turismo

Domingo, 24 de abril de 2016

PERU > RITOS FRENTE AL MáS ALLá

Tumbas de la gloria

Un recorrido por las ruinas de Sillustani, en los alrededores de Puno, que revelan los usos y costumbres del culto a la muerte entre los pueblos precolombinos. Sus cámaras funerarias, gravemente saqueadas a la llegada de los conquistadores, expresan sobre todo la continuidad de la vida.

 Por Guido Piotrkowski

Fotos de Guido Piotrkowski

La muerte es un interrogante, un enigma que ninguna de las civilizaciones de antaño pudo desentrañar, y que obsesiona al ser humano desde el comienzo de su existencia sobre la tierra. Si hay vida después de la muerte, qué hay más allá, es la pregunta retórica que el hombre se viene haciendo desde siempre. Los ritos funerarios son celebrados a lo largo y ancho del mundo: son famosas –por citar sólo algunas– las pirámides de Egipto y las aztecas, con suntuosas cámaras funerarias.

Más cerca, en el altiplano peruano, no se construyeron pirámides sino torres. Se trata de las magnificas chullpas de Sillustani, monumentos únicas en el mundo.

Mucho antes de su fundación, y también de que ciertas comunidades se establecieran definitivamente, Puno fue un lugar de paso en las rutas comerciales de los pueblos precolombinos. De hecho, su nombre viene del vocablo quechua Puñuy Pampa, que significa “lugar de descanso”. Erigida al borde del lago Titicaca, relativamente cerca de la frontera boliviana, Puno funcionaba como una suerte de posta para los arrieros que llevaban y traían mercaderías a través de las rutas comerciales que los pueblos originarios andinos trazaron desde Ecuador al norte de la Argentina.

Por acá anduvieron, y luego se instalarían, diversas civilizaciones tiempo antes de la llegada de los colonizadores. Primero fueron los pucarás, luego los collas, mas adelante los tiwanakus provenientes de Bolivia y por último los incas. Todos ellos eligieron como cementerio el mismo cerro en Sillustani, un poblado a treinta kilómetros de la ciudad. El lugar es hoy un impresionante sitio arqueológico que se destaca, ya a lo lejos, por sus majestuosas chullpas construidas sobre una montaña al borde del prístino lago Umayo, frente a la isla del mismo nombre.

Chullpas rústicas collas, de la época preincaica, que muestran la modalidad de construcción en piedra.

PROLONGACION VITAL “Sillustani, en lengua quechua y aymará, quiere decir deslizar o resbalar la uña. Sillu es uña, y llustani es resbalar”, explica Henry Choque, el guía que me acompaña, mientras vamos hacia las ruinas. Sería entonces algo así como “resbaladero de uñas”, un vocablo que hace referencia a la unión de los bloques externos de las chullpas, tan compactos que no permiten que entren ni siquiera las uñas. Estas cámaras funerarias son torres de piedra circulares en forma de cono invertido en donde se colocaba a los difuntos momificados y en posición fetal, pero no soterrados, sino al nivel de la tierra. Junto al cadáver dejaban sus pertenencias: utensilios, objetos de oro y plata, hasta alimentos. “Una vez al año, reunían todas las momias, les cambiaban las prendas, les entregaban nuevas ofrendas, bailaban y bebían –apuntaría Henry más adelante, mientras caminábamos entre las tumbas–. El concepto de muerte no existía, la vida continuaba”.

Poco antes de llegar atravesamos el pueblo de Atuncolla, un caserío de construcciones hechas en piedra y adobe, donde se destaca una pequeña iglesia colonial. Este poblado fue la capital de las comunidades quechuas en tiempo de los incas. Un par de kilómetros antes de llegar a Sillustani, ya se divisan las chullpas en la cima del cerro.

Es temprano en la mañana del domingo, y el sol del altiplano todavía no castiga con vehemencia. Sin embargo, la altura puneña –que alcanza los 3815 metros sobre el nivel del mar– se hace sentir. En la calle de entrada al complejo arqueológico llaman la atención varias casas de familia, pequeñas construcciones de adobe de los campesinos que habitan en este lugar. Sin embargo están todas cerradas, en Sillustani no hay nadie. Los puestos de venta de artesanías se ven desiertos y no hay ni un turista deambulando. “La población ha ido a la ciudad para ver la fiesta”, apunta Herny en referencia a la Fiesta de la Candelaria, una de las celebraciones populares más grandes del Perú, y las más importante de Puno. Una variable contraria a lo que sucedería cualquier otro domingo, ya que la mitad de la población puneña proviene del campo; de lunes a viernes trabajan en la ciudad y el fin de semana vuelven a sus tierras. Por eso sábado y domingo es la ciudad la que queda vacía, sobre todo en la época de siembra y de cosecha. “El fin de semana la gente vuelve al campo y se trae alimentos –dice Henry–. Así ya se tiene un dinero extra. No compran papas, algunos no compran leche ni huevos. Viven en la ciudad pero tienen su parcela en el campo”.

