turismo

Domingo, 3 de junio de 2012

BORNEO. VISITA A UNA TRIBU GUERRERA

Tierra de cazadores de cabezas

Crónica de una visita a una aldea de una tribu iban, la etnia mayoritaria de Borneo, guerreros implacables y precursores en el arte de tatuar. Días de trabajo en los campos de arroz y noches de juegos, leyendas y rituales como los que alimentaron las novelas de Emilio Salgari.

 Por Guido Piotrkowski

Borneo es el exótico escenario que eligió el escritor italiano Emilio Salgari para narrar las aventuras de su más celebre personaje, Sandokán, el “Tigre de la Malasia”. Salgari, sin embargo, nunca estuvo por aquí, sino que escribió sus novelas documentándose en las bibliotecas de su ciudad natal. Por lo tanto no pudo palpar lo cotidiano de esta gigantesca isla, cuyos días transcurren apaciblemente en aldeas habitadas por una treintena de etnias que conservan viejas costumbres y hablan más de 150 dialectos.

El territorio de Borneo, la tercera isla más grande del mundo, está dividido entre Indonesia, Brunei y Malasia. Sarawak es uno de los dos estados borneanos que pertenecen a esta última. Aquí viven los iban, el grupo étnico más numeroso: tatuadores milenarios, son célebres y temidos por su fama de impertérritos cazadores de cabezas.

RUMBO AL LONGHOUSE “Cuando era niño jugaba al fútbol con los cráneos”, comenta sonriendo el guía local Tiyon Juna, pequeño, moreno y de ojos rasgados. Como buen iban, lleva ambos brazos tatuados. “Los hombres que no se tatúan son mal vistos en nuestra cultura, y es posible que nunca se casen”, afirma, en tanto agrega que el mismo destino les espera a aquellas mujeres que no aprendan a tejer.

Vamos camino al Longhouse Kesit, ubicado a orillas del río Lemanak, al sur de Sarawak. Las longhouses son viviendas tradicionales donde conviven varias familias, que solían juntarse de esta manera para protegerse de sus enemigos. Luego de unas tres horas de andar desde Kuching, capital del estado, por una ruta a cuyos lados se extienden infinitos campos de arroz y plantaciones de palma, llegamos a orillas del río, donde aguardan dos jóvenes listos para trasladarnos en una frágil piragua de madera. Al contrario de lo que uno espera, no llevan atuendos tradicionales. Visten camisetas de equipos del fútbol europeo y gorros de lana, a pesar de las altas temperaturas.

Navegamos alrededor de 45 minutos a través de la exuberante selva borneana. El calor y la humedad no dan tregua. La vegetación es tupida y cerrada, un infinito túnel vegetal. Pasamos por debajo de largas ramas que se extienden sobre el río, y esquivamos troncos que flotan a la deriva. Viajo atento a los sonidos que llegan del interior de la jungla: con suerte podremos divisar un orangután, un primate que sólo se puede encontrar aquí y en Sumatra. Pero se necesita mucha fortuna para verlos, ya que resultan casi imposibles de avistar entre la mata de árboles.

Llegamos. El sitio es paradisíaco; la aldea, pequeña y modesta.

LA CASA DE LOS IBAN El longhouse es una construcción de madera, rústica, levantada sobre pilotes para evitar que se inunde con las crecidas del río y las lluvias que trae el monzón. Tiene un larguísimo pasillo, llamado ruai, que es el espacio comunal. La ropa cuelga de las ventanas y los granos de arroz se secan a la intemperie bajo el sol abrasador del trópico. Unas veinte familias pueden convivir en las habitaciones-casa, alineadas a lo largo de la construcción.

Un anciano con el torso, los brazos, la espalda y hasta el cuello repletos de tatuajes teje con parsimonia una red de pesca. Pido permiso para retratarlo. Tiyon dice que algunos nativos, sobre todo los más ancianos, son reacios a las fotos. Pero este hombre me regala una sonrisa y sigue con su trabajo. Mientras tanto, Tiyon vierte algunos conceptos de la vida cotidiana. “Cada apartamento corresponde a una familia y cada una lleva su vida individualmente. Tienen su propia tierra, sus pollos, sus chanchos.” Dentro del hogar no hay divisiones, todos ocupan la misma habitación. “Aquí todos saben lo que estás haciendo. La única privacidad es la red para mosquitos”, bromea el guía.

