EL PAíS › OPINION

Despedida y debut

 Por Mario Wainfeld

La política argentina, hubiera dicho un clásico relator de fútbol, no es apta para cardíacos. Ni para cartesianos. En la mayoría de los casos ni siquiera para gente que quiere tomarse algo en serio. Ese personaje menudo, envejecido, enemistado a morir con la sintaxis castellana, que protagonizó una patética conferencia de prensa de parado en su provincia natal no es un cómico de la legua ni un partiquino de la política. Es un ex presidente a quien su partido acompañó en triunfo y casi sin fisuras durante siete u ocho años. “Yo me quedo con el pueblo” pretendió, rodeado básicamente por guardaespaldas y movileros, huérfano de gente y de inspiración, de ese gracejo que siempre tuvo. La derrota es cruel y la edad también, sobre todo cuando no se las quiere aceptar y se intenta maquillar lo indisimulable.
Hasta la misma noche del martes subsistían propios y ajenos que pensaban que Carlos Menem había maquinado alguna operación genial, un operativo clamor que traería miles de peronistas humildes del conurbano. Daniel Lalín, cuya relación con las masas populares es proverbial, prometió ese portento. Nada de eso había, ninguna carta quedaba bajo la manga, solo reacciones neuróticas ante una realidad intolerable. El Hotel Presidente no albergaba mesas de arena urdiendo jugadas geniales. Era más bien una versión local de la fuga de la embajada norteamericana en Saigón.
Es enorme el daño que ese personaje minúsculo ha causado a la Argentina y sería exceso de autocomplacencia pensar que Menem lo hizo solo. Su visión del país y del mundo fue acompañada por muchísimos argentinos, por su partido nacional y popular (ya se dijo) y, en lo sustantivo, por muchos de sus opositores, incluidos el Frepaso y la Alianza. Un velo de infantilismo, de pérdida de valores nacionales y éticos acompasó su época que fue de oprobio, pero también de consensos muy vastos. Muchos de los que hoy gozan su caída lo aplaudieron y hablaron de sandeces como “modernidad” o “ingreso en el mundo”. Designaban así a un esquema de destructiva simplicidad, cuya piedra maestra era un insustentable plan monetario de paridad fija, transitorio por definición pero que se decretó eterno, sostenido solo mediante la entrega a precio vil del patrimonio nacional, el endeudamiento externo y el ingreso de capitales golondrina.
- El daño está por verse: Menem perdió por abandono nomás. Y, aunque nada en este suelo es seguro, da la sensación de que su patética actuación de ayer y anteayer fue su última pelea de fondo. Quiso irse haciendo daño y tal vez logre herir algo no a su contingente rival sino al sistema institucional. La magnitud del daño, dios sea loado, ya no depende de él sino de otros actores. El éxito menemista de los `90, que fue la ruina de Argentina, funcionó porque tuvo compañeros de ruta numerosos y hasta fervorosos. Su trapisonda de hoy requiere que otros actores políticos se hagan cargo de su jugada, deslegitimar a Néstor Kirchner desde la violación de las reglas. La comunidad política argentina debería rechazar su convite, reconocer que Kirchner fue el ganador de la segunda vuelta, proceder como si hubiera sacado el 70 por ciento de los votos que ya tenía, y que sólo la mala fe de un personaje oscuro y ladino le pudo birlar.
- Legitimidad en danza: Como suele ocurrir con los perversos, Menem registra bien la eventual debilidad de su contendor. La legitimidad de Néstor Kirchner será un perdurable tema de discusión, y de construcción, durante su mandato. En verdad, los sucesivos gobiernos, desde que Chacho Alvarez renunció a la vicepresidencia han tenido una enclenque legitimidad, puesta a prueba día a día. Mínimo es el poder del estado nacional, enormes los condicionamientos impuestos por los organismos internacionales de crédito, grande el poder de veto de los gobernadores provinciales. Para colmo la gente del común cree que cada vez menos en sus dirigentes y, herida por cien desengaños, tiene menos paciencia para dispensarles. La cultura política local valoriza muy poco la negociación ola urdimbre de pactos a futuro. Redondeando, los gobernantes de estas pampas han sido bastante horribles en los últimos tiempos, dato que no debería ocluir otro igualmente sólido: estas pampas son muy difíciles de gobernar.
