turismo

Domingo, 26 de abril de 2009

JUJUY > POR LA RUTA 9 A LA QUIACA

De Humahuaca a la Puna

Un viaje a La Quiaca, atravesando la Puna y pueblitos como Abra Pampa y Pumahuasi. Una visita a Yavi –antigua sede de un marquesado–, un mercado de origen colonial donde rige la ley del trueque y a la Laguna de Pozuelos.

 Por Julián Varsavsky

La Avenida Bolivia en La Quiaca conduce al paso fronterizo hacia Villazón, uno de los pueblitos bolivianos más australes. Desde el lado boliviano de la frontera, la Avenida Argentina conduce a La Quiaca, una de las ciudades más septentrionales del país. Y al ingresar a la Argentina un cartel no exento de ironía indica: “Bienvenidos de La Quiaca. Ushuaia 5121 km”.

En el medio de esos 5121 kilómetros –bajo el abarcativo nombre “Argentina”–, están todas las gradaciones posibles que puede tener un paisaje, desde la nada de la Puna a la otra nada de la estepa patagónica, pasando por junglas de altos árboles y junglas de cemento erizadas de edificios. La que sigue es, entonces, la crónica de un viaje a una punta del mapa de la Argentina –en la otra punta continental hay un faro, el de Cabo Vírgenes en Santa Cruz–, para conocer La Quiaca, una ciudad algo insulsa, polvorienta y descolorida, donde lo que vale es el hecho del viaje por el viaje en sí (y lo que hay en el camino).

POR LA RUTA 9 Las panorámicas de la Ruta nacional 9 que atraviesa la Quebrada de Humahuaca están entre las más espectaculares del país. Se la suele recorrer partiendo desde San Salvador de Jujuy hasta Tilcara o Humahuaca, para hacer base en alguna de estas dos ciudades. Muy pocos viajeros, en cambio, se dedican a explorar la provincia más a fondo, siguiendo esa misma Ruta 9 y el giro que hace hacia el oeste en Humahuaca rumbo a Abra Pampa, y luego hacia el norte hasta la ciudad de La Quiaca, en el límite con Bolivia. Son apenas 169 kilómetros desde Humahuaca a La Quiaca, que bien valen la pena agregar al circuito tradicional, para llegar a una ciudad donde supuestamente “no hay nada para ver”. Pero es en esa ausencia –o casi– de gente, vegetación y fauna, donde está la gracia de este paseo por el sector norte de la Puna, una de las regiones más áridas y desérticas del planeta, habitada por 40.000 personas que viven desperdigadas en unos pocos pueblos y en centenares de caseríos de adobe que sobreviven a las inclemencias de la naturaleza como una parábola del olvido.

Al salir de la ciudad de Humahuaca hacia el oeste abandonamos inmediatamente la quebrada y comienza la transición hacia la Puna, ese altiplano con algo de superficie lunar que comparten Salta, Catamarca y Jujuy. A los 60 kilómetros aparece la impresionante formación geológica conocida como El Espinazo del Diablo, originada de un plegamiento subterráneo del Período Cretácico sacado a la luz por los movimientos tectónicos. Esta singular serranía llama la atención por sus laderas literalmente rayadas por una sucesión de líneas ondulantes.

Pasando El Espinazo del Diablo quedan atrás los pueblitos de Tres Cruces y Abra Pampa, donde antes del nuevo trazado en el mapa terminaba la mítica Ruta Nacional 40, luego de recorrer 4874 kilómetros desde el citado Faro de Cabo Vírgenes en Santa Cruz.

EL MARQUESADO DE YAVI Al llegar a La Quiaca decidimos ir directo a visitar el poblado de Yavi, que está 16 kilómetros al oeste por la ruta provincial 5. Ingresamos al mediodía por una de sus calles de tierra y en media hora de merodear la iglesia y alrededores no nos cruzamos con una sola persona ni divisamos siquiera alguna a lo lejos. El silencio era absoluto, el calor también, y en sus álamos plantados para cortar el viento no se movía ni una hoja. Fácil, el 25 por ciento de las casas de Yavi –casi todas de adobe con cimiento de piedra y techo de paja– están abandonadas. Y quienes habitan el resto dormían una siesta profunda.

En sus orígenes Yavi fue lugar de paso de las recuas de mulas que llevaban plata del Potosí hacia el sur del virreinato, y llegó a tener 4500 habitantes, de los que hoy quedan unos 350. Porque al fundarse La Quiaca en 1907 alrededor de la nueva estación de tren, su población se trasladó hacia ese lugar.

