turismo

Domingo, 10 de julio de 2016

BUENOS AIRES > CáMARA DE VUELO EN GENERAL RODRíGUEZ

La máquina de hacer pájaros

Hace pocos meses se inauguró en territorio bonaerense la única cámara de vuelo libre en Sudamérica, que usan los paracaidistas para entrenarse como si saltaran de un avión, pero también aquellos que sólo quieren experimentar el arte de volar como las aves sin ataduras en el cuerpo.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

Subo los escalones de una estructura de 33 metros de alto con algo de robot, una especie de Mazinger Z que se levanta solitario junto al cruce de las rutas 6 y 24 en la planicie bonaerense de General Rodríguez, con la desproporción de una jirafa en un rebaño de ovejas.

Me coloco el casco, antiparras y tapones en los oídos para entrar a una antesala de cristal con una abertura donde falta la puerta. Ariel Calvagni –el ingeniero aeronáutico que diseñó este armatoste poligonal- enciende motores y hay ruido de turbinas de avión. Desde adentro del túnel vertical de vuelo el instructor ofrece sus brazos y me dejo caer hacia adelante con peso muerto. En cámara lenta, mi pecho busca sus palmas abiertas pero el viento me empuja hacia arriba.

Las cuatro hélices no están abajo sino en la cima de la estructura, succionando todo como una aspiradora gigante. Estiro los brazos a lo Superman –como me indicaron en la charla previa– y en segundos ya estoy volando.

Pero no es tan simple el asunto; ni tan relajado. El viento genera una fuerza de atracción muy fuerte y nuestro cuerpo no aerodinámico pierde estabilidad como un avión en una turbulencia: cuesta mantener el equilibrio de esa tabla bien recta en que debemos convertirnos.

Estudio los vericuetos invisibles del aire y voy probando; es como intentar flotar en el agua por primera vez. Un sutil movimiento de la mano, el codo o los pies alcanza para arruinarlo todo. Un mal cálculo hace escurrirse el viento por las curvas del cuerpo, generando un repentino tirabuzón que me pone de espaldas en un segundo: caigo en picada a la red de contención. Pero es parte de la gracia.

El instructor está siempre atento para atajarnos y evitar un golpe contra la pared de acrílico transparente: del otro lado los amigos nos miran volar, cara a cara. Si abro la boca, los labios tiemblan como si aletearan frenéticamente. El aire me entra a presión por las fosas nasales. Y por momentos esto se parece al vuelo estático del colibrí.

El instructor me toma de los hombros llevándome de cabeza hacia la puerta. La experiencia –de un minuto– resulta fugaz y vertiginosa. Somos tres personas en la sala de cristal y pasa el que sigue.

La simulación de caída libre se asemeja a la verdadera, con apoyo de una tecnología que está, pero no se ve.

SEGUNDA ENTRADA Al descansar pienso en los movimientos estratégicos que deberé hacer para llegar más alto. Al instante entro a la cámara y ya estoy en el aire otra vez. Un ayudante me había sugerido que relajara más el cuerpo y doblara un poco las rodillas. Y que para elevarme me extendiera bien con la vista al frente. Lo experimento y resulta: me elevo tres metros hasta estabilizarme y comienzo a girar de a poco como un reloj, en estado de gracia. Pero los 60 segundos se terminan en un parpadeo: quiero más.

En el intermedio el instructor hace piruetas con algo de saltos ornamentales. Sube diez metros de golpe, se deja caer al vacío y pega un frenazo antes de la red con exactitud milimétrica. Luego corre por las paredes y hasta flota en el aire en posición de loto, como un yogui ducho en las artes mágicas de la levitación.

Los comandos de vuelo se pueden resumir así: al recoger los brazos se va hacia adelante; al girar la cabeza hacia la derecha el cuerpo hace lo mismo, pero al bajar el codo o al mirarse la mano como si fuese un espejo, también. Al estirar los brazos se va hacia atrás; al mirar hacia abajo se sube y al arquearse se baja.

En la tercera entrada ya estoy más canchero: domino mejor el cuerpo y tengo cierta autonomía. En los minutos anteriores había sido un poco barrilete del viento; ahora me siento un avión.

Si comparo la experiencia con las de volar en globo, parapente, paramotor, planeador o helicóptero, cada cual con su singular sensación, concluyo que no se parece mucho a ninguna. Más bien remite a la vivencia de bucear, que también tiene algo de vuelo: uno flota en el vacío y avanza a su propio impulso con mínimo esfuerzo, hacia arriba, abajo, adelante y atrás. Esta modalidad de vuelo es como nadar en el aire.

Definitivamente: ¡esto es cien por ciento volar! Es el arte de los pájaros, sin vehículo ni tecnología adosada al cuerpo. Es, en última instancia, un salto en paracaídas sin el paracaídas; un salto al vacío sin vacío.

El gozo del vuelo libre era hasta hace unos meses en Argentina un premio exclusivo para valientes dispuestos a tirarse por la puerta de un avión. Esos aventureros, de todas formas, caen libres por 40 segundos mientras que los “facilistas” volamos tres minutos -el equivalente a seis saltos desde un avión- por menos de la mitad del precio. Pero el vértigo no es el mismo, desde ya: en la cámara de vuelo casi no lo hay. Además carece de grandes velocidades y no hay posibilidad de un accidente grave. El viento alcanza 250 km/h, el mismo que la caída libre desde el avión.

