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Viernes, 26 de septiembre de 2014

CHILE A LA VISTA

SEPTIEMBRE ROJO

Una noche de juerga con Pedro Lemebel y el Che de los Gays, la Marcha del Orgullo en Valparaíso, el repudio en el aniversario del golpe de Estado que destituyó a Allende, el recuerdo del incendio-atentado de la disco gay Divine. Postales del otro lado de la cordillera de un mes marcado a sangre y fuego

 Por Alejandro Modarelli

Malhumorado, porque no servían café y arrastraba el peso del madrugón, volaba yo estos días de regreso de Chile en uno de esos aviones que añade a la sigla LAN el nombre de varios países del subcontinente, como si la flota sudaca fuese una especie de reino unido anglo-mapuche que amparara sueños piratas, conquistando nubes trasandinas y hangares de aeropuertos. Mientras tanto, al malhumor por el déficit del desayuno sumé la ira cuando tuve que escuchar a un pendejo porteño, conchetazo el habla y con ese clásico desaliño de marca mall, lamentarse de cómo ha caído la Argentina en el fango de la inflacionaria letra K, mientras que los vecinos chilenos consiguieron transformar la modesta Santiago en la sede de una nueva Manhattan.

De la boca del pendex neoliberal brotaban en fila torrentes de toyotas que envejecen en el mismo momento de su parto, rascacielos empresariales desde los cuales puede otearse con largavistas el revoltijo de verduras y I-Phones en el mercado popular del barrio Bío-Bío, donde los que beben el derrame tacaño del neoliberalismo consiguen el último modelito para conversar con la tía que salvó la casa de adobe del terremoto pasado, mientras estiran los pesos para llevarse la “empanada de pino”, tradición de carne picante que se engulle con loco afán durante las fiestas de la chilenidad de septiembre: Un mes donde comparten escenario las fechas patrias y la conmemoración del sacrificio de Salvador Allende en el ’73, el mismo mes que desde ahora cobijará el recuerdo de la muerte de Hija de Perra –homenajeada ya en SOY–, divina performer del under santiaguino.

Yo volvía a Buenos Aires con las imágenes de la noche borracha del último viernes, en que conocí en su casa a Pedro Lemebel. Tuve entonces que adivinar el viejo registro de su hermosa voz maraca, hoy obturada por el ronco cáncer de laringe. Me perdía, digo, en las maravillas de sus dislates y en su zarandeo ebrio con la voz de Bola de Nieve de fondo; en la estrella de metal que adornaba la gorra cubana de Víctor Hugo Robles, conocido allá como el Che de los Gays, y el performer sin edad Jaime Lepé, sus otros invitados. Para mí, la gloria en pisco sauer. Porque la Pedro “Lamebien” es mi prima nodriza literaria. Su visión del homo-Chile actual me distrajo de tanto engañoso Sanhattan, de tanto gaycito culifruncido del barrio Las Condes o Vitacura y –ay, no me maten mis anfitriones– de la mansa Providencia y la clonada bohemia de Bellavista animándose al desafío Ala de Mariposa, es decir a tomarse presurosos las manos, tan de prisa como se la sueltan, en una breve acrobacia arco iris, porque la modernidad maricueca viene llegando a Chile pero a cuentagotas, y tuvo que convertirse un chiquillo colibrí en mártir de neonazis (caso Zamudio) para que se promulgase, al menos, una ley contra la homofobia y hasta la clase alta se avergonzara, tan eclesial ella, de que ahí no muy lejos de Sanhattan, en un parque malandra, se cometiera un crimen más acorde con los tiempos de la Inquisición que de los “países serios” donde las acciones gltbi cotizan en el mercado de valores y marcan tendencia.

Mientras el Che de los Gays, artista cisne del sindicalismo comunista, y la Lemebel emprendían el domingo su bronca Marcha Roja hacia las cercanías del Cementerio de Santiago (carabineros atentos), a echar maldiciones al fantasma del golpe del ’73, otras maricas gritaban su Orgullo en Valparaíso. Un mismo 4 de septiembre pero de 1993 –gobernaba Patricio Aylwin, el democristiano, y con Pinochet sentado en banca de senador vitalicio– muchas locas en la Discoteque Divine de ese puerto se quemaron como brujas en la hoguera, por una bomba fascista echada desde la entrada, que las dejó, como cuenta Lemebel, en “La música y las luces nunca se apagaron” (que solía recrear con música de Grace Jones), “encaramándose en los andamios del humo hasta encontrar una ventana en el tercer piso”. Muertas sin otros culpables hallados que ellas mismas, obstinadas en afirmar el propio deseo en esos bailongos todavía acosados de la modernidad gay. En la foresta donde fue abandonado el cuerpo martirizado de Daniel Zamudio, hace dos años, se revivía el incendio Ku Klux Klan de Divine y son esos crímenes los que aún politizan contra el dólar rosa de Sanhattan la sigla gltbi, que creció comiendo el krill de la clandestinidad y vivando la afrenta callejera de las contraculturales Yeguas del Apocalipsis. Por eso, este septiembre encontró a un cronista argentino levantando en su corazón las banderas antimuerte de Santiago y Valparaíso.

Y ahora me engancho los auriculares en el avión de regreso, para no escuchar más al pendejo porteño hechizado por los rascacielos del boom. Y cierro los ojos para soñar la verdad del Chile que vi y no vi. Ese donde (¿será cierto que nadie ya se asusta?) Pedro Lemebel se introdujo este año entre los pavos reales candidatos al Premio Nacional de Literatura, quedándose pancho y burlón a la espera en su nave esquiva, sin llegar al puerto de la premiación quizá por ser un travestongo de las letras, a pesar de una infinidad de apoyos intelectuales y artísticos. El premio es macho, así que se le escapó en manos del obvio Skármeta. No sé si los neogaycitos chilenos –alguno Piñera admitió en su campaña presidencial– que nunca tuvieron que encaramarse en los andamios infernales de ninguna Divine, y sólo sueñan con la unión civil, tendrán conciencia de que estas diosas de un parnaso de tacos agujas, sangre sidada y pelucas punzó que conocí fueron las que abrieron las alamedas de su boba libertad.

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