas rotas o el tratado de libre comercio a personas que, comprando un Mantecol en el kiosco de la Toti, se sentían felices y soberanos. Creo que en los juegos sentíamos esa sensación. En el liberarnos de las prendas, de las cárceles, de tener que contar en las escondidas y en eso sin dudas el flaco Hugo mucho tenía que ver. Siempre solidario, persiguiendo justicia, prefiriendo la calle a la escuela, aprendiendo y enseñando de la mano de la sorpresa, cuando todo era nuevo, cuando creíamos que iba a durar para siempre. Fue el primero que empezó a hablar de libertad, el primero que empezó a trabajar para sentirse independiente, el primero en irse a vivir solo. "Si me gusta gastar lana, tiene que ser de la mía, mi viejo ya está esquilado", decía antes de subirse al taxi y laburarlo por diez horas diarias. Militó en varios partidos políticos en cuya sigla estuviera la palabra libertad o liberación. Amante del boxeo, su único ídolo fue Monzón. Hugo no quería ser como el santafesino, quería ser él directamente. Tal vez eso fue lo que lo llevó a hacer guantes en el gimnasio de Viviano, cuatro peleas, cuatro perdidas. En la última lo acompañé hasta el hospital Alberdi, y a la salida me dijo "ojalá que no se entere Carlitos". Un ocho de enero paró su auto en la puerta de mi casa y me llevó a Santa Fe, todo el pueblo en la calle despidiendo a su ídolo. Huguito lloró durante el cortejo, pero en donde se quebró fue cuando fuimos hasta el lugar del accidente. "No me jodan, dijo, esto no fue un accidente, Carlitos no quiso volver a la cárcel, ¡no quiso volver a la cárcel! Mi amigo parecía no tener vida doméstica, no hablaba de su familia nunca. La primera vez que abrió una ventana, fue cuando aconsejó en el boliche "aquél que tenga hijos adolescentes, es primordial que se compre un perro, alguien tiene que estar contento cuando uno llega a su casa". Con el tiempo, fue sincerando su drama. Hijos que no querían crecer, compañera irreconocible, fagocitada por el pánico a perderlos, miedos, exilio en su propia casa, golpes, peleas, infierno. El flaco no les perdonaba el miedo a gozar de la libertad que él les había inculcado con el ejemplo. El Titi, que había cursado dos años en psicología y dos en derecho, para luego dedicarse al armado de cajas de cartón en el negocio de su padre, trataba de explicarle mixturando los textos de Tótem y tabú de Freud, con el Código penal vigente. El Ojo, que después de la colocación de stent se había volcado totalmente al budismo, le hablaba de la importancia del desapego como la clave de la felicidad en su religión. El taxista después de escucharlos decía que en la calle había aprendido que la vida era mucho más simple, que uno tenía la libertad de hacer con la vida lo que quisiera, pero la obligación de no joder la de ninguno. En ocasiones hacía real su exilio y se refugiaba en alguna casa. Estuvo quince días en la mía, y una noche en que nos quedamos mirando boxeo hasta la madrugada me confesó que se sentía muy cansado, que jamás pensó que tendría que liberarse de la propia familia que había ayudado a construir. Los recuerdos se hacen cada vez más nítidos y reales a medida que voy llegando a destino, ahora entiendo por qué mi abuela entraba llorando al cementerio. La última vez que lo vi fue una semana antes de la catástrofe, me dio un beso y me dijo que me quería, raro en él, dijo también que estaba tratando de exteriorizar los sentimientos. Al parar el motor del auto me doy cuenta de dónde estoy. ¿Qué fuerza extraña me trajo hasta aquí, en qué momento tomé la decisión de cambiar el rumbo?. Parado con mis cuatro claveles en la curva de la muerte en la ruta 33, arrojo las flores sobre la banquina. Cuando el flaco nos llevaba en su fitito a bailar a Wacros, apagaba todas las luces para hacer más emocionante el cruce de estas vías, conocía de memoria el camino. Aturdido emprendo el regreso, ya no lo recuerdo, mi cabeza sólo repite un solo pensamiento, una sola idea, una sola frase: No me jodan, esto no fue un accidente. ¡Huguito no quiso volver a la casa, no quiso volver a la casa!

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