VERANO12 › POR ESTHER CROSS

Un soldado

“¿Qué pasó anoche?”, preguntó el padre.

Parecía tan grande y tenía menos de treinta años. Una cicatriz en forma de media luna le remataba el ojo izquierdo. Era el recuerdo de un accidente a caballo que pudo dejarlo tuerto cuando tenía la misma edad que ella. Se había sentado a su lado, en uno de los troncos pintados de blanco y rojo del jardín. Era temprano y ya hacía tanto calor que la ropa mojaba, caliente, la piel.

La madre espiaba desde la ventana. Los dos hermanos tomaban el desayuno en la cocina, vigilados por la casera, es decir que no se animaban a salir. La jalea se quedaba pegada a los cuchillos y la casera maldecía fregando en la pileta.

“Anoche”, dijo el padre, mientras prendía un cigarrillo y le pasaba la mano sobre el hombro a la nena.

La nena se miraba las alpargatas sin hablar. Tendría seis años como mucho, todavía se hundía en una agradable confusión cuando se sentaba al lado del padre, a la tarde, a leer. Aprendía algunas palabras y otras que no comprendía, se tragaban páginas enteras, pero seguía adelante porque se había dado cuenta de que los libros eran una cuestión de actitud. Había que avanzar sin asustarse y al final entendías todo. Ahora no hablaba. Miraba hacia abajo sin contestar. Miraba un punto fijo aunque no entendiera bien, como al leer, y captaba, de costado, los gritos lejanos de los pájaros. Su perrita investigaba algo unos segundos y después saltaba a otro sector del pasto. El padre se acercó más, sin dejar de abrazarla a medias, hasta que los dos quedaron enfrentados al casco. Veían la torre de agua, los galpones, la matera, la carnicería y, a lo lejos, la escuelita con el monte oscuro atrás. Desde ahí, los hombres, que siempre parecían lentos vistos de cerca, se movían con una marcha exacta, sin perder ni ganar tiempo. Cuando el padre volvió a hablarle, la gordita empezó a llorar lentamente, sin decir nada. Era un llanto manso y continuado.

“¿Te acordás, anoche?”, preguntó el padre.

De lo primero que se acordaba era de verlos a todos, en pijama, rodeándola. El único de pantalones y camisa era su padre. Podía haber un incendio, un asesinato, pero el padre siempre se vestía en un segundo, como un soldado. De lo primero que se acordaba era de eso. Le llamó la atención que su hermano mayor, que tendía a sacar provecho de sus desgracias, le palmeara la cabeza y le ofreciera un vaso de agua. Su hermanito estaba sentado en el piso y le acariciaba las piernas, rasguñadas, mojadas de rocío nocturno. Su madre la miraba intrigada. También se acordaba de la casera, en ruleros, de pie detrás de su madre, cerrándose el escote del camisón con los garfios.

“A veces no es tan fácil acordarse”, le dijo el padre. “Podemos acordarnos juntos.”

La nena escondió las manos bajo las rodillas, levantado apenas el cuerpo del tronco y balanceándose un poco. El llanto traía el llanto, las lágrimas espesas patinaban solas, pero no había debilidad en ella, al contrario.

Esa mañana, cuando fue a la cocina a buscar su taza, la casera se esforzó para parecer simpática. Eso ya fue raro, porque esa mujer no trataba de quedar bien con nadie. También evitó rozarla y la nena se dio cuenta. Con una sonrisa melindrosa, la casera le dijo:

“¡Qué susto le diste anoche a tu mamá!”.

La nena se quedó de pie frente a la mesa con su taza caliente en la mano. Su hermanito, que había oído todo, salió corriendo a buscar a la madre, que apareció enseguida en la cocina. La madre agarró la taza, le dio la mano a la nena. Agarró la taza de nuevo y se la llevó con la nena a la sala. La casera se quedó quieta en su lugar. La nena le daba miedo. La madre le guiñó un ojo a la mujer para que no asustara más a su hija porque “vamos”, como le dijo después al marido, “con esa cara de miedo iba a matarla de un susto”. La nena vio la mueca espantosa de su madre al gesticular en el espejo del pasillo. El padre decía que la casera lo había colgado ahí a propósito, para controlar.

La noche anterior, la madre había despertado a toda la casa, con excepción del hermanito y el hermano mayor, que fueron a buscarla y la despertaron a ella. Ellos fueron los que se dieron cuenta de que la nena no estaba en su cama. Ni la nena ni su perrita.

