EL PAíS › OPINION

Las campanas doblan por ti

 Por Mario Wainfeld

“Los populistas y los progresistas del siglo XIX y principios del siglo XX (...) argumentaron que el gobierno debía ser tanto desinteresado como ‘interesado’. Debía servir tanto al bien común como a los intereses de la gente común cuya fuente principal de poder era su fuerza numérica. Argumentaron, quizá con cierta ingenuidad, que en una democracia el pueblo era soberano y el gobierno estaba, por definición, de su parte. El pueblo soberano tenía pleno derecho a usar el poder y los recursos del gobierno para reparar las desigualdades creadas por la economía del capitalismo. (...) (Años después) aumentó el grado de cohabitación cada vez más abierta entre la corporación y el Estado. El resultado es una combinación de poderes sin precedentes (...) que son el medio para inventar y difundir una cultura que les enseñe a los consumidores a recibir con beneplácito el cambio y los placeres privados, aceptando al mismo tiempo la pasividad política.

Sheldon Wolin, Democracia S.A.

“Que no se mueva nada” es la consigna que propaga Néstor Kirchner entre las primeras filas del oficialismo. La idea, más vale, no es detener el mundo, sino evitar sobresaltos en el último tramo de la campaña electoral. El ex presidente está convencido de que las encuestas que lo dan ganador en Buenos Aires por una diferencia de entre 6 y 9 puntos se quedan cortas, que se amesetó (con propensión a la baja) la intención de voto de Francisco de Narváez. También ostenta sondeos que vaticinan que en Mendoza la contienda es bastante más pareja, a contrapelo de los vaticinios más extendidos. Y, más allá del relativismo de las encuestas prematuras, juega al optimismo de la voluntad. “Se puso a caminar, habla con la gente, se acerca, los escucha, los toca, les habla, se puso el overol”, describe un compañero, que conoce al dedillo el territorio que fatiga a diario, precedido por un abdomen considerable y macizo. Según los augures de Olivos, “se está creciendo en el primer cordón y en el segundo somos imbatibles”. Un par de dirigentes opositores que también recorren esos lares, hablando en confidencia con este diario, reconocen el ascendiente que tiene Kirchner en los barrios populares.

Los presagios opositores de marzo (inflación imparable, dólar estratosférico, despidos a granel, desmadre de “la macro”) carecen de corroboración empírica. Así que la táctica oficial es la hiperquinesis del candidato, manteniendo estables otras coordenadas. El diagnóstico es subjetivo, puede ser erróneo, pero la traducción consiguiente es de cajón: que no se mueva nada, pues.

La estatización dispuesta por Hugo Chávez infringe esa regla de oro, le mete ruido al oficialismo. En torno de la Presidenta y en Cancillería aseguran que la medida cayó de improviso, sin anuncio previo en el ameno fin de semana compartido hace siete días en El Calafate. Así fue cuando se expropió Sidor, refunfuñan, rememoran.

La estatización es una decisión soberana del gobierno venezolano y es llamativo el pedido de auxilio de Techint, una trasnacional conducida por los extraños “burgueses nacionales” que supimos conseguir. El riesgo empresario consiste, entre otras cosas, en hacerse cargo de los co-contratantes. Si un consorcio poderoso se instala en Venezuela sabe a los avatares que se expone tanto como los rindes fabulosos que obtuvo o que (tanto da) aspiró a obtener. Pero la jugada del presidente bolivariano exacerba las demandas de las corporaciones empresarias argentinas, pone en llaga sus prejuicios y atiborra de exigencias al gobierno argentino. Es muy poca la razón que les asiste pero será mucho el bullicio que meterán, moviendo el tablero que se quería apacible.

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El remoto verano: Allá por marzo, los popes del G-7 patronal leían al Gobierno en retirada. La re-estatización del sistema jubilatorio se miraba como un manotazo de ahogado. El adelantamiento de las elecciones como una confesión que anticipaba una caída fenomenal. El promedio entre ambas, como una acelerada pérdida de poder. Esas profecías son elaboradas por gurúes que están al servicio de los capitanes del capitalismo criollo, quienes cometen el recurrente error de creer las falacias de autoridad que ellos mismos promueven. Los dueños del poder fáctico tienen sus diarios de Yrigoyen. Más de una embajada (incluida la Embajada) compartía esa perspectiva, no plasmada al día de hoy.

Es deplorable que las patronales no valoren la restauración del sistema jubilatorio universal pero esa distorsión es congruente con su conspicua falta de sensibilidad social. Es más chocante que no registren que la recuperación de los fondos de la Anses sirvió para controlar las variables básicas de la economía, manejar las oscilaciones de las divisas, subsidiar a actividades productivas en apuros, mantener sólida a la caja fiscal.

La crisis económica mundial es gigantesca, ningún país la atraviesa indemne. La Argentina, para nada exenta del contexto de caída, la atraviesa en mejor posición que varias naciones contemporáneas. Y sale también airosa comparando el desempeño de la economía doméstica en cotejo con el que tuvo en de crisis anteriores.

