Vie 02.09.2016

UNIVERSIDAD  › OPINION

Universidad, necesidad y derecho

› Por Sergio Friedemann *

La universidad pública se enfrenta hoy a importantes desafíos. Una lectura comparada, respecto de otros sistemas universitarios, la coloca en la cima de los países que han privilegiado considerarla como un derecho social que debe ser garantizado por el Estado. Si la lectura comparada se realiza históricamente, el sistema universitario argentino ha dado pasos en uno y otro sentido. La reforma universitaria del 18 se planteó propósitos democratizadores, pero la gratuidad no fue aprobada. Durante el gobierno de Perón se instauró por primera vez la gratuidad de los estudios y el ingreso sin exámenes, pero la dictadura que gobernó desde 1955 y los gobiernos semi-constitucionales que la sucedieron hasta 1966 privilegiaron la autonomía de las facultades para resolver cuestiones ligadas al conocimiento y a los mecanismos de ingreso. Desde 1966, la situación se tornó más represiva, la autonomía se redujo, y tampoco se facilitó el acceso a la universidad a los grupos sociales históricamente postergados. Gratuidad e ingreso irrestricto eran ya banderas del movimiento estudiantil, pero recién en 1973 volvieron al centro de un proyecto institucional. La reforma universitaria impulsada desde la asunción de Héctor Cámpora como presidente, derrotada un año y medio más tarde durante la presidencia de Isabel Perón, hizo del derecho a la educación universitaria una de sus principales banderas. Otro postulado central fue aquel que buscaba hacer de la universidad una herramienta de transformación social. Parafraseando al brasilero Darcy Ribeiro, se hablaba de construir una “universidad necesaria”, una universidad cuyo aporte para el desarrollo del país la volviera relevante. Se trataba, en palabras de la época, de romper con la dependencia económica, política y cultural que ataba la Nación al imperialismo. La universidad era necesaria para dar respuestas a problemáticas sociales como la redistribución de la riqueza, el derecho a una vivienda digna, las condiciones laborales y la salud en el lugar de trabajo, el acceso a la justicia, etc. Era la pregunta por el sentido de la formación y la construcción de conocimiento.

La universidad dejó de ser una necesidad y un derecho durante la dictadura. Los 80 recuperaron la noción de gratuidad e ingreso irrestricto, pero no se retomó significativamente la pregunta por la universidad necesaria, por el tipo de universidad que el país requería. La confianza en el sistema democrático se reflejaba en el plano universitario como prédica de la autonomía como valor absoluto.

El ahogo presupuestario de los 90, el Consenso de Washington y las leyes del menemismo emparentaban al conocimiento con una mercancía que, subordinada a la teoría del capital humano, debía tener una suficiente tasa de retorno. Aun así, el neoliberalismo no pudo barrer con la gratuidad y el ingreso irrestricto. Las universidades, durante la larga década del 90, apenas rasguñaban la supervivencia.

Aunque sin aprobar una nueva legislación, los gobiernos kirchneristas tuvieron una activa política universitaria tendiente a la ampliación del derecho a la educación superior, creando universidades nacionales a lo largo y ancho del país, llegando a sectores sociales que en su gran mayoría son hoy primera generación de estudiantes universitarios. A la vez, la inversión en ciencia y tecnología y una potente política en materia de investigación, en el marco de una política económica redistributiva y un desarrollo industrial sustitutivo, volvieron a ubicar a la problemática universitaria en el centro de una política de Estado. Si la universidad es necesaria, no puede quedar librada al azar ni a la espontaneidad de su libre desarrollo sin intervención estatal. Y aun así, el grado de autonomía relativa de las casas de estudio durante estos años ha sido más que elevado.

La universidad como necesidad y como derecho son dos pilares de un proyecto de país que se pretenda soberano y democrático. Necesita un país, para realizarse, de universitarios, profesionales, científicos y técnicos formados. Necesita producir conocimiento para utilizarlo según sus propias preocupaciones. Y tienen derecho, sus ciudadanos, a estudiar una carrera universitaria. La democracia no es un sistema cerrado e invariable. Democracia es democratización, un proceso continuo de inclusión y lucha por ampliar derechos, no una suma de derechos garantizados de una vez y para siempre.

Que cada vez más grupos sociales puedan acceder a estudiar una carrera de grado es un propósito central de todo proyecto que se pretenda democrático e inclusivo. De igual modo, un proyecto de país soberano, de desarrollo industrial y tecnológico, que dependa cada vez menos de los países centrales, del mercado de capitales y los organismos multilaterales, va a necesitar de las universidades y de los universitarios, junto a otros agentes científicos y tecnológicos.

Ahora bien, no todos coinciden con este diagnóstico. ¿En qué condiciones puede pronunciarse que las universidades públicas no son necesarias y que no son un derecho que deba ser garantizado por el Estado? Puede hacerlo quien al mismo tiempo promulgue un proyecto de país excluyente y no inclusivo, dependiente, y no soberano. Un proyecto agroexportador y de valorización financiera, es cierto, no necesita de universidades. Un proyecto de país excluyente y elitista no las considera un derecho. En una sola frase, el actual presidente de todos los argentinos lo resumió brillantemente: ¿qué es esto de universidades por todos lados?, se preguntó en 2014. Si la universidad les aparece a las autoridades como prescindible, la noción de derecho tiene la potencia de prevalecer y resistir a la ofensiva que se está llevando adelante contra la necesaria existencia de una universidad pública de calidad e inclusiva.

* Doctor en Ciencias Sociales(UBA, UNAJ, Conicet).

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