Muchos votos o pocos votos de origen no varían especialmente este cuadro porque el principal entredicho de la sociedad es con el ejercicio de la legitimidad y no con su origen. Fernando de la Rúa amaneció con muchos votos y un clima de opinión propicio y fue licuando su legitimidad a velocidad pasmosa. Eduardo Duhalde nació con cero voto, su prestigio cayó al segundo subsuelo los primeros meses de gestión y luego repuntó. Su final, logrando que su candidato llegue a la presidencia, dista años luz de la fuga en helicóptero del aliancista que hizo añicos para siempre a su partido. La diferencia sideral entre el peronista y el radical es que aquel siempre estuvo atento a los (usualmente mal)humores sociales y De la Rúa se comportó como un autista. Duhalde, que siempre tuvo entre ceja y ceja la caída del radical, supo cómo evitarla, muchas veces concediendo, por caso cuando acortó su mandato y renunció a una eventual candidatura. Kirchner llega con mejor capital político que Duhalde y puede usar en provecho propio el aprendizaje de su precursor.
Duhalde suele explicar que el suyo fue, virtualmente, un gobierno parlamentario. Su definición, imprecisa si uno se pone técnico, describe empero algo real: el karma de presidir la Argentina exige una permanente elaboración de consensos con interlocutores cerriles y variables.
- El primer discurso: Kirchner sabe que uno de sus problemas es generar un mínimo consenso inicial y básico para su gestión. Su campaña, empero, casi no interpeló a los extramuros del peronismo, salvo en su oferta de voto útil antimenemista. En todo el prólogo a la primera vuelta el patagónico dedicó su libido al armado del apoyo del PJ, movida que en términos electorales fue exitosa. La idea de Kirchner era usar la segunda vuelta como inicio del armado de una nueva coalición política, “nacional, popular, racional y progresista” según sus dichos. Pensaba que la opción binaria del ballottage le abría paso a la elaboración de planteos generales que podían ampliar su base de sustentación política. Pero el escenario, paradójicamente a fuerza de ser tan propicio, lo indujo a cambiar de planes. Lo suyo desde el 27 de abril fue el silencio, la elusión para no perder la ventaja acumulada. Y, en suma, llegó sin hablar a los no peronistas, aunque revelando una muñeca interesante para lograr sus votos.
Ayer pronunció su primer discurso como presidente, en un marco algo desangelado, connotado por la sorpresa y la bronca. Quiso ser cuidadoso y por eso se remitió, salvo en sus párrafos finales, a un texto escrito. No era el ámbito para provocar euforias y no las hubo. Pero el debut de Kirchner como mandatario dejó su miga. Su alocución contuvo tópicos que la retórica de los ganadores en elecciones archivaron por años: mención a las luchas populares de los 70, a las militancias, a los desaparecidos. Signos, loables, de querer reivindicar pertenencias y memorias. Sin duda le granjearán críticas de la cerril derecha argentina y de sus decadentes diarios de negocios que, amen de otras lindezas, son macartistas. Pero no aluden a conflictos de gobierno actuales, a intereses concretos que una gestión nac & pop etc. debe afectar.
En cambio fue muy potente y llamativo cuando dijo que la dimisión de Menem “fue funcional a los intereses de grupos y sectores del poder económico que se beneficiaron de manera inadmisible en la década pasada”. Esos grupos acremente cuestionados estarán, de un modo u otro, en la Casa Rosada el 26 de mayo exigiendo aumentos de tarifas de servicios públicos. La retórica presidencial ha de haberlos sorprendido. Aunque nada vaya a decir, desde luego, seguramente también ha de haber sorprendido a Roberto Lavagna, un negociador consistente pero que no gusta de torear “de boquilla” a quienes pulsean con él. Fuera de estos hitos, poco hubo de nuevo y poco de ajeno a la interna peronista en el discurso presidencial. El Presidente se obsesionó quizá en exceso por una ancestral disputa por el sentido del peronismo que de poco lo ayudará para ganar legitimidad de gestión. Seguramente sus próximas apariciones irán en ese rumbo.
Kirchner convocó a todos los argentinos, frase razonable que ha perdido merced a sucesivas defraudaciones alguna capacidad de convocatoria. Y prometió no dejar los principios en las puertas de la Casa Rosada. Ojalá así sea. Apenas puede formularse una prevención: todos los presidentes argentinos que lo precedieron desde el 83 se forjaron en las tradiciones nacionales y populares. Llegaron en nombre de esos principios y fueron las correlaciones de fuerzas las que mellaron sus convicciones, torcieron sus brazos y transformaron sus partidos en una caricatura de lo que fueron. La voluntad de no ser como ellos no alcanza, aunque desde luego es imprescindible para intentar hacer algo distinto.

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