El susto general fue tan grande que zafaron del interrogatorio. ¿Qué hacían levantados cuando todo el mundo dormía y ya habían apagado el motor? ¿Para qué querían a la hermana a esa hora? Seguramente iban a hacerle algo, o la despertaban para sumarla a algún proyecto oscuro. Hubieran tenido que contestar. Los chicos se levantaron, fueron hasta la cama de la nena y la encontraron vacía. Le avisaron a la madre, que dormía siempre lista para despertarse, aterrada por las arañas pollito. En su vida se cruzó con una araña pollito en el campo pero vivía pendiente de eso.

La madre se levantó de su cama, haciéndoles señas a los chicos para que dejaran dormir al padre. Fue hasta la cama de la hija. La perrita tampoco estaba. Buscaron en el baño, en la sala, en el escritorio que daba a la galería. Llamaron a la nena y a la perra, chistando. Llamaban a la nena diciendo su nombre una sola vez y repetían el nombre de la perrita muchas veces seguidas, como se hace con los perros. En un momento la madre llamó a la perra una vez y chistó llamando a la hija y diciendo su nombre varias veces seguidas y el hermano mayor se rió de nervios y la madre, que nunca les había pegado, le dio un golpe en la cabeza, más efectivo por la sorpresa que otra cosa. Después la madre se agarró la mano como si le doliera a ella misma y así, con una mano acariciando la otra, siguió revisando la casa, y abrió, inútilmente, la puerta del cuarto del motor.

La madre entró en la casa a buscar las zapatillas porque se resbalaba con las baldosas. El rocío negro de la noche mojaba todo, también dentro de la casa, parecía que brotaba de las cosas mismas y de la tierra que presionaban las baldosas; la tierra transpiraba por el piso. También quería buscar una linterna y despertar al marido. Estaba entrando en la casa cuando los chicos le señalaron la puerta del comedor, abierta. Se veían los galpones, la matera. Entonces la madre despertó a todos con sus directivas. Quién hubiera dicho que la madre tenía ese carácter, pero a lo mejor era una faceta requerida por la circunstancia. No sabían si la nena se había ido antes o mientras ellos la buscaban por la casa. El padre apareció en la sala, poniéndose una camisa, gritando “qué carajo pasa”. También aparecieron corriendo los caseros y empezaron a buscar.

“Estabas soñando”, le dijo el padre.

La nena había dejado de llorar pero seguía sin decir nada.

En Buenos Aires tenía su propio cuarto desde hacía dos años, y desde hacía dos años practicaban con ella la pulseada de la luz prendida a la noche. Primero, el padre había probado con el sistema del rigor. Se quedaban con ella hasta que se durmiera. Pero siempre amanecía con la luz prendida. Seguramente cuando todos dormían se levantaba y prendía la luz, aunque decía que no se acordaba. Hacía un tiempo el padre le había regalado una bombita de luz azul para que se fuera acostumbrando a dormir con menos luz gradualmente, y se acostumbró a la luz azul. Pero en el campo era distinto, compartía la habitación enorme con sus dos hermanos y a la noche no había electricidad.

La compañía de los hermanos no la tranquilizaba. Para empezar, era el blanco de algunas emboscadas y cuando se vengaba después llegaban las represalias. Por otro lado, se había quedado sin el antídoto mental que la calmaba cuando tenía que dormir sola y pensaba que si se animaba a levantarse para ir al cuarto de los hermanos todo iba a estar bien. Ahora que dormía con ellos, a dónde iba a ir. A las diez de la noche el casero apagaba el motor, justo cuando la casera estaba por terminar en el fregadero y la oían esforzándose por maldecir en voz baja, es decir que se oían gritos reprimidos, aspirados, provenientes de la cocina, y se cortaba la luz para todo el mundo. El hecho positivo de que en el campo los hermanos la dejaran jugar como uno más la privaba a la noche de ciertas prerrogativas. No le hacían la concesión, por ejemplo, de aguantarse toda la noche con una vela prendida.

Pasadas unas semanas las diferencias que la separaban de sus hermanos en la ciudad se borraban. Podía ir a cazar con el padre y los hermanos pero, si se peleaba con ellos, también era de igual a igual. Si la jodían contaba. Si contaba, la encerraban en el gallinero. Una vez gritó golpeando la puerta de alambre, mirando hacia atrás donde las gallinas y los pollos corrían asustados por el escándalo que ella misma hacía, estimulando el horror; más gritaba ella y más se asustaban los animales, chocándose. Otros se metían rápidos en las casillas de material.

Esa noche, el padre terminó de vestirse y salieron a buscarla. La madre también quiso salir. El padre llevó su escopeta Centauro, pese a las quejas de la madre. Cuando vio que el padre sacaba la escopeta del cuarto de las botas le dijo que estaba llamando a la desgracia, pero el padre era así.

