rosario

Domingo, 28 de enero de 2007

LECTURAS

Sábanas de seda

Lauro Campos reúne una dilatada trayectoria en la ciudad como actor, director y autor teatral. Pero también ha incursionado en la literatura, su primer amor, con volúmenes como "Detrás de un vidrio oscuro". Los cuentos reproducidos a continuación forman parte de "Sábanas de seda", transgresores, divertidos y descaradamente eróticos.

 Por Lauro Campos*

SE DICE DE MI

La gente suele llamarme vampiro, y también suele decir que soy vampiro. Yo puedo escucharlo con mi oído finísimo cuando bailo en los boliches muy cerca de tu cuerpo y la luz da a nuestra piel ese tono blanco casi azulado y, en esos menesteres, que son eso y no otra cosa, menesteres, porque en verdad a mí bailar no ha sido nunca lo que más me ha gustado, suelo escucharlos decir muy quedo, con mi oído finísimo, repito, ya que puedo escuchar el susurro a pesar del ruido infernal que los bafles agregan a la música, escucharlos comentar muy quedo, quedísimo, inaudible en verdad para cualquier persona común "es un vampiro, miralo, mira su piel tan blanca, blanquísima, con ese tono azulado que no sólo se percibe aquí bajo las luces psicodélicas sino también lo podes ver aquí, aquí nomás, en la puerta del boliche, o si caminaras por la callejuela, o bajo la luz del farol de la esquina", y yo escucho a la gente que dice que soy un vampiro y, en realidad, no sé muy bien por qué lo dice, aunque a veces dudo de mi propia duda, cuando noto que en mis labios, de vez en cuando, se desliza un líquido entre agrio y dulzón, como de jarabe para la tos, sin que yo pueda evitar que ese jarabe, juntamente con mi saliva amarga, se deslice por la comisura de mi boca y entonces tampoco puedo evitar limpiar esa comisura con mi pañuelo de seda que lavaré inevitable, empeñosa, empecinada y concienzudamente como un rito repetido y necesario, porque al llegar a casa descubriré el líquido pegajoso y agridulce como de un color negro o violeta o quizá granate tirando a bordeaux.

Y es en ese momento cuando recuerdo los susurros de la gente en el boliche y ni tu cuerpo desnudándose junto al mío y desnudando mi cuerpo con tus manos muy calientes me hace dejar de recordar esos susurros a pesar de que tu gesto repetido noche a noche me calienta al punto de perturbarme si es que perturbarme en realidad significa para mí perder los controles que a través del tiempo me he habituado a ejercitar, y aunque recuerde aquello que decía una tía mía "manos calientes, amor para siempre" y aunque tu cuerpo ya desnudo se acerque sensualmente a mi cuerpo también ya desnudo y tus piernas aprisionen mi sexo rígido y tan caliente como tus manos, no puedo dejar de evocar esos susurros que tanto me molestan, me desquician, me desordenan, tal vez, porque nunca me ha gustado que me señalen como algo o alguien diferente a pesar de haberme sentido siempre diferente.

Y entonces, tal vez para no escuchar esas voces apagadas pero que no logran ser definitivamente apagadas por la música del boliche, ni siquiera por el acto de sumergirnos en la blancura de las sábanas de seda de mi cama sólo iluminadas por el cartel luminoso del boliche de la vereda de enfrente al que noche a noche voy a buscarte, ni en la pista del mismo boliche tan blanca como mis sábanas de seda, sí, sí, tal vez para eso, para no escuchar, es que toco levemente con mi lengua mis colmillos filosísimos y después, abriendo la boca en forma de un rectángulo proyectado hacia tu cuello, los hundo en tu cuello también blanquísimo, tan blanquísimo como la pista de baile del boliche o mis sábanas de seda, ese cuello que me ofreces noche a noche mientras apretás mi sexo con tus piernas también blanquísimas para dejar luego que penetre en tu cuerpo como penetran los filosos colmillos en tu cuello y comienzo a tragar ese líquido agridulce como jarabe para la tos sin importarme ya si es rosado, rojo, negro, violeta o granate tirando a bordeaux; y ese líquido recorre mis canales y mi líquido, al derramarse en el interior de tu cuerpo recorre tus canales cumpliendo el rito que debemos, el modo de vida que elegimos, el intercambio de los fluidos en la erótica penumbra.

Y esta mutua alimentación cotidiana se repetirá noche a noche luego de ir a buscarte a ese boliche de extraño cartel luminoso instalado casi casi al frente de mi casa; y recorro tu cuerpo y soy blanco y suave y tal vez pegajoso y recorres mi cuerpo y sos agridulce como jarabe para la tos.

