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Viernes, 18 de enero de 2013

MI MUNDO

Cruzando fronteras

Hoy, 18 de enero, se cumplen 24 años de la muerte de un derrochador de sex appeal literario, y del otro también. Nómada, sibarita, encantador de hombres y mujeres, Bruce Chatwin desmarcó los límites entre la ficción y la no ficción. Sin echar raíces en ningún lugar, hizo de la ambigüedad y el tránsito constante el motor de sus libros, y de su propia muerte, una colección de fábulas fantásticas.

 Por Marcelo Plaza

Un niño, un trozo de piel de brontosaurio, una tierra remota. Con estos elementos se inicia En la Patagonia, el libro con el que Bruce Chatwin debutó a los 37 años y con el que alcanzaría la fama como escritor. Con ese libro, y con los que le siguieron, contribuyó a crear un nuevo estilo en la literatura de viajes, una forma de escribir que sería imitada hasta la saciedad. Nació en 1940 y murió en 1989 víctima de una misteriosa infección que contrajo en China a causa de la mordida de un murciélago: ésta fue la primera versión. A sus amigos iba a darles distintas versiones, cada cual más fantástica, de su enfermedad.

A Loulou de la Falaise le contó que había comido un huevo podrido de mil años. A George Ortiz le dijo que su enfermedad se debía al hecho de haber estado en contacto con excrementos de murciélago; en otra de sus versiones había sido violado por una cuadrilla, o se había contagiado de Sam Wagstaff, amante del fotógrafo Robert Mapplethorpe. A su suegra le escribió: “El hongo que ha atacado mi médula ósea se ha detectado también entre los campesinos chinos”.

La vida de Bruce fue intensa y fugaz; murió dejando tras de sí una estela compuesta de seis libros, un puñado de artículos y una leyenda que él mismo contribuyó a fomentar. Viajero, fabulador, sibarita, excéntrico, caminante incansable, refinado, desgarbado e histriónico, Chatwin fascinaba tanto por su conversación –que encontraría una prolongación natural en su prosa– como por sus feroces ojos azules. Poseía una enorme capacidad de seducción que ejercía sin pudor tanto en mujeres como en hombres. El marchante John Kasmin dijo que era “hermoso hasta lo imposible”. Fue comparado con Lawrence y también con Rimbaud.

Un amigo, que lo define como un ángel caído, recuerda: “Rara vez he conocido un ser humano que exudara tanto sex appeal con tan poca amabilidad. Una noche, Bruce admitió que él nunca aceptaría dormir con un hombre o mujer que lo presionara, y si lo hiciese sería por única vez. Pero en ningún caso con vos”, le aclaró.

En sus memorias, Edmund White cuenta que ya habían llegado a la casa y que Bruce todavía seguía negándose a tener sexo, pero nada más entrar se arrancaron la ropa y tuvieron una muy satisfactoria experiencia, aunque jamás volvieron a repetir.

Miranda Rothschild, también amante de Bruce, le contó a su biógrafo: “Sexualmente, él era un pervertido polimorfo... Era capaz de seducir a todo el mundo, sin importarle si eras un macho, una hembra o un ocelote. Fue la lujuria personificada. No tenía nada que ver con nada... Yo terminé lacerada, como si hubiera pasado la noche con un tigre de Bengala”.

La verdad es puro cuento

Los viajes fueron el motor de su escritura; él sentía que cada viaje era un encuentro con la vida, con los sentidos dispuestos para la aventura y el descubrimiento. Cultivó un estilo seco, sin desbordes, saltando de tema en tema; poseía una incomparable capacidad para contar historias. Si sus retratados, la gente con la que se cruzó en sus viajes, no se reconocen en estos textos, eso se debe a que Chatwin había cruzado la frontera que separa la ficción de la no ficción sin molestarse en señalar qué era lo inventado y qué lo real. Intuitivamente sabía que no hay verdad más pura que la leyenda.

“Quienes de nosotros presumen de escribir libros, caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan a domicilio con la silla adecuada, los estantes de diccionarios, enciclopedias y la computadora. Y luego están los otros que, como yo, quedan paralizados por el domicilio. Estas son ideas que fueron creciendo en mí conforme leía la literatura de los pueblos nómadas, pero se convirtieron en una obsesión, especialmente después de que abandoné el mundo del arte. En el mundo del arte me había convertido en un pequeño capitalista –más bien desagradable–, en un gran negocio en el que fui extraordinariamente exitoso y, de pronto, más o menos a los veinticinco años, me di cuenta de que aborrecía todo lo que estaba haciendo. Tenía que cambiar. Me volví muy radical e intenté escribir el gran libro radical, con el que no ocurrió nada porque era impublicable.”

