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Por Silvia Sigal*

Mi experiencia como alumna de Gino Germani me colocó frente a una de las situaciones más contradictorias que recuerdo. Mi deuda intelectual, por una parte, que se me hizo más clara retrospectivamente, ya durante mi primera estadía en Francia, donde me sentí un poco tontamente orgullosa al compararme con los jóvenes egresados. Germani me había enseñado a leer cuadros estadísticos como si fueran límpidos párrafos, y me había dado una formación sociológica que combinaba sabiamente aportes europeos y las vigorosas escuelas norteamericanas. Eso no fue independiente del ambiente que supo crear, por así llamarlo de “sana competencia” intelectual, donde el objetivo de mi generación no era tanto aprobar las materias sino haber leído más y mejor. Nos comunicó su pasión de héroe modernizador que partía “desde cero” para llegar a nuevas formas de conocer la sociedad. Aunque no compartiéramos siempre sus opciones teóricas, abría un inmenso mundo y contagiaba su convicción de conquistador.
Por otra parte, la persona de carne y hueso que cruzábamos en los pasillos en el Departamento de Sociología de la calle Florida o con la que discutíamos proyectos era hosca y arbitraria; difícil saber si saludaría o no. Quizá más que eso, autoritario en las relaciones personales, al menos con muchos estudiantes y jóvenes graduados como fue mi caso. Autoritarismo paradójico en un viejo luchador antifascista que dedicó tantas páginas a estudiar la personalidad autoritaria.

* Socióloga.