VERANO12

DEL SARTO POR DUMAS

El maestro de Andrea tuvo paciencia durante algún tiempo esperando utilizar a su pequeño aprendiz para las necesidades de su negocio; pero viendo que nada podía esperar, ni a las buenas ni a las malas, cierto día que Giovanni Barile, pintor grosero y plebeyo, como dice Vasari, penetró en su negocio, le propuso que se llevara a ese niño que demostraba una real vocación por la pintura.

Giovanni Barile solicitó ver algunos esbozos de su futuro discípulo y, después de haber examinado dos o tres dibujos que Andrea le presentó temblando, contento con la habilidad del niño, lo tomó a su lado.

Una vez librado a sus inclinaciones naturales, el niño hizo maravillas. Trabajaba noche y día con tanta asiduidad, con tanta perseverancia, que su maestro, temiendo por su salud, se vio precisado a contener su entusiasmo y ordenarle descanso.

Andrea ponía de relieve, en especial, un sentimiento exquisito, un gusto muy pronunciado por las bellezas de la naturaleza. Trataba de reproducir sobre la tela, con los más vivos colores, los objetos que despertaban su atención. Si su dibujo no era muy correcto, si sus concepciones no pertenecían a un orden muy elevado, se admiraba en sus esquemas una gran pureza de color, una suave armonía de tonos, un dominio casi instintivo del claroscuro y de la perspectiva, al punto que llamaban la atención en un niño de su edad. Giovanni Barile no daba crédito a sus ojos. Se paseaba por las calles hablando solo y en voz alta de los progresos de su discípulo. Tomaba de las solapas a los artistas conocidos que encontraba y cuando los había arrastrado hasta su taller les preguntaba, cruzándose de brazos, si ése podía ser el trabajo de un niño de diez años.

A poco de ello las cosas marcharon tan rápidamente y tan bien que Giovanni Barile se confesó, no sin un poco de confusión, que su alumno sabía más que él. Ese buen hombre, por muy grosero y plebeyo que Vasari quiera presentárnoslo, poniendo de lado su amor propio fue una mañana al encuentro de Pietro di Cosimo, que pasaba entonces por ser uno de los mejores pintores de Florencia, y le dijo bruscamente:

–Sois, según lo entiendo, el primer artista de vuestra escuela; tengo un alumno al cual le he enseñado lo poco que yo sabía; pero ha llegado al punto de poder darme lecciones, a mí y a muchos otros. El pequeño irá lejos si se lo guía bien. Conservarlo a mi modo sería un robo, aun cuando tengo derechos sobre él por un convenio en forma, ya que lo alimenté cuando no servía para nada podría ahora tomar los dos tercios de lo que gana. ¡Pero Dios me preserve de semejante infamia! ¡Quiero que sea un gran pintor y que honre a Florencia! ¿Queréis encargaros de él, maestro?

Pietro di Cosimo era un hombre extremadamente singular. Colocado realmente en primera fila entre los pintores naturalistas del siglo XVI, su vida era tan extraña, sus ideas tan inusitadas, sus gustos tan excéntricos, que aquellos que no lo conocían a fondo lo hubieran tomando por un loco antes que por un entusiasta.

Su amor hacia la naturaleza era tan extremado que no quería que la mano del hombre se atreviera a tocar la obra de Dios. En tal virtud dejaba que sus cabellos, su barba y sus uñas crecieran libremente. Jamás la alzada de un jardinero había podado su viña, sus árboles, sus plantas; regar las flores le hubiera parecido una profanación sacrílega, un crimen de lesa naturaleza. Su jardín presentaba el aspecto hirsuto y salvaje del rincón de un bosque tropical.

Jamás tomaba sus comidas a la primera hora pretextando que los animales, los únicos seres razonables de la creación, comían cuando sentían hambre y no cuando la campana señalaba la hora de sentarse a la mesa. La sociedad, con sus leyes inflexibles y sus estrechas convenciones, le causaba horror. Su mayor placer era ver correr las nubes. Las contemplaba días enteros, en mudo éxtasis, viendo esos gigantescos castillos, esas catedrales aéreas, esas Babeles fantásticas elevarse por el cielo en un segundo y dispersarse en un instante a causa de un golpe de viento.

