VERANO12 › PEDRO LIPCOVICH

Falso médico

Primera incisión

Cuando completó su primera incisión sobre piel humana supo que era para siempre. La línea de sangre se trazaba a sí misma bajo la protección del bisturí y él, por primera vez, sintió que su vida no traicionaba a su destino. Después, al salir del quirófano, el doctor Aguilar lo abrazó. Como a un hijo, más que un hijo, porque los hijos vienen del azar y él había sido designado en su ser por el doctor Aguilar.

–Tenía razón, Blanca –dijo el doctor, y Fontela, con gesto habitual, bajó los ojos.

El doctor Aguilar dejó unas instrucciones y, con Víctor Odriozola, salieron a la peatonal. El viento de sal cortaba las caras. En el Gran Bar Turkey, whisky, negocios, los altos chismes de Salvador del Salar. Salsal, le dicen a la capital provincial. Víctor Odriozola como siempre tenía ideas, propuestas: lograr clínica propia, especializarse en cirugías estéticas, volar. El doctor Aguilar lo escuchó con benevolencia y se volvió a Fontela, que sólo había tomado cafecitos: le insistió en que se quedara en Salsal. Si iba a operar todos los días, y tenía que hacerlo, no podía seguir viviendo en San Martín del Monte. Y anunció: en su casa había un cuarto dispuesto para él.

Se despidieron en la puerta del bar. Aguilar y Víctor Odriozola volvían a la clínica, y a Fontela, sonrió el doctor Aguilar al recordárselo, lo esperaba Blanca. Él caminó hacia el Alto por la calle larga que junto al río, bordeada por la feria interminable, cruzaba la ciudad. Al este, invisible más allá de los barrios oscuros estaba el salar, y al sur subía la sierra hacia San Martín.

No iba a extrañar San Martín del Monte. Sus años allí, entre la gente oscura. Alzó las manos, las miró. Las manos se le acercaban a la cara, se agrandaban y algo lo golpeó en la cadera, había chocado con el murallón bajo que bordeaba el río.

Dobló hacia el oeste. Al acercarse al Alto, el viento salado se perfumaba de azahares. Las casas tenían tejados rojos o negros. El doctor Aguilar ya habría llamado a su hija, le habría hablado del pulso perfecto de Fontela. Blanca saldría a su encuentro. Él la besaría y, como hacen los novios, se contarían cómo había sido el día de cada uno. Entre las manos de ella las manos de él se harían humanas, comprensibles. La calle subía en espiral. ¿Y si Blanca no estaba? Tal vez ella no había esperado, había salido, no se acordó de él. Modelaba la idea de la ausencia de Blanca reposando en la certidumbre de su presencia. Al acercarse sintió el cansancio de la jornada, le temblaban las piernas.

En el jardín zumbaban unas abejas. Tocó el timbre en el pilar junto al portón. Un largo silencio, volvió a tocar y apareció una mujer oscura: la señorita Blanca no está.

La cara de la oscura era respetuosa, impenetrable.

La moneda

Había conocido a Blanca una mañana en la plaza principal de Salvador del Salar, mientras él dibujaba la iglesia. Él viajaba cada dos semanas desde San Martín del Monte. Llegaba el sábado a la mañana y tomaba una pieza en el Zupay, el hotel más barato del centro. Ya lo conocían, era el doctor de San Martín. Comía en un comedor de viajantes y a la tarde iba a caminar. Se acercaba a la terminal de ómnibus, invadida por la feria callejera. Él memorizaba las caras oscuras y las dibujaba después en su libreta. A la noche visitaba a las putas amables y el domingo a la mañana iba a la plaza a dibujar la iglesia trínita, toda blanca contra el cielo.

Fontela me dio dos versiones diferentes del primer encuentro con Blanca.

En una de ellas él tenía una pierna fracturada, se la había roto en San Martín del Monte. Ese fin de semana había viajado a Salsal por primera vez desde la fractura; por el impedimento del yeso y las muletas no fue el sábado a la terminal ni visitó a las putas amables, pero el domingo fue a la plaza. El cielo estaba gris como si fuera a llover aunque no era el mes de las lluvias en Salsal. Dejó las muletas a un costado y con su carpeta y su lápiz se sentó en el suelo, la espalda apoyada contra un banco. Había un casamiento, pero él abstraía la iglesia de la presencia humana, como quien sacude un pan para limpiarlo de hormigas.

Sintió un tintineo. Una moneda bailaba a su lado. Alzó la vista. Una mujer angulosa, vestida de largo, al salir del casamiento lo había confundido con un mendigo. Ella esperaba su agradecimiento. Él no supo qué decir. Quedó en silencio hasta que ella se fue, y entonces empezó a extrañarla.

La segunda versión fue en realidad la primera que contó: no hubo fractura, no hay muletas, él sale del hotel, camina por la peatonal, llega a la plaza. Hace un calor desusado, el cielo parece amenazar tormenta pero no es el mes de las lluvias en Salsal y no lloverá. Se sienta como siempre en el suelo contra el banco, va a dibujar. Siente el tintineo, levanta la vista. La mujer angulosa finge confundirlo, ella desea confundirlo con un mendigo. ¿No me da las gracias?, dice como si le ofreciera una copa de licor fuerte y puro.

–Gracias. Dios se lo pague –contesta él y recoge la moneda.

Volvió a Salsal la semana siguiente, ella no estaba. Volvió varios fines de semana seguidos, ella no estuvo. Volvió nuevamente cada dos semanas. Los domingos frente a la iglesia, con el lápiz suspendido sobre la hoja, recordaba el tintineo de la moneda. Había dejado de visitar a las putas amables, pero los sábados, después de almorzar en el comedor de viajantes, seguía yendo a la terminal. Una vez vio una chica muy rubia que caminaba con una amiga por la feria. Su pelo resaltaba como una lámpara entre los oscuros. Después, al dibujarla en su libreta, reconstruyó la figura de la amiga, que había desatendido, y surgió una imagen angulosa: esa mujer era quizá la que le había tirado la moneda.

