21:25 › EL DEBATE DE LA INDEPENDENCIA

Independencia y soberanía popular

Por Gabriel Di Meglio (*)

Las crisis son tan difíciles de vivir como interesantes para estudiar retrospectivamente. Al igual que la de 2001, 1989 o 1930, por nombrar algunas destacadas, la crisis de 1815-1816 tuvo grandes proporciones y fuertes consecuencias. Una fue la declaración de la independencia de un nuevo Estado: las Provincias Unidas en Sudamérica.

La “foto” feliz del 9 de julio no puede separarse de su contexto, marcado en 1816 por perspectivas dramáticas para los revolucionarios. Las monarquías absolutistas que vencieron a Napoleón en Europa proclamaban que el mundo debía volver a 1789, antes de la Revolución Francesa, y condenaban las repúblicas y las revoluciones. Los realistas triunfaron sobre casi todos los espacios insurgentes en Nueva España (México), Nueva Granada (Colombia), Venezuela y Chile. Solo quedaban en pie los territorios rioplatenses, pero su economía estaba arruinada por seis años de guerra y la ruptura de los circuitos comerciales. A la vez, estaban divididos entre sí. La Liga de los Pueblos Libres encabezada por Artigas proponía una organización confederal, mientras que las Provincias Unidas dirigidas por Buenos Aires eran centralistas. Aún más: dentro de las Provincias Unidas había divisiones, ya que Salta y Córdoba habían dejado de obedecer a Buenos Aires y solo aceptaban subordinarse al Congreso que debía reunirse en Tucumán. Finalmente, en todas las provincias había grupos que rivalizaban con quienes gobernaban cada una de ellas.

El Congreso se planteó como un modo de salir de la crisis. Si bien no logró –hubo gestiones fallidas– que los territorios artiguistas aceptasen participar en él, por su desconfianza hacia la política de Buenos Aires, sí pudo intentar una reorganización de las Provincias Unidas. Para ello se planteó cinco objetivos.

Uno fundamental fue declarar la independencia, decisión que para ese entonces ya casi nadie discutía entre los rioplatenses. No había sido ese el plan de los revolucionarios de 1810, que en un primer momento propusieron un proyecto autonomista: no depender más de España, elegir a sus propias autoridades y manejar su propia economía. Es decir, dejar de ser una colonia. Pero eso no era incompatible con mantenerse fieles al rey español. Imaginaban una monarquía federal en la cual cada territorio sería igual al otro, sin dependencias y con el rey como símbolo de unión (algo parecido a lo que más tarde fue la Commonwealth británica). De todos modos, enseguida surgió otro proyecto entre los revolucionarios, desde que Mariano Moreno planteara que el rey no tenía derechos sobre América porque la conquista se hizo por la fuerza y los americanos no consintieron ser parte de la monarquía hispana.

A partir de 1810 las posturas autonomistas e independentistas convivieron tensamente en el bando revolucionario (un ejemplo de ello fue la prohibición que hizo el Primer Triunvirato a Belgrano de enarbolar la bandera que había creado en 1812, para no dar la impresión de un plan independentista). Pero cuando Fernando VII volvió a su trono por la caída de Napoleón, se negó a negociar con los insurgentes. Todavía en 1815 Belgrano y Rivadavia viajaron en una misión a Europa para negociar “la independencia política de este Continente” o al menos “la libertad civil de estas Provincias”, es decir la autonomía. Pero el rechazo del rey fue taxativo: para Fernando VII la situación debía retrotraerse a 1809. Y obviamente tal solución era inadmisible para los revolucionarios. Solo les quedaba entonces fugar hacia adelante y romper todos los vínculos con el monarca. De ahí la paradoja de Tucumán: un elenco político mucho más conservador que sus precedentes en los gobiernos revolucionarios dio el paso que antes se había evitado, definiendo la creación de un nuevo Estado.

