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Viernes, 25 de noviembre de 2011

West Camp Story

Bomba sexual, reina del camp, mujer orquesta y madre superiora de las maricas, Mae West no murió el 22 de noviembre de 1980, y al cumplirse 21 años de su no muerte, un ciclo la recuerda en la sala Lugones y miles de drags queen de todo el mundo no la lloran.

 Por Diego Trerotola

Apunta Wikipedia que en la Segunda Guerra Mundial, la fuerza aérea estadounidense había diseñado un chaleco salvavidas al que se bautizó Mae West, en parte porque al usarlo cualquier soldado pasaba a tener pechos inflables e iguales a los de la sex symbol nacida en Nueva York. Ese es el efecto West: cualquiera es una drag queen, porque su estilo embiste, traviste, envuelve para regalo el cuerpo y lo hace indestructible, irreductible. Esos chalecos eran la supervivencia de un mito pansexual: de alguna manera, los corpiños-paracaídas eran artilugios bélicos que hacían volar las certezas fijas de los géneros. Porque lo evidente es que en la batalla de los sexos, la West fue la que más le puso el pecho a las balas. Y la fuerza aérea de sus pestañas kilométricas y el revoleo de sus ojos, marcas de fuego de su estilo ultracamp hicieron de su visión la mira de un fuselaje que encañonaba a fuerza de frases disparatadas como esquirlas de doble o triple impacto. Se la llamó repetidamente “bomba sexual”, y es que las metáforas guerrilleras son difíciles de eludir porque Mae West fue una de las que más combatió al capital simbólico del espectáculo patriarcal con su presencia arquetípica, caricatural de mujer bien armada.

Cien años de teatralidad

Estaba (y era) lista desde adolescente, fue una neoyorquina perfecta, chica de gran ciudad e igual tamaño de independencia. A los 17 años, en abril de 1911, se casó en secreto con un compañero de vaudeville Frank Wallace. Pero lo que no pasó inadvertido a fin de ese mismo año fue su talento exuberante para la performance teatral, porque aunque todavía tenía un rol menor en la obra de Broadway en la que trabajaba, las críticas la destacaron como una revelación. Mae West ya daba la nota, y los carteles de los teatros empezaron a pronunciar su nombre con las mismas letras luminosas con que se imprimiría su leyenda erótica. Porque pronto comenzó a ser dueña de su destino artístico, como pocas mujeres pudieron serlo en el show business antes de la Gran Depresión. No fue sólo actriz, títere manejada por palabras ajenas, también fue su propia libretista, productora, creadora integral de espectáculos, porque lo que quería no era recitar, repetir más de lo mismo, sino desafiar el status quo que dominaba la escena. El estreno de su obra Sex, comedia dramática de lujuria explícita que en 1926 fue su máxima afrenta a una década que se conocía como “los años locos”, pero que no soportaba la locura puesta en escena por la West: hubo un raid policial en el teatro de Broadway donde representaba la obra, y ella fue condenada a diez días de prisión por corromper a la juventud. Nada la amedrentó, se podría decir que, incluso, duplicó la apuesta: volvió en 1927 con The Drag, otra obra explícita centrada en la homosexualidad, que culminaba con una docena de drag queens exhibicionistas, que en la época significó un alto nivel de escándalo, con decir que fue estrenada en Connecticut y otras ciudades, pero no llegó a Broadway por amenazas de clausura y prisión. La persecución puritana a las creaciones West no tuvieron que ver principalmente con la temática, sino con la sensualidad celebratoria, espectacular, impúdica con que ella revestía todo su cuerpo, su andar y sus shows: la pasión carnal era explícita no tanto por el desnudismo físico o verbal implicado sino en la vibración con que se ejecutaba. La West había tomado su bamboleante forma de caminar de las drag queens, quienes terminaron imitándola, en un juego de correspondencias que siguió por décadas. Y que continúa hasta hoy, incluso de manera inconsciente porque ya se perdieron las raíces históricas de esa manera de construirse como supermujer, esa teatralidad exacerbada de un “rococó explosivo” (Terenci Moix dixit) con que la West irrumpía para hacer hasta que “una canción de cuna sea sexo puro”, como señaló alguna crítica de la época.