Comenzó a escribir después de haber trabajado para Sotheby’s. Cada uno de sus libros es distinto del anterior. En la Patagonia es un relato de viajes y de un viaje de autodescubrimiento. El Virrey de Ouidah es una exuberante y colorida miniatura acerca de un traficante brasileño de esclavos en Dahomey. Colina negra, su única novela situada en Inglaterra, describe las vidas de dos hermanos granjeros en las colinas de Gales. Los trazos de la canción es una novela sobre un viaje en pos de las líneas de canto de los aborígenes australianos, así como una indagación en los orígenes del nomadismo, del contar cuentos y de las raíces de la inquietud humana.

Paraíso no terrenal

Chatwin también supo ser un homosexual discreto; estuvo casado y durante toda su vida insistió en dejar en suspenso su definición sexual, la que muy probablemente admitía cierta bisexualidad. Según sus amigos, él se resistía a una definición de sus gustos sexuales por no considerarlos como el rasgo más significativo de su persona.

Permaneció casado veintitrés años con una mujer a la que amaba realmente. La conoció a principios de los ’60 en Sotheby’s, donde él ya era un experto en antigüedades y ella, la secretaria del director. En 1965, un diario londinense publicó la noticia del casamiento, para sorpresa de los amigos de la pareja y especialmente para sus relaciones gays. Finalmente el matrimonio resultó un anclaje vital, aunque en opinión de algunos no fuera sino un matrimonio blanco. No tuvieron hijos, y Bruce no vaciló en atribuirse una esterilidad jamás probada. Entretanto, Elizabeth repetía como un mantra: “El amor no se altera aunque haya alteraciones”, y vivió en su credo con extraordinaria firmeza. James Lee Milne, homosexual casado y vecino de los Chatwin, cuenta que una vez le recriminó a Bruce la crueldad para con su esposa, y que él le dio la razón. “Bruce nunca me presentaba a sus amigos. Nos mantenía en compartimentos separados”, observa Elizabeth.

Ningún hombre es un héroe a ojos de su valet, dijo una dama francesa. Aunque a Elizabeth no dejaba de inquietarla la tendencia al nomadismo del marido, su incapacidad para permanecer en un lugar, supo hacer como si no le importasen las prolongadas ausencias: “Sencillamente estaba curiosa sobre lo que él estaba haciendo, y él sabía cómo entretenerme con sus historias a su regreso. Quería que lo esperase todo el tiempo que hiciera falta”. Y, como para matizar, agrega que “Bruce siempre iba en busca de un lugar ideal para su casa de ensueño, un lugar donde pudiera ser feliz por fin. Pero los lugares eran el paraíso durante poco tiempo, un mes a lo sumo, luego ya no eran lo bastante buenos, no lo que él quería que fueran”.

De cualquier manera, Elizabeth supo aguardar pacientemente las largas separaciones, y en su enfermedad estuvo más cerca de él que nunca. Bruce no iba a responder bien al AZT y sufriría frecuentes ataques de psicosis. Su salud se deterioraba rápidamente. En compañía de Elizabeth se trasladó al sur de Francia, a la casa de la madre de un antiguo amante suyo. En una última carta, con el cerebro ya bastante afectado por la enfermedad, le escribió a su suegra: “Elizabeth y yo no hemos tenido un matrimonio fácil; y si sobrevive, es porque ninguno de nosotros ha amado a otra persona”. Chatwin murió de sida en el Hospital de Niza en enero de 1989, atormentado por su incapacidad para aceptar la naturaleza de la enfermedad. El, que había invertido su vida en construirse a sí mismo como un mito, finalmente se convirtió en un relato fantástico, en una joya rara, en una anécdota, y en esa tesitura se mantuvo hasta el final. Salman Rushdie dice que el estilo de Chatwin como escritor es el resultado de esa manera suya tan obstinada de evitar la verdad sobre sí mismo y, en particular, sobre su sexualidad.

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