La iglesia de Yavi tiene una fachada austera, como las otras de la Puna. Pero en su interior sorprenden un altar mayor laminado en oro, unos vitrales de piedra ónice por donde ingresa una luz para encender el oro, pinturas flamencas del siglo XVII y otras de la escuela cusqueña que utilizaba los cuadros con un sentido pedagógico para difundir el evangelio. De allí su elevada cuota de patetismo, que impactaría tremendamente entre los aborígenes de la Puna en el siglo XVII, quienes acaso en toda su vida habrían visto ni volverían a ver una imagen reproducida con tal nivel de realidad, salvo alguna virgen o un Cristo tallados en madera.

El suntuoso interior de esta iglesia es inexplicable fuera del contexto de la historia de Yavi, que se remonta al año 1640, cuando surgió como Casa de Hacienda Colonial. Los originales terratenientes de Yavi fueron doña Ana María Mogollón de Orozco y don Pablo Benavides de Ovando, quienes en 1648 impulsaron la construcción del templo, culminado 42 años después.

Aquella pareja le compró a la corona española el título de marqueses por tres generaciones, que después se extendió a una cuarta. El último de estos marqueses fue José Campero Fernández y Herrera –o Marqués de Tojo y Yavi–, quien a los 34 años se casó con Juana Clemencia, de sólo 12 años. Pero lo más singular de este marqués fue su fervor independentista identificado con los ideales de la Revolución de Mayo.

Hoy en día se visita el museo de lo que fue la casa del Marqués, donde solían reunirse los combatientes del general Belgrano y también Juan José Castelli, quien en este lugar recibió del general Balcarce el parte de la primera victoria patriota en la batalla de Suipacha. Los realistas, en consecuencia, le pusieron precio a la cabeza del Marqués de Yavi. Y el 14 de noviembre de 1816 una patrulla llegó en su búsqueda para atraparlo. El Marqués se enteró de la noticia en plena misa y se dice que demoró su huida hasta el final del oficio religioso, lo cual le habría costado caer en manos de sus perseguidores. Rumbo a España para ser juzgado por alta traición a la corona, lo mataron a palazos en Jamaica.

La otra historia curiosa de este lugar nos la contó el guía de la casa-museo del Marqués, entre un mobiliario de camas, armarios y sillas coloniales. Resulta que hace varios lustros el escritor jujeño Héctor Tizón descubrió en la biblioteca del Marqués dos ediciones originales de El Quijote de la Mancha, una de 1605 y la otra de 1615. Y según cuenta el escritor, trató de no divulgar demasiado el descubrimiento para evitar que a alguien se le ocurriese robar los incunables. Lo cual sucedió el 9 de marzo de 2001.

LA QUIACA Al llegar a La Quiaca –a 3442 m.s.n.m– muchos viajeros se preguntan –olvidándose de la belleza del camino previo–: “¿qué vinimos a hacer acá?”. Y la respuesta es nada, justamente, salvo cruzar al pueblito boliviano de Villazón para ver su enjambre de pequeños comercios, comer unas empanadas y volver. En La Quiaca no hay un centro muy definido, el polvo de las calles remonta vuelo con facilidad y se ven cholas con sombrero negro, coloridas polleras y un aguayo en la espalda donde puede ir una guagüita dormida, un fardo de alfalfa, varios kilos de papa, leña o media docena de cueros de oveja.

La Quiaca es un lugar de culturas híbridas y fronteras difusas, por no decir nulas. Nosotros tuvimos la suerte de llegar el tercer fin de semana de octubre, cuando se desarrolla por nueve días en la estación de tren abandonada la Manka Fiesta, una feria que reúne a productores artesanales y agricultores de toda la Puna –argentina y boliviana–, e incluso desde la lejana ciudad de La Paz. Y lo más extraño es que todavía existe en la feria el elemental sistema del trueque –donde las cosas valen lo que realmente valen–, que difícilmente podría conducir a una crisis económica mundial.

Esta feria probablemente sea la más antigua del país, ya que se remonta al tiempo de la colonia o quizás antes. Por su ubicación es más o menos equidistante de los salares de Uyuni en Bolivia y Salinas Grandes en Argentina, que proveyeron un producto esencial para la zona durante muchos siglos, ya que permitía conservar la carne. Sin embargo, para la mayoría de quienes asisten a esta feria el modo de vida no ha cambiado tanto desde la colonia, ya que muchos de ellos viven sin electricidad y los productos que más intercambian son carne charquiada de cordero y llama, es decir, conservada en sal.

