VERANO12

Las chicas de la rue de Lille

 Por Edgardo Cozarinsky

Como de los frescos de la Capilla Sixtina o del glaciar Perito Moreno, oí hablar de Herminia y Dorita mucho antes de verlas. Sabía que eran las concierges del edificio de la rue de Lille donde una amiga mía alquilaba el primer piso. Que fueran argentinas, y posiblemente una pareja, no habría bastado para despertar mi curiosidad; me intrigó, en cambio, el tono agreste, cerril, con que –según mi amiga– enfrentaban a inquilinos y propietarios de esa distinguida calle, sin dejar de cumplir irreprochablemente con sus tareas.

Tras un momento inicial de desconcierto, aun de perplejidad, mi amiga había decidido defenderlas ante vecinos sorprendidos por la indolencia con que estas formidables criaturas omitían en el diálogo formulas imprescindibles en la vida cotidiana francesa –“s’il vous plaît” y “je vous en prie”–, por la vehemencia con que abordaban un ocasional trabajo de plomería, por la familiaridad con que palmeaban al anticuario que, a modo de ofrenda propiciatoria ante dioses inescrutables, les regaló un domingo una charlotte aux poires del prestigioso repostero Dalloyeau.

Debo aclarar que mi amiga de la rue de Lille es inglesa, nacida en Skopje y criada en Bogotá. Aunque periodista, hay en ella algo de un personaje de Rose Macaulay, un atisbo de Freya Stark. En algún momento pude sospechar que su mirada tangencial adornaba con el prestigio de lo exótico a dos inmigrantes que no dominaban los códigos de la cortesía francesa. Una anécdota, sin embargo, me impresionó como veraz, creíble más allá de todo enriquecimiento por la narración indirecta.

Un director de cine checo había pasado unas semanas en el departamento; al partir hacia Los Angeles dejó allí cantidad de ropa que no necesitaba inmediatamente; en una carta posterior anunció que ya no volvería a usarla. Antes de llamar al Ejército de Salvación, mi amiga preguntó a Herminia y Dorita si alguna de esas prendas podría serles útil. Para su sorpresa, no fueron tanto camisas y sweaters los que merecieron el interés de las concierges sino dos trajes, bastante usados, cuyas chaquetas cruzadas –pensó mi amiga– tal vez autorizaran la conversión en blazers. Dos domingos más tarde vio salir de misa en la iglesia de Saint-Germain-des-Près a Herminia y Dorita, vestidas con los trajes de su amigo, mínimamente alterados para acomodar la no prevista abundancia de pecho y muslo.

En el verano de 1992 decidí corregir, en la medida de lo posible, las modestas proporciones de mi departamento. Al enterarme de que mi amiga había sido invitada por el director checo a pasar unos meses en Los Angeles, le propuse que me alquilara su departamento mientras el mío estuviera inutilizable. Así fue como finalmente vi, traté y ¿por qué negarlo? aprendí a apreciar a esas mujeres, aunque nunca pude recordar sin vacilar cuál era Herminia, cuál Dorita.

En un principio, el hecho de que yo fuera argentino no ayudó a nuestra relación. Entre el “usted” que mi condición de inquilino, aun transitorio, parecia imponerles, y el “vos” irreprimible que siempre terminaba invadiendo la conversación, jugaban para ellas muchos matices de recelo y desconfianza ante un compatriota desconocido, frecuentes entre quienes hemos vivido largamente fuera del país. Para ganarme su buena voluntad llegué a recurrir a un bavarois aux fraises, también de Dalloyeau, pero creo que le debo al mero azar de un accidente el buen entendimiento que presidió mi paso por la rue de Lille.

