turismo

Domingo, 1 de marzo de 2015

CHINA. EXCURSIóN A LA GRAN MURALLA

Otro ladrillo en la pared

Crónica de una visita a la Gran Muralla, esa desmesura pétrea con la que se intentó cercar un reino por orden del primer emperador chino, Qin Shi Huan, acaso el mayor megalómano de la historia. Rarezas de un monumento peculiar.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Pongo un pie sobre la Gran Muralla y lo primero que veo es un chino con la camiseta argentina y el nombre de Messi. Oigo gritos histéricos a mis espaldas y descubro a cinco adolescentes bajar de la piedra milenaria por un gran tobogán, sentadas en culipatines. Pero no juzgo a nadie. Pienso que para un estudiante de Beijing esto debe ser como visitar la Ciudad de los Niños o el Planetario, una salida común y repetida a una hora de casa, en el turístico segmento de Badaling. En cambio, yo tuve que dar la vuelta al mundo para darme este añorado gusto, así que me tomaré la visita con otra clase de fervor.

No sé si arrancar hacia la derecha o la izquierda. Pero da lo mismo, porque a cada lado se extiende hasta el infinito la misma desmesura pétrea con viboreos de dragón. La muralla es un camino almenado y sobreelevado sobre el filo de la montaña, que va desde la frontera con Corea del Norte hasta las puertas del desierto de Gobi.

Buena parte de esta proeza ingenieril –la mayor de la historia en su contexto– es como una gran escalera que sube y baja. Al pisar los peldaños uno camina sobre una argamasa de piedra, barro, sangre y huesos. Por eso no es un simple caminar, como lo sería en la Quinta Avenida de Nueva York o los Champs Elysées. Construir la muralla era una obligación laboral para los súbditos y una condena para esclavos (lo cual es lo mismo, porque quien se negara a colocar ladrillos era condenado a construir la muralla).

A lo largo de los dos milenios que duró la construcción murieron cientos de miles de obreros. Y a muchos los arrojaban en la argamasa con que se rellenaba el espacio entre las dos paredes de la obra. Así que el lugar tiene una densidad singular, comprimiendo los claroscuros de la condición humana. A la hora de tomarse una selfie aquí, conviene considerar que estamos sobre una obra megalómana y cruel, resultado del choque de dos culturas: el sur sedentarizado en los campos verdes junto al río Amarillo, y el norte de los desiertos y la estepa de los nómades (chinos por un lado, mongoles por el otro).

Al observar la isohieta que une zonas de similar condición pluvial en esta parte de Asia, se descubre en el mapa una línea que separa las tierras aptas para el cultivo, en el sur, de las más secas, útiles apenas para el pastoreo en el norte. Y coincide con la Gran Muralla, que separaba dos mundos irreconciliables a partir, precisamente, de esa línea trazada por la naturaleza.

Esta condición geográfica definió, en última instancia, la historia humana en la región a lo largo de milenios. Los mongoles llegaban a caballo desde el norte buscando la comida –arroz y pasturas– que disfrutaban los del fértil sur. Además envidiaban la sofisticación de las dinastías chinas con sus tesoros de jade, bronce, porcelana y seda. Pero a los del norte su cultura nómade no les permitía quedarse quietos por mucho tiempo, siempre en busca de pasturas para sus chivos. Miles de batallas ocurrieron como resultado del contraste entre el río Amarillo y el desierto de Gobi, donde la cuestión de fondo eran las fuentes de agua.

El impactante monumento convoca a visitantes chinos y extranjeros por igual.

UN LABERINTO KAFKIANO A mi lado pasan diez ruidosos niños corriendo carreras. Pero a la media hora de avanzar me quedo solo, con un fragmento de la muralla completo para mí, en silencio, sin nadie a la vista. Me refugio del sol en una torre de vigilancia y repaso con la memoria el texto que mejor condensa en la historia de la literatura la densidad de este lugar: La edificación de la muralla china, por Franz Kafka.

El escritor checo nunca estuvo en China, pero desentrañó como nadie la esencia de una muralla, cuyo objetivo último era comprometer a los constructores en el círculo vicioso de aquella obsesión. El gran cerco de piedra era un fin en sí mismo, alrededor de cuya edificación se organizaban las jerarquías sociales del reino. Kafka puso esto en boca de un personaje de ficción que trabajaba en la obra: “Uno pensaría de antemano que hubiera sido más ventajoso en todo sentido construir la muralla seguidamente, o, a lo menos, seguidamente dentro de las dos secciones principales. La muralla, como se proclamó de manera universal y como nadie ignora, había sido planeada a modo de defensa contra las naciones del norte. Pero ¿qué defensa puede ofrecer una muralla discontinua? Ninguna, y la muralla misma está en incesante peligro. Esos pedazos de muralla abandonados en mitad del de-sierto podrían ser derribados con facilidad por los nómades, ya que esas tribus, alarmadas por los trabajos de construcción, cambiaban de querencia como langostas, con inconcebible velocidad, y lograban tal vez una mejor visión general de los progresos que nosotros los constructores. Sin embargo, la obra no pudo hacerse de otro modo. Para entenderlo así debemos considerar que la muralla tenía que ser una defensa para los siglos: por consiguiente, la edificación más escrupulosa, la aplicación de la sabiduría arquitectónica de todas las épocas y todos los pueblos y el sentimiento perenne de la responsabilidad personal de los constructores, eran indispensables para la obra. (...) El trabajo no debía ser emprendido a la ligera. Medio siglo antes de empezarlo, la arquitectura y la albañilería, en particular, habían sido proclamadas en toda China (que se pensaba amurallar) las más importantes de las ciencias, y las otras no eran reconocidas sino en cuanto se relacionaban con ellas”.