Un día fue hallado inmóvil ante el muro de un hospital. Y como uno de sus amigos, después de haberlo sacudido fuertemente por el brazo, le preguntó qué miraba con tanta atención, Pietro tendió el índice en dirección de algunas manchas amarillentas y nauseabundas y respondió con gravedad:

–Amigo mío, hace tres siglos que los enfermos escupen sobre este muro; jamás he visto dibujos más valientes, meandros más caprichosos, filigranas más poéticas. Es necesario que el arte humano se incline ante la obra del azar.

–Tienes razón, maestro –dijo el amigo, alejándose y agregando para su fuero interno–: su lugar no es ése, sino dentro de las celdas del manicomio.

A pesar de sus numerosas manías, de las que hago gracia al lector, Pietro di Cosimo detestaba particularmente dos cosas: el sonar de las campanas y el canto de los monjes.

Tal era el maestro en cuya casa entró Andrea del Sarto. Giovanni Barile no se dio poca tarea para llevar a buen fin esa negociación tan delicada.

Debió volver varias veces al asalto, pues el taller del mestro Pietro no estaba abierto a quien lo quisiera. El día que pudo, finalmente, llevar el consentimiento tanto tiempo solicitado, Giovanni Barile lo anunció a su discípulo como un verdadero favor. Lo besó en la frente, le hizo algunas advertencias sumarias sobre las costumbres y el humor del hombre con el cual habría de entendérselas en adelante y, después de haberlo recomendado a su nuevo maestro con las más vivas y afectuosas palabras, se separó de su querido Andrea con los ojos húmedos de lágrimas. ¡El bueno de Giovanni Barile acababa de darse cuenta que amaba a ese niño como a un hijo!

No intentaremos describir todo lo que el pobre Andrea debió padecer durante su largo aprendizaje con un hombre como Pietro di Cosimo; él, tan modesto, tan dulce, tan tímido, forzado a verse maltratado días tras día, hora tras hora, por un temperamento imperioso, fantástico, desigual.

La arcilla al lado del hierro.

Y no es que el maestro Pietro testimoniara hacia su alumno aversión o frialdad; muy por el contrario, tocado por su docilidad y su respeto, orgulloso de sus progresos realmente prodigiosos, maravillado de su talento, le había tomado grande afecto; pero fue, precisamente a causa de ese afecto por lo que el pobre Andrea debió sufrir más. Al cabo de algún tiempo, el maestro se había transformado para el joven pintor en una carga tan pesada, en una tiranía a tal punto intolerable, que si hubiera podido hallar en otra parte un pedazo de pan y un abrigo, no hubiera titubeado en huir de su taller, lo que no era, en esa época, empresa tan fácil como podría creerse.

Abandonar el taller de su maestro era entonces para un aprendiz lo que hoy para un soldado desertar de su regimiento.

Pedimos permiso a nuestros lectores para introducirnos en la sala de honor del Palacio de Florencia, llamada el Salón del Papa, donde se habían expuesto a la admiración del mundo entero los dos célebres cartones de Leonardo da Vinci y de Miguel Angel.

Dejaremos hablar al propio Andrea del Sarto, no poniendo en su pensamiento y en su boca sino sentimientos exactamente históricos y palabras estrictamente conformes a las que debió pronunciar en la escena que ha sido confirmada por todos los biógrafos.

Caía la tarde, una multitud de dibujantes y pintores, llegados de todos los ámbitos de la Tierra para estudiar y copiar los dos admirables dibujos, poco a poco había ido mermando. En la sala sólo quedaban dos jóvenes, quienes, a pesar de la hora avanzada, no daban señales de querer abandonar el trabajo. Uno de ellos era Andrea, sentado en su banco con un cartón sobre los muslos, dibujaba un grupo de Leonardo; el otro, de pie delante de un caballete, trataba de reproducir sobre tela el famoso soldado de Miguel Angel, aquel que, a pesar de sus esfuerzos, no consigue deslizar su ropa sobre los miembros mojados.