Una tarde, al volver al departamento, oí desde la puerta el goteo regular que anuncia una catástrofe. Me apresuré a encontrarla: me esperaba junto a la pared que separaba el cuarto de baño del dormitorio: una mancha ya se insinuaba en el cielo raso y en el piso un charco esperaba cada gota con una promesa de resonancia creciente. Por prudencia descolgué de la pared amenazada dos dibujos de Max Beerbohm, los eché sobre la cama y corrí a anunciar la mala noticia. En el cuchitril que en Francia llaman loge de concierge, y que habían logrado transformar en un duplex aceptable, Herminia, o Dorita, interrumpió el ajuste de una bisagra y, seguida por su colega, subió de a dos los gastados escalones de mármol cuya irregularidad imponía prudencia aun a los más antiguos habitantes del edificio. Tras un primer examen de la situación, una de las dos dictaminó: “¡Zas! El puto del segundo se bañó de nuevo...”

Sobrevino un interminable momento de incomodidad en que nos miramos en silencio. Decidí que no había oído nada y pregunté: “¿Se animan a ver de qué se trata o llamamos a un plomero?”. Aliviada, Herminia, o Dorita, respondió inmediatamente: “Voy a buscar las herramientas”.

¿De dónde venían esas mujeres tan distintas de la mayoría de los argentinos que he conocido en París? Aunque nunca cedieron a la confidencia, alguna vez revelaron que en un pasado no demasiado remoto habían tenido una fiambrería en la estación Once. “No se crea que era una fiambrería cualquiera. Jamón del bueno, nada de paleta.” Inflación, devaluaciones, regímenes militares e ilusa democracia, la interminable pauperización de la clase media que viajaba cotidianamente por ese ferrocarril, todo contribuyó a arruinarlas. Las imagino cubiertas de deudas, escuchando la ronca sirena –propongo– de una amiga que sobrevivía en París haciendo limpieza por horas. Estoy seguro de que no vacilaron en comprar dos pasajes, ya fuera con sus últimos pesos o pidiendo prestado dinero que esperaban no tener que devolver.

Sin hablar francés, sin lo que en tiempos idos las agencias de servicio doméstico llamaban “buena presencia” ¿qué impensable causalidad las condujo a esa portería? En sus horas libres planchaban “para afuera” y hacían limpiezas a domicilio en el barrio. Ahorraban con pasión e ingenio. Se vestían con lo que los habitantes del edificio descartaban. Una le cortaba el pelo a la otra. Fuera de la misa en castellano de Saint-Germain-des-Près, creo que su única salida eran, un sábado por mes, las reuniones danzantes de un círculo femenino en Montreuil, uno de cuyos boletines fue a parar por error entre mi correspondencia. “No se crea que vamos a envejecer aquí. No bien llegue la jubilación, rompemos la chanchita y ¡a España frente al mar!”

Un tórrido domingo de julio, vi desde las ventanas de la sala que en la esquina de la rue des Saint-Pères la policía colocaba una barrera: miré en la dirección opuesta y comprobé que una barrera idéntica, guardada por dos agentes, ya impedía el acceso en la esquina de la rue de Beaune. Enfrente, ante la imponente puerta cochera del número 5, el sopor matinal, dominical, estival, apenas se alteraba por los obreros que levantaban un estrado y conectaban altoparlantes. Sólo entonces distinguí, sobre el muro exterior de ese hôtel particulier, un paño del que colgaba un hilo; comprendí que una placa, de las tantas con que las calles de París se esfuerzan por recordar un pasado prestigioso, iba a ser descubierta más tarde.

El público fue llegando antes que los dignatarios; pero tal vez público no sea la palabra apropiada: se trataba, evidentemente, de invitados, de delegaciones, que en grupos iban cubriendo gradualmente la calzada. Estaban, todos, vestidos con estudiada sencillez y los rostros trasuntaban, en distintas entonaciones nacionales, una misma ironía, una misma distancia, ese tácito “estoy aquí y al mismo tiempo me miro estar aquí” que distingue a quienes, a falta de una palabra menos gastada, llamamos intelectuales. Distintos idiomas llegaban a la ventana del primer piso desde donde yo, en short y con el torso desnudo, observaba ese espectáculo buscándole una clave, ignorado por el elenco siempre creciente que ya llenaba el improvisado escenario.