En otro viaje, el domingo a la mañana había un viento fuerte de otoño, muy cargado de sal, y él se quedó en el hotel; a la hora de la siesta, aunque el tiempo no había mejorado, fue a la plaza. Estaba desierta y limpia. Se sentó en el suelo con su lápiz y la hoja. La iglesia estaba en silencio y era distinta en la tarde, con sombras angulosas. Él sintió a sus espaldas una presencia. Deseó, con toda el alma, el tintineo.

Ella esta vez no dejó caer una moneda. Dio unos pasos, que sonaban sobre las baldosas, hasta quedar frente a él. Estaba descalza, pero no, tenía sandalias del color de la piel. Las pantorrillas, delgadas, daban una impresión de desamparo. Las rodillas duras, el vestido estrecho, ceñido por un cinturón trenzado, la blusa blanca sobre los pechos que sólo podían ser dulces y el cuello fino, el mentón agudo, la cara que él amó para siempre.

Agujetas algésicas

Patricia Dab ha bailado, su cuerpo macizo libre del guardapolvo. Han comido y han bebido en el Turkey, después de la última jornada de trabajo del año. Salen a la noche seca. Víctor Odriozola se le echa a Fontela sobre los hombros, tiene el aliento turbio de alcohol.

–Vení conmigo.

Lo ha tuteado. Nunca lo tuteó antes ni lo tuteará después de esta noche. Le pide que lo acompañe a la clínica. Un ratito nomás. Patricia Dab irá con ellos. Él quiere enseñarle a Fontela las agujetas algésicas. Patricia Dab objeta, ya es muy tarde, alguien la espera. Víctor Odriozola insiste y vuelven a la clínica.

–Siéntese, doctor –ha vuelto al respeto que en Víctor Odriozola siempre suena irónico.

Fontela se sienta en la silla del paciente. El alcohol ha empezado a disiparse. Víctor Odriozola, con una pequeña llave, abre la vitrina, toma una caja metálica, la presenta. Está llena de pequeños paquetes de esterilización.

–Abrí, abrí, con confianza –otra vez el tuteo y una ronquera alcohólica que ahora parece impostada. Fontela desgarra uno de los papeles y aparece un puñado de pequeñas motas traslúcidas, brillan, parece azúcar.

–No las toques –advierte Víctor Odriozola y lo mira triunfal: son agujetas algésicas.

Las agujetas algésicas son de vidrio, muy pequeñas: están específicamente destinadas a producir dolor. Son indetectables por los rayos X e imposibles de discernir en la complejidad de un órgano. El cirujano, antes de cerrar, riega determinadas zonas con agujetas. Es mejor no hacerlo en el órgano que se acaba de intervenir sino en otros que hayan quedado expuestos; por ejemplo, en una operación de vesícula se puede impregnar el bazo o el intestino grueso hasta el recto.

–Hay dos tipos de agujetas: fijas y migrantes.

Las migrantes son las que Fontela tiene ante sus ojos; su forma ahusada facilita que las contracciones y movimientos propios de los tejidos impulsen su desplazamiento incluso a puntos distantes en el organismo. Mientras migran casi no duelen: el dolor empieza semanas o aun meses después, cuando se fijan en un punto y producen inflamación.

Las agujetas algésicas fijas, en cambio, tienen un sistema de enganche parecido al de los anzuelos, se puede ver con una lupa, mirá, ¿ves?, muestra Víctor Odriozola. Las agujetas fijas se utilizan cuando se desea producir dolor en un órgano determinado. En general son más seguras las migrantes, ya que, como el dolor se produce en un órgano alejado y tiempo después de la intervención, la responsabilidad del cirujano se extingue en la práctica. Las agujetas fijas se utilizan cuando el cirujano desea producir dolor en una zona muy localizada.

Los vendedores de instrumental quirúrgico discretamente brindan ambos tipos de agujetas. Las migrantes que además son más baratas corresponden a la función más genuina de estos instrumentos, que no es personal: no se trata de usarlas en el marco de algún conflicto con el paciente, aunque esta función también pueda cumplirse, sino de, en forma pura, causar dolor.

–Causar dolor, Fontela, es generar certeza.

Porque sólo el dolor es real. El placer es dudoso siempre pero el dolor nunca huye, el dolor es infalible. Es cierto, las agujetas también propician situaciones divertidas, sarcásticas, el paciente nos consulta, le duele, le damos analgésicos y esperanzas, él agradece, se emociona, se rebaja, pero nada de eso advierte Víctor Odriozola es lo importante. Lo importante es que lo nuestro es real. Nosotros no somos homeópatas. Tampoco queremos ser artistas, aunque usted, Fontela, tenga esa debilidad. Nosotros tenemos hambre, nosotros somos hambrientos de la cosa real. Queremos carne. ¿No es cierto, Patricia?

Ella está de pie con los brazos cruzados, como una diosa imprevista.

Fontela, una vez más, se siente un niño en un mundo de adultos.

El doctor Aguilar también usó las agujetas, por supuesto, está diciendo Víctor Odriozola. Las usó durante muchos años, ahora dejó de usarlas y también va a dejar la cirugía.

Fontela admite que no importan las proezas del quirófano, él nunca va a ser un cirujano de verdad. Nunca va a tener eso que se forja cordialmente en las guardias, los pasillos, la Facultad. Y se sobresalta: ¿cómo sabe Víctor Odriozola que él no conocía las agujetas algésicas?

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Imagen: Arnaldo Pampillón
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