En la Manka Fiesta o Fiesta de las Ollas se pueden comprar cucharones y morteros de madera, quenas, zampoñas para bandas de sikuris, charqui de cordero, chicharrón, pan casero –nunca lactal–, cereal de quinoa, pimientos, sacos de arroz y de maíz de varios tipos, ananás, ramilletes de bananas, tomates, pollos que cacarean, caparazones de quirquincho que serán charangos, DVD truchos, sombrillas, vasijas de cerámica para cocinar –no de adorno–, cantidades de lana cruda que serían inútiles en la gran ciudad, cañas para el techo de la casa –“te mantienen todo fresquito”, me dice la vendedora– y cebollas “para los santos y las almas”. Todo a escala microeconómica.

Por la feria se ven viejas, muy viejas casi sin dientes y el rostro ajado por la Puna, perros dando vueltas al garete entre las carpas donde duermen los feriantes, un cartel que anuncia al grupo de cumbia boliviana Lágrimas con Amor, una precaria calesita bajo un toldo de plástico y mujeres de mucha paciencia hilando un ovillo de lana que más adelante será la materia prima de un poncho (muchos productos se generan in situ).

Un sector aparte en la feria es el de las discotecas. Están una al lado de la otra y su estructura es la de un ranchito con piso de tierra, paredes y techos de chapa y ninguna ventana. La puerta se cubre con una lona y adentro las luces son bajas, suena una cumbia estridente, se bebe cerveza y vino en envases de cartón casi sin límites, se baila un poco y cada tanto se arma una trifulca no muy violenta en las que el exceso de alcohol, además de ser la causa, es también el impedimento para que la cosa no pase a mayores, por el estado calamitoso de los pendencieros en, por ejemplo, El Refugio del Zorro.

En el poblado de Purmamarca también hay un mercado callejero, pintoresco al extremo de una postal, más lindo y colorido que el de la Manka Fiesta. Este último es, en cambio, polvoriento, sin sombra y algo insulso. Pero es un mercado de cosas útiles en lugar de elementos decorativos para un living urbano, ofreciendo cosas esenciales para la vida cotidiana en la Puna y la montaña.

Flamencos en la Puna

A 173 kilómetros de La Quiaca por las rutas nacional 9 y provincial 7, se llega al Monumento Natural Laguna de Pozuelos, protegido por la Administración de Parques Nacionales. Dos kilómetros antes de Abra Pampa nace la Ruta 7, un camino de tierra que conduce a la laguna y pasa por un pequeño cementerio en medio de la nada, rodeado por un muro de adobe de un metro de altura.

A la vera del camino se extienden enormes llanuras de pastos ralos y amarillentos con un fondo de cordones montañosos. A medida que se asciende por la Puna la vegetación se limita casi al mínimo, acentuando la dolorosa belleza de un paisaje colorido pero de extrema aridez. Después de pasar por el pueblito de Pozuelos –donde viven doce familias y se puede conocer la escuela–, y de visitar el puesto de guardaparques, se llega finalmente a la laguna, un gran espejo de agua de 15.000 hectáreas que aparece a lo lejos como un espejismo.

La Laguna de Pozuelos está a 3600 metros sobre el nivel del mar y la altura se hace sentir. La rodea una planicie perfecta con montañas en la lejanía, donde no sobresale absolutamente nada ni hay casi contraste alguno de colores. A lo lejos se ve una gran bandada de flamencos inmóviles como un decorado. Hay que mirarlos con largavista porque están muy lejos, y al acercarnos caminando por el borde de la laguna levantan vuelo para perderse en el infinito como una fugaz nube rosada.

DATOS UTILES

Dónde alojarse: En Yavi hay unas pocas hosterías y casas de familia muy sencillas, mientras que en La Quiaca hay algunos hoteles de más de dos y tres estrellas. Las ciudades de Tilcara y Humahuaca son una buena alternativa para dormir.

Cuándo ir: La Puna norte se puede visitar todo el año, pero la época ideal para visitar la Laguna de Pozuelos es el otoño. Allí no hay servicios para el visitante, así que hay que llevar todas las provisiones. Los binoculares resultan fundamentales. Y para poder avistar mucha fauna se recomienda ir con un guía especializado y salir a recorrer varias lagunas.

Más información: Secretaría de Turismo de Jujuy. Tel.: 0800-555-9955

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Tukuta Gordillo, músico de la Quebrada, tocando el erque en las serranías del Hornocal, en las afueras de Humahuaca.

En las afueras de La Quiaca, una capillita con techo de paja aislada en medio de la Puna.

La Manka Fiesta en La Quiaca, una feria donde todavía vale la ley del trueque.
Imagen: Julian Varsavsky
 
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