En su discurrir cotidiano, las corporaciones registran ese devenir. Y trajinan una agenda propia con el Gobierno. “La ley de ART, la clásica discusión sobre los reintegros técnicos en las declaraciones del IVA, la devolución de los reintegros por exportación ‘pisados’ por la AFIP, la ley federal de carnes, los ingentes pedidos de créditos de las pymes”, reseña una figura relevante del equipo económico, del ala que hace uso de la palabra. Eso por arriba de la mesa y en voz alta. En registros más sigilosos, perviven los pedidos de una devaluación moderada o feroz (según los días y los portavoces).

Varios factores comunes aúnan a la primera plana empresarial. Dos son centrales: les ha ido bomba en el último sexenio, ahora están más ceñidos y le han perdido la confianza al oficialismo. Al unísono se creen en mejores condiciones para imponerle políticas o criterios. Su ideología cerril y provinciana les hace extraviar las proporciones. En todo el globo crece la intervención estatal, es usual que empresas gigantescas sean bancadas y en buena medida regidas por los gobiernos. Barack Obama les marca la cancha a las tarjetas de crédito con un discurso que, pronunciado por los Kirchner, les sonaría populista o socialista.

Mientras toman subsidios con “cláusula de empleo” los burgueses nativos ven en la Anses la punta del iceberg del socialismo. Y se hacen cruces porque funcionarios oficiales recalan en los directorios de empresas en las que el Estado es accionista. Esas sillas eran ocupadas antes por prodigios del mundo financiero, brokers de las AFJP fogueados en la lógica financiera que implotó el año pasado en la mera Wall Street. La mayoría de los empresarios los prefieren a Aldo Ferrer y, contra toda evidencia práctica, los suponen menos peligrosos. En el Primer Mundo, muchos líderes de centro o aún de derecha despotrican contra la casta de financistas que llevaron al capitalismo a una encrucijada indescifrable. Nicolas Sarkozy, Angela Merkel, Obama los fustigan en sus discursos y en la prensa europea es un lugar común la inquina contra los “paracaídas de oro” que se autoproveyeron para eximirse de la caída colectiva. Acá se los sigue venerando y se teme, sencillamente, lo que marca el tablero mundial.

La movida de Chávez detona reflejos pavlovianos, temores atávicos, demandas tradicionales. Por un lado, las corporaciones temen que las campanas del socialismo bolivariano repiquen por ellas, en estas pampas. Una hipótesis desmesurada en el peor sentido de la palabra. El frenesí de reclamos al gobierno no alude sólo a Chávez, también (especialmente) busca ganar terreno por aquí.

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Los límites: El gobierno argentino no podrá (ni podría en ningún caso) superar lo realizado por el español frente a las estatizaciones de Evo Morales o la de Aerolíneas Argentinas. Reclamar un trato adecuado, compensaciones ajustadas a la ley soberana de Venezuela, discretas intervenciones en las negociaciones. Julio De Vido anticipó ayer ese criterio. Al hacerse portavoz sinceró, tácitamente, su rol central en la relación con el gobierno bolivariano, algo consabido por los capitalistas argentinos. El superministro fue determinante en la urdimbre del acuerdo de precio y de pago por Sidor, la anterior filial de Techint expropiada por Chávez que (aunque eso nadie lo diga a voz en cuello) fue más que satisfactorio para la multinacional. Por eso continuó haciendo negocios con Venezuela.

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Acá cerca, muy pronto: Para el oficialismo la jugada de Chávez es un presente griego, a fuer de intempestivo. Pagará platos rotos de una acción en la que no tuvo arte, parte, ni anuncio. El Gobierno cumplirá su rol pero todo lo que haga será tildado de insuficiente.

Pero, además, las demandas de hoy son, básicamente, una proclama para después del 29 de junio. La expropiación (juéguese unos pesos que es una apuesta ganadora) posiblemente será jugosa, como la anterior. No es el eje de la cuestión, es un pretexto. El fantasma de la “chavización” es en términos conceptuales, berreta: Argentina no es Venezuela, ni concuerdan los proyectos políticos de sus gobiernos. La homologación es torpe, acaso hasta sea sincera en parte pero no es inocente. El objetivo es adoctrinar al Gobierno, domesticar sus arrestos intervencionistas que (en la coyuntura) están en línea con lo que ocurre en Nueva York, París o Brasilia, no en Caracas.

Lo que está en juego no es un quimérico socialismo a la argentina, es la compleja relación entre mercado y democracia, aludida en la cita que encabeza esta columna. Wolin, valga aclararlo, no es un marxista enragé sino un finísimo politólogo norteamericano, muy atento a la degradación del sistema democrático como consecuencia del avance del poder y la cultura corporativos.

Si a algún lector el punto le parece muy teórico, podemos reformularlo. Lo que se está debatiendo por doquier y también en estas pampas feraces es cómo se recompone el sistema capitalista y quién paga los platos rotos del cataclismo global. Y qué papel les cabe a los gobiernos democráticos en esa disputa. Esa es la controversia real, una determinante puja de poder.

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