Y más tarde, cuando notamos a través de la ventana que está amaneciendo y nos levantamos de la cama y mientras lavo obsesivamente mi pañuelo vos lavas las sábanas de seda que tienen a esas alturas extrañas y circulares manchas vinosas de pegajosa textura, y así, desnudos los dos, colgamos las telas en la frescura de la galería posterior de mi casa, esa que da al patio, y luego bajamos las escaleras hacia el sótano y te introduzco, como en una ceremonia secreta y repetida en aquella caja de madera en cuyo fondo descansa aquel colchón angosto forrado en seda negra y miro tu cuerpo blanco, tan blanco que se diría resalta sobre el negro brillante con blancura de muerte, y tapo la caja con su tapa exacta y yo me introduzco en la mía, mucho más grande que la tuya y hago deslizar la tapa, ni siquiera allí, antes de dormirme hasta la noche siguiente, ni siquiera allí, fíjate, mientras siento que mis pulsos se van deteniendo lentamente y coloco mis manos sobre mi pubis aún húmedo y frío, ni siquiera allí logro entender por qué la gente suele llamarme vampiro y también suele decir que soy vampiro.

POLVO DE ESTRELLA

Ni bien suenan las campanadas que anuncian las siete de la tarde en el campanario de la iglesia cercana al teatro, te levantas, te desperezas, y comenzás a hacer ruido en este sótano donde todos los ruidos se multiplican por mil. Y tengo que soportar el sonido arrastrante y chillón que hace la tapa de tu féretro de cristal acolchado ya que te lo agenciaste cuando en el teatro se representó "La bella durmiente" de Tchaicovsky.

Y aunque el cristal pareciera ser muy leve, en semejante superficie no lo es y suena como si se tratara de metal al correrlo hacia un costado para que puedas salir de él y levantarte.

Y yo tengo que dejar mi horrible sarcófago egipcio, bastante horrible por cierto pero cómodo, cómodo en tamaño ahora que con los años la panza se me ha hecho prominente, féretro rescatado de alguna representación de la "Aída" de Verdi y realizado con un cierto criterio gigantista sólo para ser puesto en una escenografía espectacular y que día a día desde hace un tiempo sirve de lecho para mi sueño pesado y sin imágenes, vampiro viejo que después de siglos ha recalado junto a su compañera de toda la vida en este teatro lírico de ciudad de provincia.

Y empezás a hacer ruidos y me molestas, carajo, porque yo sé bien qué es lo que causa tanto bochinche, tanta excitación en tus venas azuladas percibidas aún en esa penumbra amarillenta bajo tu piel blanquísima y casi transparente.

Y mientras escucho el eco del sonido multiplicado por cien en la catacumba, y corro la tapa del sarcófago y me incorporo y te miro, sentada en tu caja de cristal y removiendo papeles con el propósito de corroborar, en esos programas, la reposición de esta noche.

Y de pronto gritas extasiada porque has descubierto que la reprise de esa noche es la de la ópera de Verdi sobre la innombrable tragedia de Shakespeare.

Y gritas de alegría porque desde el palco avant scene que es puerta de la escalera que lleva a nuestro reducto, te has visto todos los ensayos de esta ópera y te sabes la puesta y la letra de memoria, y como el director, en la escena del páramo en que las brujas anuncian al Señor de Glamis que lo será de Cawdor y luego será Rey, ha colocado en esta puesta espectacular a todas las mujeres del coro estable, algunas en cuclillas y otras de pie, entonces será fácil para vos colocarte una túnica y una de esas pelucas que usan las cantantes e introducirte en ese coro ya que te sabes el aria como una de las titulares. Estás entusiasmada como una jovencita debutante, ya que nunca te colaste en esta ópera cuando fue puesta en escena.

Esta ópera es una de las más difíciles de Verdi y aunque conservas tu voz como si los siglos no hubiesen pasado, has tenido siempre miedo de no llegar a los agudos que requiere. Pero ahora, que ya hiciste la experiencia en la trilogía wagneriana apareciendo como duende alado haciendo una walkiria de peluca rubia y larga y una corona con cornamenta y pieles, sentís que estás preparada para abordar el canto de las brujas en ese páramo de Escocia. Ya es imposible para mí dormir, porque mientras vocalizas, te deslizas hasta el piso donde se guarda el vestuario y elegís tu túnica entre las que las costureras del teatro han acondicionado, y te sentás después frente a tu cómoda iluminada rescatada de un camarín reciclado y que yo, con mi paciencia de siempre, respondiendo a tus requerimientos, tuve que arreglar y poner en funcionamiento, con lo que yo detesto y he detestado siempre trabajar con electricidad, carajo, elemento al que desde chiquitito tuve un respeto que lindaba con el miedo.

