turismo

Domingo, 13 de abril de 2014

DIARIO DE VIAJE. EDMUNDO DE AMICIS EN ESPAñA

Soñar Toledo

Viajero incansable, en 1873 Edmundo de Amicis –autor del clásico infantil Corazón– recorrió España y relató sus impresiones en una larga crónica de viajes que describe las variopintas ciudades españolas en los últimos años del siglo XIX. De Madrid a Valencia, pasó por la asombrosa Toledo, de calles estrechas y paisajes misteriosos.

 Por Edmundo de Amicis*

Cuando nos acercamos a una ciudad desconocida, sería preciso llevar al lado a alguien que ya la hubiese visto y nos pudiera advertir del momento oportuno para asomar la cabeza y descubrir su aspecto de una sola ojeada. Yo tuve la fortuna de ser avisado a tiempo por un tal que me dijo: “Ahí tiene usted a Toledo”. Salté hacia la ventanilla y dejé escapar una exclamación de asombro.

Toledo se alza sobre una altura riscosa y escarpada, a cuyos pies corre el Tajo describiendo amplísima curva. Desde el llano no se ven más que rocas y murallas de fortaleza, y al otro lado de los muros las cúspides de los campanarios y las torres. Las casas están escondidas, la ciudad parece cerrada e inaccesible, y más que de ciudad ofrece el aspecto de roca abandonada: desde los muros a la orilla del río no hay ni una casa ni un árbol; todo es desnudo, seco, yermo y riscoso; no se encuentra ánima viva: diríais que para subir es necesario andar a gatas, y os parece que a la primera aparición de un hombre sobre aquellos derrumbaderos, ha de caerle encima de lo alto de los muros una tempestad de flechas. Bajáis del tren, os metéis en un carruaje, llegáis a la embocadura de un puente. Es el famoso puente de Alcántara que cabalga sobre el Tajo y tiene una hermosa puerta árabe en forma de torre, la cual le da un aspecto bizarro y severo. Pasando el puente os halláis con un gran camino que sube en anchas curvas hasta la cúspide de la montaña. Allí os parece estar propiamente bajo una plaza fuerte de la Edad Media, y andar vosotros mismos cubiertos de las vestiduras de un árabe o de un godo o de un soldado de Alfonso VI. Por todas partes penden sobre vuestra cabeza rocas salientes, murallas derribadas, torre y lienzos de antiguos bastiones, y más arriba la última cerca de la ciudad, negra, rematada por almenas enormes, abierta y aquí y allí por grandes brechas, tras de las cuales asoman las casas prisioneras: a medida que subís, os parece que la ciudad se contrae y esconde. A mitad de la cuesta está la Puerta del Sol, una joya de arquitectura árabe, compuesta de dos torres almenadas que van a juntarse sobre graciosísima puertecilla de arco doble, bajo la cual pasa el camino antiguo, y desde donde mirando hacia atrás se descubren el Tajo, la llanura y los montes. Seguís adelante, encontráis otros muros y otras ruinas, y finalmente las casas de la ciudad.

¡Qué ciudad! Me quedé sin aliento en los primeros instantes. El carruaje había penetrado en una callejuela tan estrecha que los cubos de la ruedas tocaban casi las paredes.

–Pero ¿a qué pasáis por aquí? –dije al cochero.

El cochero se echó a reír y me contestó que no había otra calle más ancha.

–¿De modo que toda Toledo está hecha así? –volví a preguntar.

–Toda así.

–¡Es imposible! –exclamé.

–Ya lo verá usted –añadió él.

La verdad es que no lo creía. Bajé a la puerta de una fonda, eché en una habitación cualquiera mi maleta, y tomé escalera abajo corriendo para ver aquella extrañísima ciudad. Un mozo de la fonda me detuvo a la puerta y me preguntó sonriendo:

–¿A dónde va usted, caballero?

–A ver Toledo –respondí.

–¿Solo?

–Solo. ¿Por qué no?

–¿Pero ha estado usted aquí otras veces?

–Nunca.

–Entonces no puede usted ir solo.

–¿Y por qué?

–Porque se perderá usted.

–¿Dónde voy a perderme?

–En cuanto salga.

–No veo el motivo.

–El motivo está aquí –respondió, señalándome el plano de Toledo pegado a la pared.

Me acerqué al plano y vi un laberinto de líneas blancas sobre fondo negro, semejantes a los garabatos que hacen los chiquillos en la pizarra para consumir el yeso a despecho del maestro.

–No importa –dije–, quiero ir solo. Si me pierdo, ya me encontrarán.

–No dará usted cien pasos –observó el criado.

