rosario

Jueves, 8 de septiembre de 2016

CONTRATAPA

Diez minutos

 Por Gabriela Barrios*

--Mis viejos nunca se casaron.

--¿Y entonces esto de quién es?

--Y yo qué sé.

--Parece viejo, está amarillo. ¿Será de tu tía?

--¿Y qué va a hacer algo de mi tía acá?

--¿Estas cosas no se regalan? ¿No se la da la novia a las amigas?

--Mi tía y mi vieja no eran amigas.

--¿Qué hago?

--Tiralo a la mierda, Carlos. Sea de mi tía o peor, de mi vieja, me importa un carajo. Mirá la parva de cosas que tenemos que ver qué hacemos. No terminamos más. Tanta basura acumulada por años.

***

Nosotros nunca nos casamos. Nunca me importó, hasta aquel día. Bah, no sé si no me importaba. No pensaba. Quedé embarazada de él y se vino a vivir a casa, con mis padres, mis hermanas. Así vivíamos. Yo no me preguntaba cosas. Después llegaron dos hijos más. No sé si hubiera querido casarme, igual. Ni sé si quería tener hijos. No sé por qué la vida me pasaba así, sin saber nada. Fue así por mucho tiempo. Después del nacimiento del más chico conseguí trabajo en el hotel Paradise, era mucama. Y ahí pudimos alquilarnos una casita. Me sentí feliz los primeros días. El hotel era un lugar tan lindo. Los pasillos alfombrados. Los espacios amplios. El silencio o la música funcional. Las luces. Y mi uniforme, blanco y gris. Teníamos que armar cada habitación en diez minutos. Diez minutos. Lo pude hacer enseguida. Era mi orgullo: diez minutos, habitación impecable. Al poco tiempo, estaba ascendida: tenía que hacer las suites, último piso. Más grandes. Y ahí también: diez minutos, habitación terminada. Así, hasta que una mañana pasó esto: entré a un cuarto por error. La pareja debía haberse marchado antes de las diez pero no. Lo supe de inmediato porque desde la entrada vi el vestido sobre la alfombra. Un vestido blanco, de novia. Y los zapatos. De él y de ella. Quedé de piedra. Tuve una visión, una visión horrible: la de las cosas que nunca iban a ser mías. Ya lo iba viendo, en el hotel: alfombras, cuadros, flores, cortinas; y en sus huéspedes: joyas, zapatos, vestidos, autos. Pero no me importaba eso. Ahí me di cuenta de que no me importaba porque lo que vi esta vez sí me importó. Vestido blanco, noche de bodas, amor, deseo. Sentí envidia. Sentí bronca. Odié a José y a su imposibilidad de ofrecerme nada. Me sentí una idiota: diez minutos ? una habitación. Quise otra cosa. Quise escapar. Pero me quedé así, en el cuarto en penumbras, unos minutos, que fueron muchos menos de diez. Desde donde estaba, no podía ver a la pareja dormida. Pero quería hacerlo. Caminé unos pasos y entonces ahí, en el suelo, vi la liga, blanca, resplandeciente. No lo dudé. La tomé y huí. La estrujé en el fondo de mi bolsillo con mi mano húmeda. Sufrí el resto del día ante la idea de ser descubierta. Ellos ni lo advirtieron o no dijeron nada. Se fueron a las horas. Y yo me fui a mi casa. Guardé la liga en un cajón con cosas que no podían interesar a nadie. Esa misma noche pensé en cambiar de vida. Sentí vértigo porque supe que lo estaba pensando de verdad y que no dejaría de pensarlo hasta que lo hiciera. Todavía era tan joven.

***

Carlos observa el objeto un momento, lo estira entre sus dedos. Piensa que debe ser paciente, que vaciar esa casa debe ser para su esposa una tarea desagradable, que no hay recuerdos gratos cuando tu padre se termina de morir en un geriátrico y tu madre te abandonó a los tres años. Finalmente arroja la liga dentro de la enorme bolsa de nylon negra.

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*La autora es integrante del Taller de lectura y escritura creativa de Jauss Espacio de Arte, Rafaela, coordinado por Dahiana Belfiori.

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Imagen: Gabriela Barrios
 
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