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F. García Lorca X G. CABRERA INFANTE

(Parte II)

 Por Guillermo Cabrera Infante

Lorca sabía: esos cantantes, como el son, venían de Santiago de Cuba. Explicar poemas es tarea de retóricos, pero quiero mostrar cómo Lorca hacía un poema de lo obvio para cubanos que se volvía poesía para todos. Los “techos de palmera” son los techados de los bohíos, vivienda tradicional campesina hecha toda con hojas, troncos y fibras de la palma real. Nadie en Cuba llamaría a la palma, palmera, ni siquiera en un poema. “La rubia cabeza de Fonseca”, que tanto intrigó a tantos, no pertenece a ninguno de sus amigos cubanos, sino al fabricante de puros de ese nombre, cuya cabeza roja aparece en los cromos de su marca. “El rosal de Romeo y Julieta” no es esa espesura donde Romeo da a Julieta aquello que le dio ella el otro día, sino otra marca de habanos. El rosal es de una litografía. “Las semillas secas” son por supuesto las maracas de la orquesta de son y la “gota de madera” es el instrumento musical habanero llamado claves. Espero no tener que explicar qué es una “cintura caliente”.

Este poema escrito en La Habana es de una luminosidad como sólo se ve en La Habana. Lo atestiguan el fragmento de Hergesheimer, que es un friso de un edificio tropical y, sobre todo, las fotografías de Walker Evans con sus fruterías al sol, sus mujeres que adornan un patio y las abigarradas fachadas de los cines de barrio que invitan siempre al viaje. En esa época risueña y confiada, ida con el viento de la historia, Lorca se deslumbró con La Habana y deslumbró también a los habaneros, que hace rato que estaban acostumbrados a los fulgores de su ciudad tan capital como un pecado. Hay todavía algunos que recuerdan a Lorca como si lo estuvieran viendo, viviendo. Uno de estos habaneros es una habanera, Lydia Cabrera, vecina de Miami y decana de los escritores cubanos en el exilio. Ella recuerda tanto a Lorca como Lorca la recordaría a ella, a quien dedicó su memorable “Romance de la casada infiel”. Lorca, siempre fascinado por los negros, escribió: “A Lydia Cabrera y su negrita”.

Lydia, que dos días atrás cumplió 86 años, recuerda a Lorca desde el principio. Lo conoció en casa de otro cubano, José María Chacón y Calvo, que fue luego instrumento del viaje de Lorca a La Habana. “¡Qué gracia tenía!”, dice Lydia. “¡Qué vitalidad de criatura!” Hasta que se fue ella de regreso a La Habana veía a Lorca diariamente en ese Madrid que, al revés de La Habana, no se ha perdido sino se ha ganado. Fue Lydia la intermediaria para que Lorca y su gran intérprete Margarita Xirgu se conocieran. Lorca no había escrito entonces más que una obra de teatro, Mariana Pineda, que la Xirgu estrenó. Lorca al celebrar la ocasión dedicó a Lydia el poema que más le gustara. El poema (y tal vez la dedicatoria) escandalizó a uno de los hermanos de Lydia, asustado acaso por toda la imaginería erótica que Lorca despliega desde el primer verso hasta la revelación de esta virgen con marido. Ella, Lydia, no se inmutó y todavía es el poema de Lorca que prefiere. Lydia recuerda que, después de cinco minutos de conversación, quedó hechizada (la palabra es suya, ella que tanto sabe de hechizos) con Lorca, a quien llamó siempre Federico.

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