Madre superlasciva

“Tal vez uno deba simplemente decir que el estilo de mujer de Miss West califica ampliamente –como lo hizo siempre– para ser la Madre Superiora de las Maricas. Este título no es una invención fácil del periodismo ingenioso, ni mía o de cualquiera, sino que es una analogía basada en una verdad histórica”, escribe en 1972 Parker Tyler al inicio de su libro sobre cine y homosexualidad, Screening the sexes, cuando hubo un rescate del impacto queer de la West, que se había hecho magnánimo en la pantalla cuando pasó de las tablas a conquistar Hollywood antes y después de que la censura institucional persiguiera sus películas. La exacerbación de su feminidad, reforzada por vestidos, sombreros y joyas estrambóticas, tenía destino de pantalla grande, donde se pudiese maximizar más cada detalle de su estampa: un primer plano de Mae West era un barroco instantáneo y magnético. Su debut en cine fue Noche tras noche (1932), en cuarto puesto en un cast encabezado por George Raft, estrella masculina que sale casi desnudo pero que no puedo eclipsar el talento estelar de West, que se “robó toda la película”, en palabras del propio Raft. En el trailer de Noche tras noche está la escena donde West entrega su abrigo y la empleada del guardarropa exclama “Dios mío, qué hermosos diamantes”; a lo que ella responde “Dios no tiene nada que ver con eso, queridita”, primera de sus frases celebérrimas, que sería el título de su autobiografía. Esas líneas trazarían una vida amplificada por el cine y por el mito, que son casi lo mismo para el siglo XX. En el colmo de su teatralidad sexual, la actriz fue reescribiendo su personaje en sus películas, creando no sólo una performance física de alto voltaje, sino una fraseología pirotécnica que la convirtieron en autora del diccionario de remates maricas más usados de la historia del camp. Otras de sus municiones verbales en la pantalla plateada fueron: “No son los hombres de mi vida lo que cuenta... sino la vida que hay en mis hombres”; “La curva es la línea más excitante entre dos puntos”; “Soy una chica que perdió su reputación, pero que nunca la echó en falta”. Comediógrafa radical, tampoco se tomaba sus provocaciones tan en serio, sino que la autoparodia hacía que todo, incluso ella misma, quedase devastado con su ironía: en su película Hollywood te llama (1936), West es una estrella de Hollywood comehombres y cada personaje se burla de sus manierismo, como su sensual modo de caminar y de retocarse el peinado. Llegó hasta donde pudo con su humor, y para no perder su reputación libertina, cuando el Código de Censura comenzó a arrinconarla en 1943 se retiró del cine y el teatro (la crónica de la guerra de las Ligas de Decencia y la derecha religiosa y periodística para callarla está perfectamente narrada por Kenneth Anger en su libro amarillo Hollywood Babilonia).

Durante casi treinta años West desapareció, pero no fue un fantasma porque la encarnaron muchas drag queens, algunas alumnas directas de la actriz, que mantuvieron viva su imagen en el under gay de casi todo el mundo. Y volvió al cine en 1970 para abrir el juego de una década más descontrolada como la Leticia Van Allen de Myra Breckinridge, adaptación de la novela transexual de Gore Vidal. La película fue bombardeada como película mala por las críticas. Luego se volvió de culto, pero a un nivel microscópico. La West no tenía el rol central, pero opacaba todo a su paso, como siempre, y ayudaba a que ese carácter malo, artificioso y camp de la película la convirtiese en espécimen raro, de-safiante y superlativo. Su sabiduría lo había anticipado en un diálogo de No soy un ángel (1933): “Cuando soy buena, soy muy buena. Cuando soy mala, soy mejor”.

Hasta el domingo 27 de noviembre, la sala Leopoldo Lugones dedica un ciclo a Mae West. Más información: www.teatrosanmartin.com.ar/cine

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