Y canturreando siempre, comenzás a maquillarte, y haces no sé qué comentario sobre la desventaja de tener que cantar sin tener caliente la garganta y con la humedad que hay en nuestra catacumba, como si alguna vez hubieses tenido en tu cuerpo algo caliente a no ser tu sexo con el que siempre lograste de mí cuanto te propusiste. Y me puteas, y en verdad con razón, porque hubo una época en que nuestros encuentros eróticos nos calentaban todo el cuerpo casi hasta hacer arder nuestra piel, esos encuentros en los que intercambiábamos fluidos, sangre y semen, en una suerte de alimentación necesaria que, lo sabíamos, nos daría la vida eterna.

Ahora, pasados los siglos, el intercambio de fluidos se realiza ritualmente pero tal vez sin esa pasión que antes, mucho antes, cuando ambos éramos tan jóvenes, llegaba al delirio. Y cuando estás lista no tengo más remedio que seguirte, seguirte, subir por la escalera caracol que lleva a los primeros pisos, y te sigo, te sigo sin poder resistirme porque siempre he tenido miedo de que alguna torpeza tuya, impenitente distraída, termine con esta eternidad conque nuestra naturaleza ha querido regalarnos gracias al rito maravilloso de la sangre y el sexo.

Y vos corres con esa juventud que aún conservas puta madre a pesar de tus siglos y yo opto por transformar mi corrida en vuelo y mi aspecto de galán maduro en bicho que la gente cree ciego y que sin embargo ve más allá de las cosas y los seres sin necesidad de la vista como la conciben los pobres mortales. Y esa mirada profunda que me da la transformación hace que tema aún más por vos, porque es como si a través de una intuición potente, a través de un profundísimo conocimiento infuso, yo supiera que vas a cometer una gran torpeza inevitable, un error tremendo que ni me atrevo a imaginar.

Y comienzo a volar por encima de las cabezas de los espectadores, tratando de evitar los haces de luz que los reflectores proyectan desde los pisos altos hasta el mismo escenario. Y de pronto la escena, con los compases de la orquesta, se va poblando de brujas de todo aspecto y tamaño. Y al son de ese coro compacto y decidido avanzan por una suerte de rampa que se proyecta hacia el proscenio y que se eleva sobre él en forma de peñasco, el señor de Glamis y su amigo Banquo con sus uniformes escoceses medioevales, vestimenta casi bárbara que resalta la gallardía y belleza de los dos cantantes. Y te diviso a vos, allá atrás, casi en medio de las figuras de ellos, cantando el "¡Salve a ti, Barón de Glamis! ¡Salve a ti, Barón de Cawdor! ¡Salve a ti, que has de ser Rey!" y una inquietud terrible me asalta cuando, a punto de terminar el aria, las brujas del coro se van acomodando en el piso del escenario con sus túnicas verdosas y negruzcas para quedar estáticas cual si fueran parte de la mismísima pradera escocesa al borde de los acantilados.

Y vos, estúpida, vieja torpe y vanidosa, capaz de entregar la felicidad por un momento de brillante exposición, imbécil esclerótica a pesar de tu aspecto tan joven, de tu belleza conservada a través de los siglos, te quedas atrás de ambos solistas como una rara aparición, lanzando un agudo potente para que el público se fije aunque sea por un momento en vos y sólo en vos y quede aprisionado a tu talento vocal.

Tal vez, pensás en tu cerebrito de hormiga, algún crítico elogiará en el diario de mañana tu capacidad vocal y el timbre de tu voz. Todo ello sin advertir, grandísima pelotuda, que el iluminador, gracias a su ingenio creativo y a la erogación del empresario del teatro, que con su espíritu pueblerino cede siempre a los requerimientos de los que pretenden enriquecer el espectáculo y en definitiva logran que los dividendos sean mayores, ha incorporado una luz nueva, increíble, casi indescriptible cuya misión es imitar fielmente la luz del sol, y que tiñe rápida, decidida, rotundamente la escena en un amanecer sin retroceso. Y aunque trato de gritar ﷓"¡Salí de ahí, mi amor, salí de ahí! ¡Salí del escenario, amor de mi vida, compañera de mi eternidad forzosa, cálido refugio de mi tenebroso destino!", sólo puedo emitir unos chillidos agudos y casi inaudibles, y puedo ver entonces como vos, mientras sonreís extasiada por tu larga exposición en público, entregada a tu arte a riesgo de perder la noción de lo que ocurre a tu alrededor, te vas desvaneciendo en una ceniza tan volátil como el polvo de arroz que maquilló tu rostro, y que va subiendo irremediablemente por los conos de luz de los reflectores hasta la parte superior del teatro hasta desaparecer para siempre, sin escuchar mis chillidos inútiles, infames, ni poder advertir mis lágrimas que brotan, no de los ojos que no tengo sino de mi angustioso corazón deshecho.