Ingresar a una cámara de vuelo es volar contra natura de la especie sobre un colchón de aire. Hay trampa, por supuesto, porque la tecnología está, aunque no la toquemos. Pero es volar, sin ninguna duda.

Los tres minutos pasan volando. Un escalofrío placentero me sube desde la planta de los pies hasta el cuello al terminar. Ya no siento envidia de los pájaros. El sueño fallido de Leonardo da Vinci se hace realidad aquí, de la mejor manera.

“Hace un tiempo una pasajera se enojó mucho porque tuvo que esperar. Luego voló y al salir dijo: ‘De haber sabido, hubiera esperado toda la vida’”, cuenta Manuel Gómez, instructor de caída libre quien entra con nosotros a la cámara.

Tres turbinas absorben el aire haciendo flotar a la gente que vuela.

LA MÁQUINA DE VOLAR La aventura de la construcción de la cámara de viento tiene vuelo propio. El padre de la criatura es Lito Calvagni, un pequeño empresario metalúrgico de Lanús que hace 20 años voló en una cámara de viento en Las Vegas. Pero sus dos hijos tuvieron mucho que ver. Ariel –el ingeniero- ya es un experto en el arte de volar, a pesar de que nunca ha saltado en paracaídas: “Yo puedo diseñar un avión; es decir, sé la teoría. Y desde chico soñaba con armar una máquina de estas. Primero hice una pequeña con un ventilador en la que hacía volar plaquitas de acero. Pero como nunca había visto un aparato así, nos fuimos a Orlando a probarlo. Entonces hicimos uno horizontal a 1/4 de escala donde mi papá fue el primer muñeco de prueba, atado a una balanza para calcular la fuerza del viento. De estos aparatos verticales debe haber 40 en el mundo. Los cuatro motores de las turbinas los importamos y las aspas se fabricaron en Córdoba”.

El hermano de Ariel, Norberto, se encarga de manejar los controles de la cámara y cuenta los primeros pasos del emprendimiento: “Una vez que instalamos el polígono aquí, lo acostamos a papá en la red y le fuimos dando potencia hasta levantarlo. Pero no conocíamos la técnica porque nosotros no volamos, más bien queríamos fabricar un juguete gigante inspirados en Leonardo da Vinci. Entonces contratamos a dos instructores españoles que vinieron a enseñarnos”.

Manuel Gómez es quien más interactúa con los aventureros que vienen a darse el gusto: “Una vez voló un hombre al que le faltaba una pierna, perdida haciendo paracaidismo; en otra ocasión lo hicieron uno de 80 años y hasta un ciego; pero los que más disfrutan son los niños –desde los 7 años– quienes son más hábiles para volar y salen felices. La experiencia es muy relajante; de hecho yo me he metido con contracturas en el cuello y salí como nuevo, esto es un super masaje”.

Laura, Martina y Leticia son uruguayas y vinieron a la Argentina exclusivamente para volar, ya que esta es la única cámara en Sudamérica. Por eso muchos cultores del paracaidismo llegan a General Rodríguez desde diferentes países: esta es, en verdad, una cámara simuladora de vuelo libre que sirve para entrenar la técnica, practicar posiciones, piruetas y hasta vuelo grupal.

“Esto se te hace vicio; una vez que empezás a saltar, cada vez querés más; y antes de irte de vacaciones a un lugar, primero te fijas si ahí se puede volar. Ya directamente viajamos para esto”, dicen las uruguayas superponiéndose al hablar.

Sólo para expertos, porque no es tan fácil como parece. Los instructores hacen toda clase de piruetas en el aire.

EXTRAÑA MÁQUINA “‘¿Puede ser que yo haya visto gente flotando desde la ruta?’, preguntan algunos incrédulos que desconfían de sus ojos y entonces frenan”, cuenta Norberto en un descanso de su atareada jornada, ya que el éxito es total. Otros descubren un cohete espacial, un observatorio astronómico y hasta un silo posmoderno.

El primer salto en paracaídas con caída libre desde un avión fue en 1914. Hoy, este lujo que es la cámara de viento –consuelo de cobardes– nos permite volar sin riesgos ni estudiar la técnica del salto en paracaídas. El siguiente paso sería probar una cámara ingrávida como la de los astronautas.

El ídolo de quienes se dedican a esto es un ruso llamado Leonid Volkov, un bailarín clásico cuyo arte se limita al escenario de una cámara de viento, es decir que baila volando con una plasticidad asombrosa (sus videos están en Youtube).

El ser humano camina desde hace 2,5 millones de años y navega hace pocos miles. Pero voló -en globo- apenas 233 años atrás. Por eso la fascinación de volar nos despierta, por sobre todo, un miedo atávico muy entendible: lo nuestro es, en principio, tener los pies en tierra. El razonable entonces que una pequeñísima porción de la humanidad se atreva al vuelo libre. Hasta la instalación de esta cámara en General Rodríguez, volar en Argentina era cosa de héroes (o superhéroes). A partir de ahora nadie tiene excusa para no volar, libre de toda atadura.

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Como una jirafa mecánica, en medio de la pampa sobresale la cámara de viento.
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