EL LABERINTO Salí y eché por la primera calle, tan estrecha que, alargando los brazos, tocaba entrambas paredes. Habría dado cincuenta pasos cuando hallé otra calle más estrecha que la primera, y después de esta otra, y así sucesivamente. Me parecía andar, no por las calles de una ciudad, sino por los ámbitos de un edificio: seguía adelante con la idea de encontrar un lugar abierto. Es imposible –pensaba– que toda la ciudad esté hecha del mismo modo: no se podría vivir en ella. Pero, a medida que avanzaba, parecíame que las calles fuesen más estrechas y más cortas; tenía que doblar esquinas a cada paso; tras de una calle en curva, venía otra en zig-zag, y tras de esta otra en forma de gancho, la cual me llevaba de nuevo a la primera; giraba largo rato en medio de las mismas calles. Iba a parar de cuando en cuando a una encrucijada de varios callejones que escapaban en dirección opuesta, y éste se perdía en la oscuridad de un pórtico, aquél se acababa en la pared de una casa, el otro descendía como para internarse en las entrañas de la tierra, el de más allá se elevaba por áspera subida: algunos tan estrechos que apenas podían dar paso a un hombre; otros apretados entre edificios altos, que sólo dejaban aparecer una tira de cielo entre tejado y tejado, con pocas ventanas de reja, grandes puertas cuajadas de clavos, y portales angostos y oscuros.

Anduve un rato sin encontrar a nadie, hasta que salí a una de las calles principales, toda flanqueada de tiendas y llena de hombres, mujeres y muchachos; pero poco más ancha que un corredor ordinario. Todo es proporcionado a la calle: las puertas parecen ventanas; las tiendas parecen nichos; se ven desde fuera los secretos de la casa; la mesa aparejada, los niños en la cuna, la madre que se peina, el padre que se muda de camisa. Todo está en la calle; no parece una ciudad, sino una casa habitada por numerosa familia. Doy vuelta a una calle menos frecuentada: no se siente el ruido de una mosca; mi paso resuena hasta el cuarto piso de los edificios; alguna vieja se asoma a la ventana. Pasa un caballo y semeja que pasa un escuadrón: todo el mundo se asoma a ver lo que sucede. El rumor más ligero se oye en mil partes: un libro que se cae al suelo en un piso segundo, un viejo que tose en un portal, una mujer que se suena las narices no sé dónde; se oye todo. A lo mejor cesa de pronto el ruido, os encontráis solos, y no se descubre el más mínimo signo de vida: son casas de brujas, encrucijadas de conjuración, callejones para traidores, portales para delincuentes, ventanillas para coloquios de amantes adúlteros, puertas sinestras que hacen sospechosas escaleras manchadas de sangre. Mas no hay con todo en este laberinto de calles dos que se parezcan; cada una tiene algo suyo propio: aquí un arco, allí una columna, más allá una escultura. Toledo es un emporio de riquezas artísticas, donde con sólo arañar las paredes se descubren en cualquiera parte recuerdos de todos los siglos: bajorrelieves, arabescos, ventanas moriscas, estatuas. Los palacios tienen puertas con láminas de metal cincelado, llamadores historiados, clavos lo mismo, escudos y emblemas, y forman gracioso contraste con las casas modernas pintadas de guirnaldas, medallones, amores, urnas y animales fantásticos. Pero estos embellecimientos no quitan nada al aspecto severo y triste de Toledo. Donde quiera que tendáis la vista, hay algo que recuerda la ciudad fuerte de los árabes; por poco que vuestra imaginación trabaje, logra recomponer el cuadro medio borrado, con las ruinas esparcidas aquí y allá, y la ilusión es entonces completa: volvéis a ver la gran Toledo de la Edad Media, olvidáis el silencio y soledad de sus calles. Sin embargo, es una ilusión de pocos instantes, después de los cuales caéis nuevamente en triste meditación, y no véis más que el esqueleto de la ciudad antigua, la necrópoli de tres imperios, el sepulcro que guarda la gloria de tres pueblos. Toledo recuerda aquellos sueños juveniles que siguen a la lectura de leyendas novelescas. Habréis visto muchas veces en estos sueños ciudades oscuras, rodeadas de fosos profundos, de murallas altísimas, de rocas inaccesibles; habréis pasado sobre aquellos puentes levadizos, y entrado en aquellas calles herbosas y torcidas; habréis aspirado aquel aire húmedo de prisión y de tumba. Pues bien, habéis soñado Toledo.

* España. Viaje durante el reinado de don Amadeo I (1873).

Un mapa antiguo de la ciudad que fascinó a De Amicis, inaccesible sobre una altura escarpada.

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Una vista actual del corazón de Toledo y su laberinto de calles medievales.
Imagen: Flickr/Tnarik
 
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