De pronto creí escuchar acentos porteños: “se va a poner verde de envidia cuando sepa que estuvimos”, “que se embrome” y otras expresiones de competitividad y desdén que me eran familiares. Las voces –tardé un momento en detectar su origen– provenía de un grupo que se había ubicado en medio de la calzada, no lejos de mi ventana; los hombres parecían sabiamente despeinados; las mujeres, sin edad reconocible, lucían con la misma complacencia sus rostros ajados y el lino arrugado de su ropa. “Psicoanalistas de Barrio Norte” me dije y en ese instante recordé que en el número 5 de la rue de Lille, donde el estrado aún vacío y la placa aún cubierta anunciaban una ceremonia inminente, había vivido, y practicado su arte durante décadas, Jacques Lacan. Como llamados por mi tardío reconocimiento, automóviles oficiales se detuvieron en la esquina, guardias los rodearon y en medio de una escolta vi acercarse al estrado al ministro de Relaciones Exteriores seguido por la hija y el yerno del homenajeado.

Escuché sin gran interés los discursos de circunstancia hasta que, recorriendo con la mirada esa asamblea informal de escuelas freudianas del mundo, sorprendí las expresiones de incredulidad, aun de espanto de mis compatriotas; azorados, en vez de atender a los oradores, no despegaban los ojos de un punto para mí invisible, que debía estar en la puerta de la casa, bajo mi ventana. Al rato, aburrido, decidí vestirme y salir. Así pude descubrir qué había perturbado de tal modo a los “psicoanalistas de Barrio Norte”: Herminia y Dorita, tan curiosas como yo ante una distracción no programada, se habían instalado en el umbral, una de pie, la otra sentada en un banquito. La que estaba de pie comía uno de esos buñuelos –¿dónde lo había encontrado en París?– que en el Buenos Aires de mi infancia, en las panaderías de barrio, eran parte de lo que se llamaba factura, conocidos indistintamente como “suspiros de monja” o “bolas de fraile”. La que estaba sentada cebaba el mate, con la pava de agua caliente posada sobre las tomettes del siglo XVIII.

Esta es la imagen definitiva que guardo de Herminia y Dorita, y no quiero borronearla con otra menos afectuosa.

El verano terminó, yo volví a la rue de la Grande Chaumière y mi amiga volvió a la rue de Lille, aunque solamente para levantar el departamento y volver a Los Angeles, donde se casó con el director checo y se instaló, tal vez definitivamente. El ministro de Relaciones Exteriores, bajo un gobierno posterior, se vio acusado de tenebrosos tráficos de armas y sobornos y exacciones; una amante suya, presunta cómplice, conoció la fugaz notoriedad de los tribunales y la televisión, y procuró prolongarla con un libro de memorias, poco vendido a pesar del título de best seller: La Putain de la République. Parece que en esa misma rue de Lille el ministro, hombre de gusto, lector de Sade, paciente de Lacan, había puesto a nombre de esa mujer un piso de doscientos metros cuadrados y una colección de estatuas asiáticas.

De Herminia y Dorita no supe nada. Una tarde, varios años después, pasé ante la puerta del que había sido mi domicilio ocasional y se me ocurrió saludarlas. De la loge asomó la cabeza de una francesa irritada; “Connais pas” gruñó y cerró bruscamente su ventanuca.

Escribo estos recuerdos al volver de Los Angeles, donde visité a mi amiga inglesa y su marido checo. Sobre un estante de su biblioteca reconocí en una foto enmarcada a Herminia y Dorita. Parecían más jóvenes que en mi memoria, aunque tal vez esto sea una ilusión debida a las sonrisas, a la tez bronceada, a las palmeras recortadas sobre el intenso azul del cielo; visten, eso sí, trajes que sin demasiada suspicacia supongo, muy adaptados, los que heredaron hace una década. Al pie de la foto, con letra aplicada, Herminia, ¿o Dorita?, había escrito: “Para nuestra inglesita querida. Las Malvinas, que se hundan. Con un beso, Herminia y Dorita. Alicante, 1999”.

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