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Viernes, 21 de noviembre de 2014

ADELANTO

EL HEREDERO REBELDE

 Por John Waters

Es un parador muy concurrido, y por una vez, no me preocupo. Me va a resultar muy fácil conseguir que me levanten aquí: puedo sentirlo. Desde donde estoy parado, puedo ver a todos los que bajan de sus vehículos para ir al baño. A juzgar por la cara que tienen, te puedes dar cuenta de si van a cagar o a mear, y trato de predecir lo que cada uno va a hacer en el baño; el veredicto lo da la cantidad de tiempo que tardan adentro. Sin embargo, no alcanzo a divertirme con este juego escatológico mucho tiempo. Me levantan enseguida. Es una van, cargada con un equipo para acampar, una canoa, y tal vez hasta un perro con su propia caseta... No miro con mucho detenimiento.

El tipo que me levanta tiene pinta de ser un heredero rebelde, un perfecto hombre del Area de la Bahía. Es apuesto, tiene cincuenta y seis años, según parece fue hippie alguna vez, pasa “la mayor parte del tiempo acampando”, vive “entre el estado de Washington y el Area de la Bahía” (¿en esta van?), y está “yendo a buscar a mi mamá al aeropuerto de Oakland”. Es fácil ver que ha vivido mucho, pero también que fue muy bien educado. Lindos pómulos. Habla con corrección. Aunque me imagino que es hétero (y apuesto a que tiene un pasado lleno de altibajos, tanto en cuestión de mujeres como de salud mental), me recuerda a uno de mis primeros novios, Tom Houseman, que durante un tiempo también fue el novio de mi mejor amiga, Pat Moran. Desgraciadamente, Tom murió de sobredosis en los setenta, pero Pat y yo seguimos siendo mejores amigos. Mi conductor me confiesa que “una vez me arrestaron por conducir intoxicado”, “me gusta el éxtasis” y “todavía tomo LSD”. Dios, pienso, quizá yo debería volver a tomar LSD. ¿Podría ése ser mi próximo libro? ¿Volver a consumir todas las drogas que probé en mi vida, en orden (hachís, marihuana, LSD, anfetaminas, semillas de ipomea, pegamento, heroína, MDA, opio, hongos, cocaína), y después sales de baño? Quizá no. Dinero heredado, más drogas, más buenos modales, dan como resultado un hombre compasivo. Me habla de la familia indigente con la que estuvo conversando en el parador antes de levantarme. Era una pareja heterosexual interracial con dos chicos, que vivían con un adicto a las metanfetaminas que los echó de su propia casa y ahora, aunque no tenían a dónde ir, estaban haciendo un picnic en el parador al borde de la autopista. ¡Unos optimistas geniales! ¿Por qué no podemos ser todos tan felices frente a una tragedia inesperada? ¿Es eso lo que mi conductor estará tratando de decirme, o lo estaré prejuzgando demasiado? ¿Cómo sé que lo que infiero de este tipo es cierto? Quizás esté planeando matar a su madre después de recogerla en el aeropuerto. De cualquier forma, no importa, porque como no va a San Francisco me pregunta en qué salida me gustaría bajarme. “En la de la University Avenue, en Berkeley”, le contesto a los gritos, contento. Si no consigo que me levanten ahí, tendría que pegarme un tiro.

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