Proseguían trabajando en silencio, el uno haciendo correr su lápiz, el otro su carbonilla, sin sacar los ojos de los modelos, como si ninguno de los dos hubiera notado la presencia del otro.

Pero un observador atento hubiera notado, por señales imperceptibles, que el pensamiento de ambos jóvenes, tan ocupados en su tarea, se dirigía hacia un mismo objetivo y que reinaba en sus almas una simpatía secreta esperando transformarse en amistad.

Si en esa época el magnetismo ya hubiera sido descubierto, nada hubiese sido más fácil que explicar mediante una palabra lo que ocurría en el corazón de ambos artistas; pero en el siglo XVI sólo se creía en la magia.

Desde hacía tiempo Andrea había descubierto entre la multitud de alumnos a ese hombre joven, grave y estudioso, que era siempre el primero en llegar al salón y el último en retirarse.

La honradez, la franqueza, la serenidad inalterable de una conciencia pura resplandecían en su rostro. Andrea se sentía atraído hacia él con fuerza irresistible, pero su natural timidez le impedía dar el primer paso.

Por otra parte, el desconocido quería a Andrea con afecto de hermano sin haberle dirigido la palabra una sola vez.

Veinte veces había estado a punto de tenderle la mano y requerirle su amistad francamente y sin reparos; pero la reflexión había contenido ese primer impulso concluyendo siempre por callar, un poco por discreción y otro poco por temor a ser rechazado. Pero nada se parece tanto al orgullo como la modestia y la reserva.

Pero ese día el joven artista había creído advertir en Andrea disposiciones singulares a la franqueza y al abandono. En varias oportunidades había sorprendido en su mirada una expresión temerosa y casi suplicante. Aguardó a que todo el mundo se retirara y cuando estuvieron solos se decidió a romper el silencio y lanzó al aire una frase de monólogo que, sin exigir directamente una respuesta, podía ser un comienzo de conversación.

–Vamos –dijo en voz alta–, ya no se ve; es hora de marcharse.

–Es verdad –respondió tímidamente Andrea.

El desconocido dejó su paleta y sus pinceles, quitó su caballete de en medio y dio un paso hacia Andrea, quien, por una suerte de consentimiento tácito se había puesto de pie a su vez y se disponía a enrollar su dibujo.

–Hoy habéis trabajado bien –dijo el joven pintor, abordando decididamente a su camarada.

–He hecho cuanto he podido, señor –respondió Andrea yendo a su encuentro.

–¿Queréis permitirme mirar vuestro trabajo?

–Con mucho gusto, pero os advierto que no veréis nada bueno.

–¡Esto es admirable! –exclamó el pintor mirando el dibujo que le tendía Andrea–. Jamás he visto semejante pureza de líneas, tal suavidad de contornos, tantos encantos y tanta elegancia unidos a tanta precisión y tanto vigor. Por mi fe, camarada, debéis ser muy feliz y estar orgulloso de vuestro talento. Hay una fortuna en la punta de vuestro lápiz.

–¡Ay! –murmuró el pobre Andrea bajando los ojos con tristeza.

–Me parece que habéis suspirado. ¿Acaso sois desdichado?

–¡Oh, sí, señor, muy desdichado!

–En ese caso, contad conmigo; nuestros corazones están hechos para comprenderse.

–¿Cómo? ¿Acaso vos también tenéis que quejaros de vuestra suerte? –prosiguió Andrea, estrechando con efusión la mano que le tendía el desconocido.

–¿Quién no tiene penas en este mundo? Pero no hablemos de mí, amigo. ¿A qué obedecen vuestras desgracias?

–Tengo un maestro –dijo Andrea con un suspiro–. ¿Y las vuestras?

–Ya no tengo maestro –respondió el desconocido.

–¡Cómo! ¿Y es ésa la causa de vuestros males?

–Desde luego –prosiguió el joven pintor con lentitud–. Cuando se dispone de un techo y de pan, de colores pagos y de tela gratis, de una voz para dirigiros, de un alma para comprenderos, de una mirada benevolente o severa para acordaros el reproche o el elogio que habéis merecido, cuando se tiene una encantadora muchacha como modelo y un poco como amante, una vieja para limpiar vuestros pinceles y para encender vuestra lámpara, alegres camaradas para haceros montar en cólera y un malvado portero para mandarlo al diablo, ¿de qué habría que quejarse?

