Viernes, 12 de julio de 2013 | Hoy
LOS SUBIDOS DE TONO
Nadie es profeta en su tierra. ¿Pero qué pasa entre los hombres cuando están lejos de ella? Tres experiencias de exilio sensual recogidas en viajes por Fernando Noy.
Por Fernando Noy
La tercera será la vencida, pensé de inmediato cuando lo escuché hablando en el celular, despidiendo a alguien muy ceremoniosamente y acercarse directamente –como hipnotizado– hacia mí. Me alcanzó su cigarrillo recién encendido mientras sacaba otro Dunhill. André, con acento en la e, era su nombre. Hijo de una madrileña y de padre ya ausente nacido en Francia. De verdad no exagero si afirmo que era más guapo que Asthon Kustchen pero con el cabello negro, prolijamente peinado y todo de blanco, menos los pies, de donde negras ojotas mostraban las perlas de sus dedos hermosos, limpísimos, charolados. No podía creerlo, mientras caminaba por el Mercado Modelo y aceptaba otra latita de cerveza y otra. Era para mí. Todo. Encima absolutamente masculino, caballeresco y lleno de dólares. Con la mirada me acariciaba y sonreía como nunca nadie jamás volvería a hacerlo. Yo respondía chapoteando en un idioma babilónico. Con raros acentos e inflexiones. Podía pasar por loca pseudoespañola pero jamás argentina. Sí, de Caracas, claro, ¿conoce? O no, mejor chilena, como mi prima Petra Lemebel.
Ya había soportado dos experiencias desastrosas anteriormente con sendos argentinos.
¿No era que nuestro país exportaba amantes como Aberdeen Angus y travestis cual Herefords emplumados? En la aldea de Arembepe, paraíso hippesco, una italiana divina después de haber pasado la noche con mi colega compatriota, al reencontrarla me había dado la posta inapelable, jamás imaginada. Los argentinos son devastadores pero troppo famintos. Es decir, demasiado hambrientos. No lo hubiera pensado pero en verdad era así. Yo misma tenía una sed orgiástica inextinguible, para muestra sobraba mi propio botón descosido en la boquita con rouge corrido siempre corrido. También me di cuenta, por lo sucedido en ambas ocasiones, de que generalmente entre nosotros, fuera del país, no nos curtimos casi nunca. Como si nadie quisiera comer la empanada caliente pero incestuosa de mis muslos. Igual hay tanto mundo para engullir.
¿Pruebas al canto? La primera constatación con su tremendo final que hasta ahora me dura como mayor desencanto fue en Río de Janeiro. No, no sean mal pensados, jamás quise mamar al Cristo redentor. Ya sé que es una estatua, incluso en ácido lisérgico. Fue en el Albergue da Juventu de cerca de Cinelandia, la Lavalle carioca. Por dos cruceros que no valían ni un dólar tenías derecho a cama. Al entrar me recordó, obvio, a aquel pabellón de Contraventores de la cárcel de Villa Devoto adonde nos llevaban durante el Proceso por superar las tres contravenciones denominadas “Escándalo en la vía pública” o segundo H...
La primera noche daba pánico, pero a los 21 días, o sea, tres semanas después te hubieras quedado a vivir allí por lo bien servida a cada noche, no sólo una vez sino varias. Pero mejor no hablo de eso, si no me salgo del tema como en un orgasmo súbito e inesperado al recordar aquellos machos que sí, seguro, te hacían morder la almohada babeando de placer. En este albergue La Estrella había pocas personas para tantas camas. Serían siete u ocho trolas revoloteando en las camas bajas de las cuchetas vacías.
Por la semipenumbra relampagueaban las miradas acechantes fumando a la espera de la medianoche cuando el tugurio comenzaba a llenarse y apagaban los insoportables enormes tubos de luces fluorescentes. Ya estaban marcando sus respectivas madrigueras, sus espacios como trampas con rouge o revistas pornos o nada más que la mirada. Una loca mulata muy jovencita mascando chicle sin cesar con remera larga como única prenda le sonreía y hacía señas eróticas al primer hippie que se oyó decir que era canadiense y estaba recostado como una tortuga dada vuelta sobre su propia, enorme, mochila. Muy apetecible, claro. Semierecto, obvio. Y ya ofrecido como spiedo a la joven maravilla oscilante nerviosa haciendo globitos. Todavía había luz. Desde la ducha se oía otra loca cantando provocativa y grotescamente algunos clásicos boleros. Decidí subir a una cucheta e instalarme cerca del ventanal que soplaba un aire fresco subiendo hacia ese techo horrorosamente pintado de color celeste casi imposible de mirar.
Ahí es cuando vi aparecer detrás del almanaque viejo una araña inmensa. No les temo, por el contrario. Como si captara mis pensamientos, la araña siguió y dejo de hacer círculos como para señalarme algo. Fue entonces cuando lo vi. En otra cucheta, cuatro camas más adentro, profundamente dormido, las piernas doradas por el sol abiertas como una mujer en su entrega. Bermuda blanca larga pero inflada en la bragueta. Un desconche. Más bello que Endymion o Benjamín Vicuña o Etan Hawke. Sonriendo dormido, como disfrutando de algo que era necesario incrementar cuanto antes. La loca cantora vino desde el baño directamente hacia él, ya lo tenía fichado. Le bajó el cierre con familiaridad pasmosa y comenzó la deliciosa y envidiable misión, pero la pobre estaba tan borracha que, luego de meter semejante linterna portentosa en su boca, comenzó a vomitar. Por suerte tenía su toalla todavía y no ensució nada, pero se fue corriendo hacia el baño sosteniéndose la peluca plateada a lo Jean Harlow.