MENTA ROSADA

Mira si serás malo, yo que estaba, que estoy, esa es la verdad, loco, loco, loquito por vos. Lo estuve desde que te conocí en ese bar gay, en la barra, mientras yo tomaba un vaso de menta con licor de frutilla y soda y vos, con tus bíceps al descubierto, con tu remera negra sin mangas y tu jean elastizado también color negro te sentaste junto a mí tan cerca, tan cerca, en uno de los banquitos altos y pediste vodka y después, descaradamente, con esos ojos enormes y claros mirándome fijamente, me pediste un traguito de mi licor de menta rosada con soda y me convidaste un cigarrillo. Yo tocaba levemente con mi lengua mis colmillos filosos y estuve a punto de babearme, te juro, cuando relojeé tu bulto firme y remarcado por la tela de tu jean ofreciéndose allí, entre tus piernas musculosas.

Lo que siguió fue absolutamente previsible. Porque poco te costó levantarme y vinimos a mi departamento. Traías ese estuche cilindrico que golpeabas contra tus piernas y que a mí me pareció tan fálico, qué se yo, tan varonil, y cuando te pregunté qué era me dijiste que una reproducción de una pintura erótica que acababas de comprar en un sex-shop, y cuando te pedí que me la mostraras, con un doble sentido que en verdad era un sentido bien directo me dijiste: "-¿Solamente querés que te la muestre?". Y yo, acostumbrado a salir de mi cubículo por las noches a levantar tipos en ese bar gay para llevarlos a mi cama y allí tener por fin mi festín de sangre y sexo hundiendo mis dientes en esos cuellos musculosos y tostados tan contrastantes con la blancura de mi piel, casi me ruboricé ante tu descaro de pendejo sin prejuicios. En verdad, no sólo quería que me la mostraras, no.

Y entonces, te deslizaste sobre mis sábanas de seda y te desnudaste con el mismo descaro con el que hablabas, y me arrastraste hacia vos y sentándome sobre tus piernas desnudas me quitaste violentamente mi ropa en pocos segundos, y en pocos segundos yo estuve sentado sobre tu sexo y comenzó ese juego previo de las caricias y yo comencé a clavarte suavemente mis dientes en tu cuello mientras sentía que tu sexo crecía entre mis piernas, y me abrazabas y me acariciabas y yo, cada momento que pasaba me excitaba más y más, no sólo por el juego sexual sino porque de tu cuello comenzaban a manar dos hilitos de sangre granate y eso, eso era como demasiado para mí, sí, esa visión era lo más, lo que tal vez y sin tal vez me calentaba más.

Si serás malo, todo estaba tan maravilloso, tan sublime, tan pleno, y sin embargo vos tuviste que acostarme de pronto boca arriba en la cama y, sosteniéndome las muñecas fuertemente con tus puños me preguntaste casi en un susurro: "-¿Querés que te la clave"? Y yo, en el colmo del éxtasis abrí las piernas y las flexioné hacia arriba para que pudieras penetrarme sin dificultad mientras echaba mi cabeza hacia atrás sin darme cuenta siquiera que vos deslizabas tu brazo hacia donde estaba el cilindro que supuestamente contenía la reproducción y, abriéndolo, sacaste de allí dentro una estaca de madera cuya punta colocaste justo justo a la altura de mi corazón y de un solo golpe con la otra mano, me la hundiste entre las costillas casi sin que me diera cuenta.

Con la boca llena de mi propia sangre por el derrame interno, con la mirada asombrada y ante la imposibilidad de decirte nada, sólo te miré pensando "mira si serás malo, yo que estaba, que estoy, esa es la verdad, loco, loco, loquito por vos desde que te vi la primera vez". Después de eso no pude ni mirarte, ni decirte nada, ni siquiera pensar, porque mi carne se fue disolviendo en una ceniza blanca y volátil que, poco a poco se fue mezclando con mis humores internos dejando sobre mi cama, sobre mis impecables sábanas de seda, tan sólo una enorme mancha entre negruzca y rojiza a la que fue reducida, en unos pocos segundos, mi sensual eternidad.

En el aire quedó flotando un vaho rosado y un fuerte olor a menta, único vestigio, junto con aquella mancha, de haber pasado alguna vez, ¡y por tantos siglos!, por este mundo traicionero.

Mira si serás malo, dulce, hacerme esto y para colmo arruinarme la sábana de seda bordada, que era un primor.

* Cuentos del volumen "Sábanas de seda". UNR Editora (2003). Se lo puede encontrar en el stand de la editorial ubicado en Peatonal Córdoba esquina Corrientes.

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