EL PAíS › TRABAJO CONJUNTO DE DEFENSA, CANCILLERIA Y DERECHOS HUMANOS

Un discreto pase a retiro para los amigos de Baseotto

En silencio, se dio de baja a los capellanes militares que actuaron durante la dictadura. Los retirados “por edad” incluyen a Zanchetta, que reconfortaba a los navales luego de los vuelos de la muerte, a Mecchia, creador de doctrina, y a Mafezzini, capellán mayor de la Armada.

 Por Nora Veiras

“Se unió lo útil con lo agradable y, sobre todo, con discreción.” Bajo esa premisa y con la irrefutable documentación de archivos, funcionarios de Cancillería, Defensa y Derechos Humanos lograron que los capellanes militares que habían cumplido tareas durante la última dictadura fueran desplazados. La longevidad fue la excusa formal para que Alberto Zanchetta, uno de los curas que “reconfortaban” a los oficiales de la Armada tras los vuelos de la muerte, tuviera que jubilarse. La misma suerte corrió Luis Mecchia, quien desde 1961 participó en el Ejército en la implantación de la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria y bajo la presidencia de facto de Jorge Rafael Videla prestó servicio en Campo de Mayo, donde funcionó uno de los mayores centros de torturas y exterminio. Angel Mafezzini, capellán mayor de la Armada e integrante del primer grupo que desembarcó en Malvinas, también fue sumado a la unidad de retirados. La continuidad de los sacerdotes vinculados al terrorismo de Estado pone en evidencia que la Iglesia sigue siendo la corporación más refractaria a revisar sus conductas. Con un prontuario todavía más aberrante, esta semana empieza el primer juicio a un sacerdote por delitos de lesa humanidad: Christian Von Wernich. Moldeado por los mismos preceptos, de la mano de Ramón Camps, le había tocado recalar como asistente espiritual de la Policía Bonaerense.

La relación del obispado castrense con el gobierno de Néstor Kirchner se tensó a principios del 2005 cuando Antonio Baseotto apeló a una parábola bíblica para sugerir que habría que tirar al mar al ministro de Salud, Ginés González García, por su discurso pro despenalización del aborto. El Presidente desconoció desde entonces la autoridad del obispo castrense como tal y le quitó por decreto el rango de subsecretario de Estado y su consiguiente asignación mensual de 5000 pesos. La inédita embestida no pudo sin embargo con la férrea resistencia eclesiástica y la letra del acuerdo con el Vaticano: el obispo sólo puede ser separado del cargo por el Papa. Baseotto pasó a segundo plano y mantuvo su trinchera en la catedral Stella Maris, la sede del obispado castrense en territorio de la Armada. Recién cuando cumplió 75 años presentó la renuncia ante Benedicto XVI, la cual le fue aceptada el pasado 15 de mayo. Quizá su mayor fracaso haya sido no haber logrado el objetivo de persuadir a los ministros de la todavía Corte Suprema del menemismo de ratificar la constitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.

El presbítero Pedro Candia, quien se desempeñó como vicario general bajo el mandato de Baseotto, quedó a cargo del obispado hasta tanto Roma eleve al gobierno nacional la terna para designar al nuevo obispo. Candia fue oficial del Ejército y tras el levantamiento carapintada pidió la baja para enrolarse como seminarista. Esta vocación la realizó y logró unir ambos amores: religión y milicia. Pragmático, el hombre se avino al planteo de la ministra de Defensa Nilda Garré para poner orden administrativo y dejar fuera del púlpito a los capellanes cuyos antecedentes figuraban en el Archivo Nacional de la Memoria y reaparecían en las causas del terrorismo de Estado.

El objetivo de la Iglesia es mantener la institución: el obispado castrense, una rémora que muy pocos países tienen. En rigor, es la diócesis más grande del país, con sede en cada una de las provincias y más de ochenta capellanes dedicados al adoctrinamiento de las Fuerzas Armadas. Al estallar el affaire Baseo-tto, quien se sumó a las plegarias por la “libertad de los presos políticos”, entendiendo como tales a los represores detenidos por delitos de lesa humanidad, se analizó en el Gobierno la posibilidad de denunciar el concordato con el Vaticano. En ese momento, la senadora oficialista Adriana Bortolozzi presentó un proyecto para eliminar la vicaría castrense. La iniciativa duerme en la Cámara alta. “Hasta octubre no va a pasar nada”, repetía ante Página/12 un funcionario que confirmó el desplazamiento de los capellanes pero se incomodó porque “lo hicimos con discreción para no generar más ruido”.