Los hermanos se pegaron al padre, el mayor llevaba la linterna. La madre salió con los caseros. No bien cruzaron el cerco de troncos pintados de rojo y blanco se levantó un ladrido y un ladrido levantó varios. La llamaban pero la nena no podía oír. O los oía pero desde una distancia inaccesible, cortada.

Los que se dieron cuenta fueron los hermanos. La misma naturaleza de la revelación los apuró. Dijeron cuidado. El hermanito le preguntó al padre si podía ir a avisarle a la mamá. Estaba tan seguro de que habían adivinado bien que quería correr a decirle para tranquilizarla. Pero el padre lo frenó. Lo agarró del brazo pero el hermanito sintió que le había agarrado el corazón y lo tenía ahí, en un puño.

El hermano mayor le dijo al padre que fueran al gallinero. A lo mejor reconoció el ladrido de la perrita de la nena entre todos los ladridos. A lo mejor su inteligencia hizo un viaje precoz. El padre tuvo la inspiración de oírlos, y eso que entre el hermano mayor y el hermanito no sumaban más de diez años.

La perrita salió a recibirlos. Salió corriendo del gallinero en cuanto los vio. A lo lejos veían las linternas patrullando el casco. Después contaron que el croto encabezó la búsqueda y lo contaron riéndose del pobre, que salió volando de la crotera y revisaba galpones y aljibe, el corral y la herrería, acaso con la intención de demostrar su inocencia porque echarle la culpa al croto cuando pasaba algo malo era una fija. Las voces de los mensuales se perdían en la distancia. La perrita de la nena corrió hasta el padre. Se frotaba contra las piernas del padre, que le acariciaba el lomo.

Estaba parada en el gallinero, de espaldas, con los brazos colgando. La perrita salió disparando hacia ella, la rodeó. Pero la nena no se movía. Estaba ahí, aparecida ante ellos, salida de su propia pesadilla en ese lugar que le daba pánico. Y estaba por tirarse. No había de dónde tirarse porque no estaba en ningún borde pero ésa era la actitud. Después el doctor Prieto les explicó que los sonámbulos siempre caminan por el precipicio, con o sin abismo.

El padre le dijo al doctor Prieto, cuando volvieron a Buenos Aires, que se dio cuenta de que, si la despertaba, la mataba de un susto. El padre no creía en Dios pero rezó para que no se despertara. En realidad no fue una plegaria, pero dijo “Dios”. La agarró de la mano y la sacaron de ahí. Todo el mundo se enteró. Por eso la casera le tenía miedo. La rehuía y contaba que la nena era sonámbula.

Se despertó en el sillón, cuando le hablaron rodeándola, ya en su casa.

“¿Y con qué soñarás?”, le preguntó el padre. “Ah”, le dijo el padre. “Lo que no daría yo por saber qué soñás. Si me contás qué soñás, te doy lo que quieras.”

Entonces la nena habló.

“Es un monstruo...”, le dijo.

“Bueno”, le dijo el padre, pero no parecía convencido. “Si es un monstruo, vamos a hacer algo. Esta noche, cuando aparezca, vas a soñar que voy y lo mato con mi escopeta.”

La nena no dijo nada.

“¿Sí?”, le dijo el padre, y le pellizcó un cachete gordito y tirante. “¡Quedamos así!”

Ya se había levantado un calor terrible. Sería uno de esos días rojos y húmedos, el horizonte avanzaba en oleadas negras desde la distancia. Se veía, tan bello, a lo lejos, sumergido en un calor profundo, quieto.

Esa noche la nena soñó. Le habían cerrado la puerta del cuarto con llave. Los hermanos trataron de no dormirse y aguantaron bastante hasta que finalmente cayeron, y se dieron cuenta de que se habían quedado dormidos al despertarse. Tampoco la oyeron despertarse, si es que se despertó realmente. O si es que se durmió.

Al otro día se encontraron de nuevo en el tronco blanco y rojo. El padre le preguntó cómo había ido todo.

“Fue peor”, le dijo la nena. “Te llevaba a vos también, con la escopeta y todo.”

El padre prendió un cigarrillo y se quedó pensando. Pero no se distrajo en uno de sus divagues. Estaba con ella, ahí. Y después hizo el mismo gesto que hizo una vez, cuando la abuela dejó a todos perplejos con una lección de póker: asintió, despacio, con la cabeza, como si le diera la razón a alguien.

“Muy bien”, le dijo. “Muy bien, vas a estar bien”, dijo, sonriendo un poco.

Se puso de pie y le dio la mano para que se bajara del tronco. Después le señaló la tranquera que daba al monte, y se fueron a dar una vuelta.

La perra se adelantó. Dejaron atrás la escuelita y caminaron un rato por el monte, siguiéndola.

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