Laguna e Isla de Umayo. Aquí vive una sola familia que cuida de las vicuñas.

LAS TUMBAS Subimos la cuesta por el sendero más arduo pero con mejor vista panorámica de la laguna y la isla, que según el guía se asemeja a una mesa. “Como si alguien lo hubiese tallado para que alguna nave pudiese aterrizar”, opina Henry. En la isla, que funciona como una reserva comunal, vive una sola familia que tiene a su cargo el cuidado de unas ochenta vicuñas, protegidas por encontrarse en peligro de extinción.

A lo largo de la caminata se ven trozos de cerámica desperdigados, y si se afila la vista, o se tiene un buen guía como Henry, se pueden descubrir pequeños restos óseos humanos. Aún falta para llegar a la cima, que está a 4010 metros sobre el nivel del mar, y aunque el camino no es muy largo se siente la falta de aire en los pulmones.

En el sitio hay diversos tipos de edificaciones que pertenecen a cada una de las culturas sucesivas. “Lucen similares pero son diferentes. En la cima vamos a ver cómo se distinguen las construcciones incaicas de las tiwanaku”, avisa Henry. En el recorrido podemos ver la diferencias de estas chullpas, muchas de ellas parcialmente restauradas. Hay desde cierto tipo de tumbas rústicas, más bajas, que son del período preincaico (sobre todo collas), hasta mausoleos mucho más sofisticados, con piedras de muchos ángulos perfectamente encajadas y de mayor altura, como las tiwanakus e incas. Las tiwanakus, por ejemplo, se caracterizaban por el sellado impenetrable entre las piedras, la impronta que habría dado el nombre al lugar. Por su parte las chullpas incas no eran tan herméticas.

Las piedras eran traídas de canteras cercanas, y algunas sacadas de este mismo sitio. Como la que Henry utiliza ahora para enseñar la forma en que tallaban esas rocas gigantescas, con una piedra que se asemeja a las herramientas que utilizaban y que mantiene escondida por ahí. Un trabajo de hormiga. “Quizás podemos pensar que nuestros antepasados han sido personas con una talla superior a los dos metros –cree Henry–. Usaron un sistema de rampas con sogas, algunos jalaban, otros quizás empujaban y algunos hacían palanca sobre la base de troncos”. Una vez que terminaban esa labor, venía la última etapa que era el pulido de la piedra.

Cada pueblo tenía su propia arquitectura. Mientras los incas usaban piedras talladas, pero cada piedra era diferente de la otra, los tiwanakus buscaban la perfección. Todas las torres debían ser de un solo bloque, y en cada unión tenía que haber un espacio cóncavo, como se puede ver en la tremenda chullpa del Lagarto, la última del recorrido y la más imponente de todas, que resalta con sus doce metros de altura.

Los españoles profanaron y saquearon todas las tumbas. Era muy fácil: todas tenían la puerta orientada hacia el este y con sólo abrirlas se encontraban ante las momias y sus pertenencias. Así se llevaron de todo, en particular las joyas en oro y plata, si es que la momia era de algún noble. “Lo único que se salvó fueron unas 500 piezas”, se lamenta Henry. Es el Tesoro de Sillustani, exhibido en el museo de la ciudad. Adentro de las torres no había nada: todo se encontró desperdigado por ahí mientras se hacían los trabajos de restauración. “Posiblemente nuestros antepasados vieron que se acercaban los españoles y hayan trasladado el cuerpo principal y su ajuar a otro lugar, pensando que quizás, en algún momento, se iban a ir”, teoriza el guía.

“¿Han caminado solos alguna vez? –pregunta Henry–. No por largos días... ¿Quizás un par de horas? Un aymara o un quechua te dirá que no, que nunca ha caminado solo. Que camina con el sol si es de día, con la luna y las estrellas si es de noche. Y por la tarde te dirá que anda con el viento, y el sonido que produce el ichu o la paja brava , que tiene el sonido de una quena. Acá se camina con la madre tierra, con la Pachamama. Y no sólo eso, también con el espíritu de nuestros ancestros”.

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Vista del pequeño caserío a la entrada de las ruinas de Sillustani.
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