rosario

Miércoles, 6 de junio de 2007

CONTRATAPA

Confesiones de otoño

 Por Federico Tinivella

I

Podríamos estar en el paraíso. Destajar el coágulo piadoso del néctar en la cara y reunir desde el puente las vísceras misceláneas. Un vestido en la habitación desperchado sobre el piso. El aroma del cuello abrigando los maltratados cuadros.

En la heladera la gelatina de ayer, esos rostros maquillados de muchedumbre. Un ascensor a la nube de las manos, las uñas pintadas, una lágrima que describe tan concreta la luz que calla desde las vitrinas, unos besos que robamos de los baúles de invierno.

Se escucha un disparo, se pudre una lengua en la mentira y la postal da un giro extraño. Los amantes no le temen a la muerte, es el refugio de las partes en las propias partes.

Se desgrana el piar de la sangre del patio, con las piedras vertidas en un balde de infinito, los carteles borrachos disparando sus armas en botellas de química y el insecto del tiempo desterrado, solo, imitaba un fragmento del vitraux que ensucié con aliento de paria, con saliva sin rush.

Unos cortinados, mosaicos en el baile de la caricia, el plano se desvive por mostrarla entre unas sábanas desvestidas. Los buitres avistan las miradas tristes, se posan en el horizonte de la copa para batallar al ritmo de las dagas. Es el arte de la deducción, en los principios de la selva de la soledad y bailar como estúpidos o extasiados en el retrato de los convalecientes con baba blanca sobre los caprichos del calco. Sacar las joyas en lo descalzo de la mañana, en lo escurridizo del contraluz.

II

Un cielo rojo en un cuadro, colgado de ahí, con olor a bicho verde. Veo la habitación, una lámpara soft sobre la cama sucia. Me corto un brazo y te lo doy, me corto la mano con la que te acaricie dos años. No voy a buscarte. Me duelen los pies, las muelas también. Me duele algo que se toca y me gusta porque hace tiempo que lo que me duele no tiene lugar ni nombre. Quiero tocar el dolor, agarrarlo del cuello, cagarlo a trompadas. Dolor dolor, pisa mis nombres lo hondo del segundo, atrapa en el filo de la escarcha la vacilación, el vacío ¿Dónde detenerse?

Cucha, holla, circo, me voy a prender el fuego, tirar el agua, el instante infinito. Cocido.

Una foto más de gourmet cocinado. No quiero comer, me chupo, me lavo de la muerte translúcida sin sabor del recreo. Remo.

Se quiebra la espuma del labio la imagen proyectada de tus tetas. Vibran en el techo de chapa murciélagos nunca mudos, llegan desde el negro al negro de la angustia, a la mesa. Tu cara se pierde otra vez en el horizonte gris que se pudre, detrás de un banco de plaza. La ruta de tu vientre tiene el brillo de los cospeles. Es inyección de acordeón, sueño con vos, nado hasta la orilla de aquello que no tiene orilla, desato los cordones, voy a llenar los bidones.

Un tatuaje en tu fuselaje, llanta quemada. Piquete hago, ahogo la pútrida basteza del bostezo, hago cumbre. Vamos a abolir las rotondas. Ruta, pido ruta.

Me enfermaba en un baño, los caños reventaban como arterias derruidas, guardaba en un candado el poco verde que quedaba de ese campo minado arrasado por las langostas del malviaje.

La arena me quema los pies, como una geisha vos me tiras un balde de monedas en la panza. Están frías, como todo lo que viene de la piedra, de la furia de las cascadas. Pido gancho, pido un ojo de pez, de agua, para mirar el crudo pasaporte que lleva los datos del naufragio.

III

Desde el aroma del sepia se recortaba, como una navaja en el muslo, la cicatriz difunta de nuestra materia de ayer. Todavía escucho el disparo, resuena el flujo de la luz de un fotógrafo de la calle del Capitolio. Los turistas sembraban el territorio de cuernos blancos, maquillaban el trote de unas luces escasas. Los peces y las sordinas invitando a beberse los bares. Desde las terrazas de la Habana Vieja los cerdos masticaban el aire para no caerse y mudos de asfalto recorrían con su impúdica música cada rincón del cuerpo. Había que dejarse en el disparatado hervor del café en las sienes, temía arrojarme de esas escaleras. Vos andabas por ahí armando cigarros sin mirarme. Compramos otra botella, no había tiempo para morir. A toda velocidad el sonido de un cocotaxi quebró de risas el batirse del puerto. En la barra de los tugurios solo veía aparecer la voz de las prisiones y en el espejo alguien me miraba como a un loco. Ya se terminaba la botella, desde la imagen sepia alguien pedía auxilio. Creo que ni vos ni el fotógrafo se dieron cuenta.

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