Otro objetivo del Congreso fue nombrar un director supremo que volviera a ser obedecido por todos en las Provincias Unidas: el elegido fue Pueyrredón, lo cual implicó un reafianzamiento del centralismo con capital en Buenos Aires. Luego fue indispensable elegir un plan bélico, única forma de asegurar la independencia, y fue en julio de 1816 que se decidió darle el apoyo pleno al proyecto de San Martín de evitar los avances por el Alto Perú –donde los revolucionarios habían sufrido tres derrotas en cinco años– y en cambio atacar a los realistas en Chile para desde allí avanzar sobre el Perú, baluarte realista en América del Sur, y concluir la guerra.

Un cuarto propósito de los diputados fue elegir la forma de gobierno para el nuevo Estado, ¿república o monarquía? En el panorama conservador que trajo la derrota de Napoleón, muchos creían que solo una monarquía, aunque constitucional, podía ser reconocida en Europa. Y pensaban que al mismo tiempo podía dar un principio de unión para las diferencias entre las provincias. El antiguo republicano Belgrano planteó la posibilidad de entronizar a un descendiente de los incas, lo cual daría a la monarquía una fuerte identidad americana y –creía– aseguraría el apoyo indígena a las Provincias Unidas en el Alto Perú, movimiento que tenía la posibilidad de asegurar el triunfo. San Martín, Güemes y varios congresales apoyaron la idea, pero varias voces republicanas se elevaron en contra. No luchaban contra un rey, decían, sino contra los reyes, contra el despotismo que suponían necesariamente asociado con la monarquía. El debate parlamentario y en la prensa no condujo a acuerdos y la situación quedó sin resolver.

El quinto objetivo fue poner fin a la revolución, a lo que los diputados consideraban un peligroso avance de la insubordinación, para reconstruir un orden. La intención era doble: terminar con el desafío de pueblos pequeños a las ciudades cabeceras, de las provincias al poder central y de cualquier facción a un gobierno; y también poner un límite a la movilización popular, que era muy fuerte en diferentes espacios rioplatenses y significaba un ataque a las jerarquías tradicionales y un cuestionamiento del orden social. La decisión del Congreso fue ubicar al “Ejército Auxiliar del Perú” en Tucumán, al mando de Belgrano, con la misión de vigilar el orden interno. Solo en 1816, ese ejército reprimió levantamientos en La Rioja, Córdoba y Santiago del Estero. Y a nivel social intentó una pedagogía de la obediencia (por ejemplo con versos en tono popular como el “cielito de la independencia”). De todos modos, mientras siguiera la guerra era muy difícil para las elites conseguir la desmovilización que anhelaban.

El Estado creado por el Congreso se desmoronó en 1820 pero la independencia quedó como un legado duradero, ya que todos los proyectos políticos ulteriores la tomaron como punto de partida. Desde el siglo XIX, el mito de origen argentino está asociado con dos conceptos muy fuerte: revolución e independencia.

Por supuesto, la noción de qué significa la independencia fue cambiando a lo largo del tiempo y de acuerdo a quién la mirara. Lo ocurrido en 1816 no fue un hecho aislado sino que se enmarcó en la “era de las revoluciones” iniciada en torno a 1770 en América y Europa, que dio origen al mundo moderno. Un elemento clave de ese momento de cambio fue el ascenso de la noción de soberanía del pueblo como fundamento del poder, por lo cual una declaración de independencia como la de las Provincias Unidas implicaba también consolidar esa máxima. Imperfecta y variable, la idea de soberanía popular atravesó los siglos XIX y XX como un principio decisivo. Hoy, cuando como nunca antes el poder del “mercado”, de las grandes corporaciones multinacionales, impone sus condiciones en todo el mundo, la noción de independencia parece augurar una lucha futura de los Estados para mantener ciertas porciones de soberanía frente a los designios de poderes no elegidos por ningún pueblo.

(*) Historiador, investigador de Conicet. Autor de 1816. La trama de la independencia.

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