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Viernes, 25 de julio de 2008

PD

Por deporte

cartas a [email protected]

Quiero compartir con ustedes estas palabras, tal vez parte de un anecdotario de las minorías, no para hacer antifútbol, simplemente así, por deporte.

Esa Navidad me regalaron un fútbol; perfectamente esférico, perfectamente rojo y blanco (los colores de Estudiantes de La Plata) y perfectamente inesperado. Las sorpresas, antes y ahora, no llegan solas: con semejante regalo, claro objeto de deseo de dos cuadras a la redonda, yo, que frecuentaba un venturoso anonimato, pasé a ser uno de los desconocidos más solicitados del mundo. A eso de las tres, convenientemente después de la siesta de mi madre, sonaba el timbre y una ansiosa tropa integrada por mis amigos de toda mi vida de ocho o nueve años de antigüedad y otros que no había visto nunca venían a preguntarme si quería jugar. Jugar era jugar al fútbol. Como un diminuto Bartleby, no fútbol, respondía: “Yo no, pero ustedes sí”. Entonces salía a la vereda con la pelota, un libro bajo el brazo y... los anteojos escondidos en un bolsillo. Desde el comienzo me negué con firmeza a trajinar la lastimosa etapa de tener que jugar de lo que sea, o aún peor, cargar con el cartel de arquero vitalicio por ser “el dueño de la pelota”. Ese verano ellos jugaban con mi fútbol recién regalado y yo leía bajo un árbol, cerca, porque esos días inverosímiles también me habían deparado un libro amarillo de tapas duras: las Narraciones extraordinarias de un tal Edgar Allan Poe. Hasta que una tarde levanto la mirada y veo que mi padre viene hacia mí. Me acuerdo de las zancadas grandes, del ceño fruncido. “Dejaste la puerta del auto abierta, papá”, quise decir justo cuando me di cuenta de que era mejor no decir nada. Sé que el juego se detuvo. Yo cerré el libro y lo apreté contra mí como si fuera un talismán. Así fui poniéndome de pie. Pero alguien, no sé quien, había pateado la pelota y ahora eso también se me venía encima. Yo debo haber atinado a reacomodarme los anteojos. Y entonces, en ese momento, le hice el pase. Recuerdo que siguiendo ese corto recorrido desde mi pie hasta el de él, me acordé de la grieta de la Casa Usher. Mi viejo tomó la pelota con las manos y fuimos al auto. Quiero decir que lo seguí. Lo tuve que seguir. Manejó en silencio durante las tres (¿las treinta?) cuadras hasta llegar a casa. Bajó con la pelota y sé que la dejó en mi cuarto, entre mis cosas. Yo no me animé a tocarla por unos días.

Después hubo más partidos para otros con mi regalo de Navidad y más libros para mí. Ahora, que han pasado tantos veranos, no sé qué habrá sido de ése, mi primer fútbol. Ahora pienso en lo que habrá visto mi padre esa tarde en el campito de 32. Nunca encontré las palabras oportunas para preguntar. Creo que él tampoco encontró las palabras para contarlo. A mí me parece que esa vez, cada uno a su manera, fundamos entre los dos una silenciosa sucesión de secretos. Ahora creo que aquello que pudo habernos separado nos unió en una íntima y compacta complicidad. Pienso en esas pequeñas y pocas cosas nuestras que supimos conseguir, mi padre y yo. Pienso si estas palabras alcanzarán para hablar del más extraño regalo de Navidad que recibí, hace años, y de cómo, finalmente, me fue dado hace muy poco. Si estas palabras alcanzan... ahora.

Marcelo Marqués

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