CONTRATAPA

Los monos de Rousseau

 Por Juan Forn

Picasso no permitía que nadie en su presencia se considerase más moderno que él, salvo El Aduanero Rousseau, que un día le dijo: “Somos los dos más grandes pintores vivientes, yo en lo moderno y tú en lo primitivo”. El Aduanero tenía entonces setenta años y Picasso veintipico, ambos exhibían obra cada año en el Salón de los Independientes (ese caótico artefacto inventado por los impresionistas para darle la espalda a la Academia: bastaba pagar la cuota para poder exhibir), pero la obra de Picasso era la más esperada y comentada mientras que la del Aduanero era incluida como un chiste. Dia-ghilev y Cocteau y Gertrude Stein tenían cuadros de Picasso colgados bien visibles en sus salones cuando recibían invitados. Los animales de la selva pintados por Rousseau, en cambio, iban a parar al cuarto de los niños en las casas de panaderos, pescaderos y verduleros de Montmartre, que le daban productos al fiado al Aduanero.

Todos conocemos la historia de Rousseau tal como la contó Apollinaire: el hijo de la pobreza que no terminó la escuela y fue a parar al ejército (por robar diez francos en estampillas a un abogado al que le hacía mandados), con el que partió hacia México a defender a Maximiliano y luego a la guerra contra Prusia y luego, por los servicios prestados a la patria, recibió un puesto como inspector de provisiones en uno de los accesos a París (de ahí el apodo de Aduanero), donde empezó a pintar sus cuadros en sus ratos de descanso, hasta que un paisano suyo, el joven Alfred Jarry, se lo llevó a Montmartre, y allí se convirtió en un personaje del barrio, por los increíbles cuadros que pintaba (Apollinaire: “Las escenas que pintas las viste en México / un sol rojo ornando la frente de los bananos”) y por las increíbles fiestas domésticas a las que convocaba con invitación primorosamente escrita a mano (en la tarjeta anunciaba el menú, que solía ser una olla de ragú y un par de damajuanas de vino, y el repertorio que tocaría al violín, que parecía consistir de viejas canciones aprendidas en su infancia pero que en realidad habían sido compuestas especialmente para cada invitado, en los días previos a la velada).

Con el tiempo se supo que el Aduanero nunca había pisado México, que el lugar más exótico que conoció fue el invernadero del Jardín Botánico de París y el pabellón de animales disecados del Museo de Ciencias Naturales: de ahí vienen sus lujuriosas selvas y fieras y faunos y flores. Con el tiempo se supo también que, al llegar a Montmartre, Rousseau venía de ver morir a sus dos esposas y a todos sus hijos (menos una, que moriría poco después). El Aduanero que conoció el mundo, el delirante angelical que pintaba como niño y cantaba canciones de niño al violín en esas fiestas que parecían para niños, era un hombre que venía de sufrir esa terrible cadena de eventos. Según la definición habitual, Rousseau alcanzó la tercera edad sin salir de la infancia. Yo creo más bien que decidió vivir, una tras otra, las infancias que les fueron vedadas a sus hijos.

De una u otra manera, con el tiempo se hizo evidente que el Aduanero era un original, una de esas piezas únicas que irrumpen de tanto en tanto en el mundo del arte, alguien que no es hijo de ninguna escuela, de ninguna corriente, salvo de sí mismo: alguien que iba suavemente por un camino que nadie compartía con él y cuyas reglas de marcha desconocía, alguien capaz de lograr cincuenta tonos distintos de verde en un cuadro, de pintar la selva como si estuviese iluminada desde adentro. Diez años después de su muerte, cuando sus cuadros fueron rescatados de las casas de pescaderos y tenderos donde acumulaban polvo y colgados en las paredes de los museos (Picasso donó el primer Rousseau que tuvo el Louvre: el museo no sabía si aceptarlo; no quería hacer el ridículo; ha de haber sido un gran momento), el Aduanero se convirtió en lo que es hoy, uno de los santos patrones de lo onírico (de sus imágenes están hechos nuestros sueños: la pantera irrumpiendo de la espesura, el león que acecha a la gitana dormida en la arena a la luz de la luna).

Hay un cuadro suyo que se llama Los alegres farsantes: en un claro en la selva (lujuriosa, primigenia, como siempre en Rousseau), hay dos monos derramando el contenido de una botella de leche, mientras otros tres disfrutan la escena colgados de las ramas. Todo es armonía en la escena: reino animal y vegetal en perfecta confluencia, como en los tiempos preadánicos. Pero qué habrá querido decir el pintor con esa botella de leche, se vienen preguntando retóricamente desde hace décadas los expertos de Rousseau, para proceder a explicarnos que la leche es el símbolo de la abundancia y la fertilidad, que al Aduanero se le olvidó que en tiempos preadánicos la leche no venía en botellas, ya se sabe cuán encantadoramente naïf podía ser a la hora de plasmar sus metáforas o visiones oníricas o trances de infancia.

Cincuenta años estuvieron así las cosas hasta que, poco antes de morirse, un extraordinario escritor y profesor sureño recién jubilado llamado Guy Davenport, de visita en el Museo de Arte Moderno de Filadelfia, donde cuelga Los alegres farsantes, lo miró un buen rato y dijo que ésa no era ninguna botella de leche, sino un sifón (si se mira atentamente, en el pico de la botella se ve el percutor), que el río blanco no era ningún símbolo, sino un mero sifonazo, y que precisamente ese sifonazo sorpresivo era la causa del “gozo primigenio” que exhibían los “alegres farsantes” del cuadro. Dije que Davenport era un extraordinario escritor y profesor: en realidad tuvo que pasarse la vida enseñando porque nunca logró triunfar como escritor. Los años de enseñanza le dieron tal claridad a su manera de escribir, tan extraordinaria claridad, que los críticos no lo veían claro sino transparente: a los discípulos de Davenport que iban surgiendo sí los veían (y consagraban) pero a él no. De nada servía que esos discípulos dijeran, al triunfar, que lo habían aprendido todo de Davenport: los críticos se negaban a aceptar que lo que ellos no podían ver fuese cierto.

Un caso clásico. Yo creo que Davenport hablaba más de sí mismo que de Rousseau cuando explicó Los alegres farsantes. Según él, el destinatario de la mirada gozosa de los monos era, tenía que ser, uno de esos típicos expedicionarios ingleses (¿qué otro ser humano puede internarse en la selva con un sifón, salvo un british explorer que culmina cada jornada con un whisky con soda?). El inglés vuelve de mear en los yuyos y descubre que los monos le han robado el sifón y el rascador de espalda (nótese que uno de los primates sostiene también una de esas manitas talladas en madera que se usan para rascar la espalda). Ningún crítico de arte vio en esa imagen de la selva al expedicionario inglés porque el tipo estaba fuera de cuadro. Tan fuera de cuadro como estaba el pobre Davenport en esa otra imagen de la selva que es la literatura actual. Pero así son los críticos, lamentablemente: siempre se dejan distraer por la monería.

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