Más tarde camino por la aldea. Saludo al paso. Entablar conversación es complicado, ya que nadie habla inglés por aquí. Todos me observan, los niños me persiguen y piden fotos, se divierten mirándolas. Me cruzo con una anciana que mira con cara de pocos amigos. Las mujeres más viejas parecen las más reacias a las visitas. En una especie de callejón, un joven le corta el pelo a otro. Hay mucha gente más alrededor. Me detengo y un joven que balbucea inglés intenta el diálogo, se entusiasma al saber que vengo de la Argentina, la cuna de Messi y Maradona. No nos entendemos mucho más, nos hacemos unas fotos juntos y nos despedimos.

Un joven guía iban navega por el río Lemanak en una frágil piragua de madera.

DE GUERRAS Y RITUALES Los iban fueron guerreros muy temidos, ya que para certificar la victoria en alguna batalla debían volver con las cabezas de sus adversarios. Cuando se trataba de una cuestión territorial, el cráneo de su enemigo era la prueba fehaciente de que aquel territorio ya no le pertenecía. Al trofeo de guerra se le sacaba la piel, se lo ahumaba y luego se lo colgaba en la puerta del hogar, o en un cuarto donde se realizaban los rituales. Los iban son animistas: creen en las fuerzas de la naturaleza y los espíritus, con quienes dicen comunicarse.

Los tatuajes están relacionados con esa tradición guerrera. Los diseños son figuras de animales e indican su rango, en tanto el dragón representa la más alta jerarquía. Pero también quedaban grabadas en la piel las experiencias que recogían los jóvenes en sus largos viajes iniciáticos por diversas aldeas. “Los dibujos simbolizaban todo aquello que les ocurría, y al volver al longhouse se los respetaba como hombres maduros”, explica Tiyon.

Por la noche, Jampang, el jefe de la aldea, se presenta. Nos sentamos en el ruai, haciendo una ronda sobre las alfombras de paja tejidas por las mujeres. Jampang ofrece tuak, el vino de arroz hecho en casa. Hay que aceptar, no hacerlo es descortés. El mismo anciano que por la tarde tejía aparece vestido en atuendo de guerrero. Lo acompaña una pareja de jóvenes también vestidos a la usanza combativa; los tres se preparan para agasajarnos con la danza del guerrero. Tiyon traduce al jefe, quien dice que es una ocasión muy especial para ellos, ya que hace más de dos años que ningún extranjero los visita. Otra ronda de tuak. Suenan los tambores, ejecutados por un grupo de mujeres. Comienza la danza. El anciano primero, con movimientos lentos pero precisos. Luego sigue el aprendiz de guerrero, vital, el preferido del jefe. Por último llega el turno de la joven, que despliega suaves y sensuales desplazamientos.

La noche avanza entre sorbos de tuak y cuentos milenarios, pero no se extiende demasiado. Por la mañana espera la ardua faena en los campos de arroz, caucho y pimienta. Al otro lado del pasillo, un grupo de jóvenes pasa el tiempo con un juego de mesa casero, acostados sobre el piso de madera. Hay billetes en juego y un par de celulares desparramados. Se los ve muy concentrados y no reparan en la presencia extranjera. Al parecer, no todo es historia para los iban.

Cuando la noche parecía llegar a su fin, una familia nos invita a su casa para prolongar la velada al ritmo del tuak y saborear la pesca del día. Sentados en el piso, sobre las mismas alfombras de paja que sus mujeres tejen, los hombres se despachan con un sinfín de leyendas. Tiyon traduce. Narran historias grandilocuentes. Describen ritos salvajes. Cualquier similitud con la maravillosa isla que habitan, es pura coincidencia.

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Un anciano guerrero con su piel repleta de tatuajes teje una red de pesca.
Imagen: Guido Piotrkowski
 
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