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Viernes, 6 de junio de 2014

La carne y el espíritu

 Por Gustavo Bernstein

La verga palpitante que le gustaba a Jean Genet se muestra en un primer plano rotundo. No es la de su adorado Maurice Pilorge –a quien tributara su célebre oda fálica “El condenado a muerte”– sino la de otro convicto, un efebo ficcional que habita la prisión Un chant d’amour y que la empuña como un arma poderosa. También hay otra verga, igualmente imponente, que se balancea al compás de la danza libertaria de un negro en cuyo cuerpo reverberan tambores rituales africanos. Ambos despiertan el morbo erótico del voyeur –el carcelero–, quien espía arrobado esas anatomías y las de la dupla protagónica, un par de amantes bendecidos por un eros tan potente que atraviesa el sólido muro que los separa.

El film de Genet reincide en su afamada mitología homoerótica y carcelaria, rindiendo culto a ese doble anatema que él mismo encarnó con orgullo: el de puto y convicto. Pero excede la mera celebración del propio estigma. En esos cuerpos retumba un grito emancipador. Son potencias que se revelan y rebelan contra la opresión de un statu quo que los sojuzga para aplacar los fantasmas que agitan.

En Habeas corpus, Jorge Acha actualiza a Genet con una variante política: lo inserta en el contexto de la última dictadura. El carcelero troca en torturador y la prisión, en un sótano clandestino. El paisaje del film vuelve a ser el cuerpo de la víctima, salvo que esta vez profanado por la picana. No hace falta ser un avezado freudiano para advertirlo: mal que les pese a las sacras instituciones castrenses o policíacas, en el represor que se regocija en los genitales de su víctima anida una pulsión homoerótica. En el film de Acha, el morbo se desdobla: la topografía del cuerpo martirizado contrasta con la poderosa musculatura de los fisicoculturistas que claman desde las revistas inspeccionadas por el verdugo en su gabinete. Como el guardia de Genet, el torturador de Acha practica también un ritual onanista. Los guiños de Acha a Genet son varios: el film abre con un plano del represor acudiendo a su labor diaria, reedita el puño del prisionero que se abre y se cierra recurrentemente y evoca una fuga ilusoria de la víctima con un amante en un espacio de goce sensorial en conexión con una naturaleza primigenia (en Genet, un bosque; en Acha, una playa). Aunque la poética de Acha es más sutil, menos brutal que la de Genet. La verga de Jorge Diez apenas se vislumbra en las sombras. Y omite la felación de la pistola tanto como la aplicación de la picana. Acha no muestra la acción sino sus consecuencias. Si el francés transgrede el recorte de género a partir de un universal (la potencia libertaria del cuerpo), el vernáculo elude el encasillamiento a partir de su opuesto (la evasión metafísica). Acha cruza a Genet con La escritura del Dios de Borges o El vagabundo de las estrellas de Jack London. El cautivo birla a su opresor merced a una proyección mental. Escapa de su órbita porque urde una línea de fuga existencial, fragua un espacio poético vedado al control del panóptico. El díptico conjuga dos salidas: una en cuerpo, otra en espíritu.

El díptico cinematográfico podrá verse en el Festival Asterisco este domingo a las 19 en el Enerc, Moreno 1199. Además se presenta el libro Escritos póstumos (volumen 2) hoy a las 19, Auditorio Leonardo Favio de la Biblioteca del Congreso de la Nación, Alsina 1835

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