–Bien se ve que nunca habéis puesto los pies en nuestro taller –replicó tristemente Andrea, ante cuyos ojos el poético cuadro trazado por su camarada ofrecía el mayor contraste con la realidad de su posición.

–¿Cuál es vuestro maestro?

–Pietro di Cosimo. ¿Cuál era el vuestro?

–Mariotto Albertini. ¿Por qué queréis abandonarlo?

–Porque mi vida ya no me es soportable a su lado; sin embargo he hecho alarde de paciencia, os lo juro. Es innegable que mi maestro tiene el alma un poco al revés; la admiración huraña, exclusiva, sombría en cierto modo, que siempre ha experimentado por la naturaleza, le hacen caer en extravagancias, en excesos, en transportes desagradables y peligrosos para aquellos a quienes la necesidad obliga a alternar con él; pero con los años sus humores negros toman un carácter alarmante. Que está loco es cosa clara. ¿No me trató, el otro día, de canalla y de asno de borrico porque pisé, sin darme cuenta, sobre un puñado de aserrín que formaba no sé qué extraña figura que se placía en contemplar desde hacía tres horas? Ayer he tenido la mayor dificultad en impedirle que saliera desnudo por las calles de Florencia, e incluso esta misma mañana, las campanas del Espíritu Santo echadas a vuelo le provocaron tan grande acceso de furor que pretendía ir a colgar al campanero desde la más alta ventana del campanario.

–Da pena pensar que un artista de tanto mérito, autor de la Coronación de la Virgen, que todos admiramos, esté sujeto a tan deplorables debilidades.

–Quizás he hecho mal hablando así de mi maestro –continuó Andrea con tono arrepentido–. Mejor sería echar, piadosamente, un velo sobre semejantes actos. ¿Acaso un maestro no es un segundo padre? Pero me habéis parecido tan bueno, tan afectuoso, tan discreto, que no pude reprimir el deseo de referiros mis penas. Por otra parte, si ello continúa así me veré obligado a abandonar el taller, aunque luego deba arrojarme al Arno.

–¡Pobre muchacho! –dijo el joven sacudiéndole fuertemente la mano para disimular su emoción–. Ya es bastante. No podéis seguir en casa de ese hombre, eso es claro. Y ya que estamos en la misma situación, trataremos de salir de ella en la mejor forma posible. Dos infortunios suelen, a veces, hacer una felicidad.

–Es cierto, ¿también vos habéis abandonado a vuestro maestro?

–Lo mío es cosa diferente: fue él quien me abandonó.

–¿Acaso os arrojó de su lado? Me parece imposible.

–Lo hizo mejor, plantó el taller y el oficio, arrojó a sus alumnos a la calle, tiró sus pinceles por la ventana y se marchó, no adivinaréis adónde y para qué.

–A Roma, a Venecia, para cambiar de manera o de escuela.

–A la puerta de Sangallo para abrir una taberna.

–¡Es increíble!

–Hombre, si sentís deseos podríamos cenar esta noche en el albergue de mi rspetable maestro. ¡El primer colorista de la escuela florentina! Allí lo veréis con un hermoso delantal de tela gris alrededor del cuerpo, con las mangas vueltas hasta el codo, con un enorme cuchillo de cocina al lado, jugando a las cartas o a los dados o a la murra, desde la mañana a la noche y bebiéndose él solo tanto vino como pudieran hacerlo todos sus parroquianos juntos.

–Si no me inspirarais la mayor confianza, creería en verdad que os mofáis de mí. ¡Mariotto Albertini transformado en un innoble tabernero! ¿Quién hubiera podido esperar semejante metamorfosis viendo su sublime Visitación, esa obra maestra que empequeñece, por el vigor de sus tonos, por el brillo y por el relieve, todo cuanto se ha pintado en Florencia en esta época? ¡Pobre cerebro humano!