El tipo hizo como que despertaba y murmuró: “Seguí vos, dale”. De inmediato me di cuenta de que era argentino. No necesité arrodillarme ante la alta cuneta y de inmediato al lamerlo sentí un sabor incomparable a Biznikke, a vainilla, a dátil seco, a yogur de vainilla con canela. En ese instante las luces se apagaron. Yo comenté, todavía me arrepiento de haber hablado apenas eso: Mejor. Traté de seguir sorbiendo mi viga de mazapán, mi gran cacho de mantecol.
Apenas pude dar un par de cucharadas linguales porque inesperadamente, como si lo hubiera mordido, sus manos me detuvieron sosteniendo con fuerza mi cola de caballo. “Ay –dije– ¿qué te pasa?” El, al saber que yo también era argentino, me negaba su manjar. Pero, ¿por qué?
Tendría miedo de que lo reencontrara alguna vez por la diminuta Buenos Aires. Nada respondía pero me hacía gestos de “fuera”. La misma rubia de peluca acababa de regresar y se arrojó sobre la gran tabla de dulces con flanes venosos cubiertos de menta verde o jugos de arándanos.
Ay, qué horror. Me retiré indignada de aquel antro. Otra vez me sucedió algo similar con un chongazo que a eso de las seis de la mañana estaba haciendo loto desnudo rodeado de latas y botellas de cerveza mirando la salida del sol desde la playa.
Realmente era un macho descomunal. Arrebatado por el sol y algo rojizo, como una langosta que por algo es el plato más delicioso y caro de esas tierras. Era un macho inenarrable al que, obvio, me le acerqué bamboleando y sonrió al oír que lo saludaba con voz de seda, mariconísima. Pregunté en canyengue: “¿Qué hacés, loca? ¿Qué andarás buscando, eh?”. Más argentino imposible y encima con ese obelisco entre sus piernas. No. Decidí hacerme la bahiana pero no tuve mucho que decir porque su enorme pija saltó como un puñal repleto de almíbar entre nosotros. Abrí mi boca desmesuradamente y para colmo él me empujaba apretando con fervor desde mi nuca. Iba finalmente a morir ahogada en el fondo del mar de su semen casi listo a derramarse cual tsunami.
De pronto se detuvo. Me dio vuelta. Consciente del tamaño inusitado de su sexo se escupió dos veces la mano para ensalivar el sendero por donde después lenta, suave pero deliciosamente doloroso, iba a estallar su tronco de algarrobo. Pero una embestida rara me dolió demasiado.
“Despacio –le implore–, pará un poco.” Lo dije en español y fue mi perdición. Sin pausa sacó de un tironazo su bastón florido y de inmediato comenzó a vestirse casi enfurecido y, como para castigarme, se masturbó en mis propias narices, dejando sobre la arena su medusa de semen que hasta hoy sería el más nacarado coral del recuerdo imposible. Pero ahora con André, esta vez sí que no. Nada interceptaría el fragor que se anunciaba porque le hice señas de que no podía hablar. “Sos muda.” “No, tuve un accidente y recién recuperaré el habla dentro de dos meses”, le dije con señas. A él pareció no importarle y en lugar de taxi me llevó en su propio coche blanco hacia aquella casa de la ladera por donde ya hubiera pasado tantas veces. Portuguesa con certeza, como diría la gran Amalia Rodrígues.
Al bajar del coche una mujer que estaba barriendo al verme arrojó la escoba como ante una alucinación. El me calmó y entramos por el corredor donde me estampó el primer beso. Con su lengua hizo una especie de arabesco adentro de mis suspiros y jadeos. Me beso tan bien que casi me desmayo y por suerte era bastante más alto que yo, al extremo de que después con aquellos zapatos de tango insólitamente prestados pudimos bailar amarraditos los dos. Tardó con su llavero pero al abrir la puerta, zas, me di con un espejo que en realidad era una foto enorme de cierta mujer idéntica a mí, o más claro, a mi propia hermana, con la que somos mellizos. Yo me hice la distraída.
Mientras me gozaba entre champagne y macoña, enseguida dijo que ya se había separado de ella. Me trajo su baúl y allí había mantones de Manila y zapatos que me entraron perfectamente. Después de cada orgasmo volvíamos a bailar mirándonos los ojos beatificados de deseo cumpliéndose. Yo, si podía, espiaba sobre su hombro otra foto cerca de la entrada a la cocina y allí la hermosa mujer estaba apenas tapada por una toalla gigante con la toalla de la cervecería Antártica, exactamente igual a la que me habían regalado en una promo. La fiesta fue interminable. Se veía el sol, a lo lejos el mar, la mesa llena de delicias por la mitad descongeladas. El insistía en llamarme como a ella, Lili. De pronto descubrí que el tipo estaba regio pero le fallaba algo, porque también hablaba con la imagen de su amada que tenía en una especie de camafeo colgando. Hasta que fácilmente descubrí los recortes donde hablaban de un avión caído y siete muertos. El rostro de ella repetido. Ah. No. Ni aun muda podría continuar suplantando a alguien incluso con semejante guacho. Recordé el teléfono del remise y con inalámbrico desde el baño llamé pidiendo un móvil. En media hora estaría en la esquina. No, en la puerta no. Quizá la mujer esta vez no limpiaba, sino que me estaba esperando con una ametralladora para tomarme de rehén. André se durmió, tome un lápiz labial y le dejé escrito en el espejo: “Tú eres divino pero yo soy muda y no te convengo”. Sólo después en el coche de regreso me di cuenta de que había escrito en español. Igual qué importaba ya haberme equivocado, metido la pata que le dicen, ¿viste?
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