EL PRIMER EMPERADOR La idea original de la muralla fue del primer emperador, Qin Shi Huan. Durante su reinado unificador –214 al 204 a.C.– hizo decapitar a medio centenar de oficiales que fracasaron en la búsqueda del elixir de la inmortalidad en los mares de Japón. Al sospechar que no podría evitar la muerte, el hombre decidió continuar su vida después de muerto en un inframundo subterráneo –su tumba en la ciudad de Xian–, donde hizo reproducir su ejército completo en la forma de 7000 soldados de terracota, a quienes conduciría por el lapso de la eternidad.

En La Muralla y los libros, Jorge Luis Borges plantea una relación nada fortuita entre la orden del emperador de quemar todos los libros anteriores a él (o anteriores al “tiempo”, que era lo mismo) y la condena que impuso a todo aquel que osara guardar uno de esos libros: trabajar para siempre en la construcción de la muralla. “¿Acaso Qin Shi Huan condenó a quienes adoraban el pasado, a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil?”, se preguntaba Borges.

La utopía de cercar a cal y canto un reino nunca fue concretada, ya que la longitud del perímetro de ladrillos no permitió garantizar su invulnerabilidad. Mientras un fragmento se levantaba, otro era tumbado por el enemigo y algunos se derrumbaban de viejos. El invasor norteño pasó varias veces, llegando incluso a crear la dinastía mongola Yuan, con Kublai Kan a la cabeza, quien la habría cruzado con el simple ardid de sobornar a un vigilante que le abrió la puerta. También los manchúes le pasaron por arriba y crearon la dinastía Qing. Una curiosidad que ha alimentado dudas sobre la veracidad de los diarios de Marco Polo es que el aventurero veneciano nunca menciona la muralla.

Una obra megalómana y cruel, que a pesar de la creencia habitual no se ve desde la Luna.

UN SECTOR MAS VIRGEN Una segunda jornada la dedicamos a visitar la Gran Muralla en el sector de Simatai, al margen de las grandes multitudes, a 110 kilómetros de Beijing. Este segmento mide 19 kilómetros y fue construido durante la dinastía Ming (1366-1644). La ventaja aquí son los grandes sectores nunca restaurados, manteniendo la magia decadente de la ruina, auténtica y creíble, cercana a su impronta original.

El grupo de siete personas parte con un guía y al rato llegamos a lugares donde los ladrillos se han desbarrancado. Subimos y bajamos escalones durante cuatro horas. Pero en cierto punto la muralla pierde peligrosamente sus protecciones laterales y adquiere cada vez más un carácter ruinoso.

El avance se complica. Primero son baldosas sueltas y después ya es parte del sendero mismo lo que se ha caído al precipicio. Y con un mal paso podríamos caernos nosotros también. Esta es una caminata deportiva a través de la historia, un viaje muy perfecto en el tiempo, sin elementos de civilización moderna a la vista (atrás ha quedado un teleférico que acorta camino).

La meta final es la torre de vigilancia más alta. Cerca de ella la muralla semiderrumbada se hace tan angosta y empinada que debemos avanzar a gatas para prevenir un tropezón: precipicios se abren a cada costado y parte del grupo abandona el desafío.

Cada uno avanza a su propio ritmo y esto permite momentos sublimes de soledad entre las ruinas. Basta con cerrar los ojos para que nos alcance el rumor ancestral de los ejércitos mongoles con sus catapultas al acecho, y los silbidos de las flechas chinas cortando el aire para repelerlos.

SIMBOLO MODERNO En 1555 las crónicas de misioneros jesuitas documentaron por primera vez en Occidente la existencia de la Gran Muralla. Rápidamente comienza a construirse el mito y en el siglo XIX los relatos de portugueses y castellanos dieron una idea de las proporciones casi sobrehumanas de este monumento imperial.

La dinastía Qing (1644-1911) perdió interés en extender la gran obra, más reverenciada en Europa que en China hacia el siglo XIX. Mao Zedong la reivindicó como símbolo patrio pero durante la Revolución Cultural fue desvalorizada, por remitir al mundo antiguo que se quería dejar atrás. Entonces se abrieron muchos boquetes, con la anuencia oficial, para construir casas. Hasta que el reformista Deng Xiaoping la convirtió en objeto de culto oficial, una metáfora del eterno gran dragón que se despereza y amenaza con llevarse el mundo por delante, de un solo coletazo.

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La Gran Muralla costó sangre, y sobre ella vivían ejércitos completos listos para defenderse.
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