–¡Garganta insaciable!

–Eso es locura.

–Es intemperancia. Ese hombre tiene el genio en el vientre. Pero hablemos de otra cosa, pues si volviera a representarme otra vez a messire Albertini tal como lo vi esta mañana, andando como un navío sacudido por las olas y oliendo a vino desde una legua, mi corazón estallaría de repugnancia y el rubor subiría a mi rostro.

–¿Así que estáis también en la calle, como yo lo estaré mañana, quizás esta misma noche?

–Con la diferencia de que yo no hablo de arrojarme al Arno; ¡no, gracias a Dios! Con dos brazos, una voluntad y juventud siempre se sale a flote. No os oculto que en los primeros días me pareció un poco duro hallarme solo y abandonado sobre la Tierra. Lamenté la casa, los servidores, los camaradas y sobre todo a la bella Gilletta, nuestra simpática modelo. Pero ya os he encontrado, viviremos, si lo queréis, como dos hermanos; y si uno de nosotros llegara a caer enfermo, el otro lo cuidará. ¿Os conviene?

–¿Cómo expresaros mi reconocimiento? –exclamó Andrea, emocionado hasta las lágrimas.

–Dame la mano y todo está dicho.

–Pero –continuó Andrea, titubeando– no poseo ni la mitad de un florín y los hoteleros no querrán albergarnos a crédito. ¡Es tan mal oficio el nuestro!

–¡Eso no importa! Tengo un jubón nuevo, un birrete y una pluma que me hicieron el más grande honor en la última procesión de San Juan. Entregaré todo eso a cuenta de nuestro alquiler. Con respecto a la comida tengo una idea. Iremos a alojarnos en el depósito de trigo. Es imposible que algunos de esos buenos comerciantes, viendo nuestra insignia sobre nuestra ventana –me encargo de ella–, es imposible, digo, que los venerables burgueses no se sientan tentados a hacerse retratar a cambio de algunas fanegas de harina.

–¡Pensáis en todo!

–Me enorgullezco de ello. Y sin embargo, me olvidaba de lo más importante; tenemos trabajo listo, si queremos, desde mañana.

–¿Es posible?

–Tengo el honor, tal como me veis, de ser pariente muy cercano del sacristán de la iglesia de los Siervos. Me ha propuesto veinte veces que le pintara algo sobre los cortinados que recubren los cuadros del altar mayor. Se trata de un Descendimiento del Perugino. Como comprenderéis, me he rehusado a ello. Le dije a ese sacristán, no obstante ser mi pariente: “Mi reverendo, yo no pinto trapos. Ese es trabajo para un tintorero. Cuando tengáis cuadros que pintar, llamadme. Prefiero lo interior a lo exterior. Tenedlo por sabido y ...Deo gratias. Pero ahora no tenemos derecho a ser orgullosos. Si mi propuesta os conviene, uno de esos cortinados es para vos.

–¡Sois mi salvador!

–Llamadme vuestro hermano.

–Hermano –dijo Andrea con voz solemne–, nuestra amistad no se apagará sino cuando uno de nosotros haya precedido al otro en la muerte, y si tengo la desgracia de veros descender primero yo os seguiré sin más tardanza, os lo juro.

Y los dos jóvenes, emocionados, pensativos y felices, salieron tomados del brazo, confesándose sus proyectos y haciendo cuentas respecto de un porvenir hasta hora muy avanzada; luego se separaron dándose cita para el día siguiente.

–A propósito –dijo el desconocido, volviendo sobre sus pasos–, ¿vuestro nombre?

–Andrea del Sarto. ¿Y el vuestro?

–Francia Bigio.

Al día siguiente, los dos jóvenes, fieles a su palabra, se hallaban instalados en una pequeña habitación frente a la Piazza del Grano. Vivían y trabajaban exactamente como Tiziano y Giorgione, con la diferencia de que la amistad de Andrea y Francia se conservó pura y sin nubes hasta la muerte de este último.

Este fragmento pertenece a Pintores del Renacimiento por Alejandro Dumas. Editorial Claridad, Buenos Aires.

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Andrea del Sarto (1487-1531).
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