Largo camino

El presbítero Alberto Zanchetta es quizás el personaje más paradigmático de ese sólido vínculo entre religión y milicia que signó gran parte de la historia argentina. Zanchetta fue denunciado por el entonces capitán de la Armada Adolfo Scilingo como uno de los sacerdotes que en 1977 estaban encargados de asistir espiritualmente a los oficiales de la ESMA, integrantes de los grupos de tareas que secuestraban, torturaban y tiraban vivos al mar a los prisioneros de ese campo clandestino. La eficiencia en esa labor lo tuvo siempre en el corazón del arma que comandaba con mano de hierro Eduardo Emilio Ma-ssera. A partir de la recuperación democrática supo mantener su trinchera: se desempeñó como jefe del Servicio Religioso del Comando de Operaciones Navales de la Base de Puerto Belgrano y ocupó hasta diciembre del 2004 el cargo de canciller y secretario general del obispado castrense.

El papel del capellán formó parte de la queja de un grupo de querellantes de la causa ESMA, encabezados por el abogado Rodolfo Yanzón, pidiendo la recusación de varios miembros de la Cámara de Casación por la dilación en la resolución de las causas por violaciones a los derechos humanos. En la presentación, se recuerda que la Cámara de Casación tiene un convenio con la Armada para que los empleados del fuero federal puedan utilizar los servicios del comedor y gimnasio del edificio Libertad. El fiscal Carlos Rívolo usufructuaba esas instalaciones hasta que en noviembre de 2002 no lo dejaron entrar al lugar. Le dijeron que había un problema con su tarjeta magnética, pero a nadie le pasó inadvertido que pocos días antes había impulsado la acción penal por delitos cometidos dentro de la ESMA y había solicitado la invalidez de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. La misma Cámara había organizado una misa en la catedral Stella Maris para escuchar las homilías de Baseotto y Zanchetta.

Conocedora de los subterfugios para evitar exposiciones públicas que hicieran insostenible la continuidad de sus “pastores”, la Iglesia decidió sacar a Zanchetta de la estructura jerárquica del obispado castrense. En diciembre del 2004, Baseotto lo envió a asistir espiritualmente a las fuerzas especiales de paz que mandó la Argentina a Haití. Después de tan loables servicios le llegó el turno de pasar a retiro.

El capellán del Ejército Luis Mecchia consiguió, con el aval de la jerarquía eclesiástica, mantenerse en funciones hasta que las normas le pusieron un límite solo fundado en la biología. Documentos del Archivo Nacional de la Memoria dan cuenta de que se desempeñó al frente de los 33 capellanes que prestaron servicios en el Comando de Institutos de Campo de Mayo, donde funcionó la Zona de Seguridad 4 y uno de los mayores centros de exterminio del país. Desde 1967 fue capellán del Comando de Institutos. Su jefe era el general Santiago Omar Riveros, procesado por su participación en el Plan Cóndor y en el de apropiación de bebés. El cura justificó el golpe de 1976, cuando sólo “una pequeña fracción” castrense “defendía aquello que se llamaba el Estado constitucional”.

En la Escuela de Inteligencia, Mecchia predicaba la inminencia de una guerra civil. “Muchos me creyeron”, se jactó. “Lo discutimos en el nivel superior. Varias veces me llamaron para saber en base a qué elementos sostenía esa tesis. Los altos mandos coincidieron con el diagnóstico. Les costaba quebrar la estabilidad institucional, hasta que alguien les hizo entender que una cosa es la legalidad y otra la justicia.” Como era preciso “salvar al país y al sentido argentino de la existencia” se adoptaron “métodos expeditivos”, para “frenar a los extremistas y a la guerrilla internacional”. Las operaciones fueron clandestinas. “Digamos así, con la discreción de quien sabe interpretar lo que digo: si alguien es sorprendido armado, más le vale olvidar su nombre. Cuando nos encontramos ante un hombre armado, la regla es disparar primero. Gana la guerra quien comete menos errores.” Al describir al oponente, Mecchia dice que son aquellos que “tienen ideologías marxistas, organizan huelgas, arrojan volantes, siembran clavos en las calles o lanzan bombas de humo”. El tratamiento que se les da difiere según las zonas. “En el interior los rebeldes capturados son enviados a institutos de reeducación. Es mejor no preguntar dónde. En la zona metropolitana, se hace lo posible para no capturarlos.” Mecchia reivindicó también lo que llamó “propaganda gris”, destinada a destruir “no a ellos sino a sus familias” y dijo que había organizado un “programa de reeducación filosófica, cristiana, social de esa gente”. Su conclusión era que “antes de pronunciarse sobre los famosos derechos humanos hay que conocer muchas cosas”.

El caso de Miguel Regueiro, quien cumplió 31 años de servicio, es menos conocido pero no por ello menos llamativo. En marzo de este año, el ex capellán del Tercer Cuerpo de Ejército, con asiento en Córdoba, y actual párroco de un barrio de la ciudad de Córdoba declaró en los Tribunales Federales de San Nicolás por su presunta vinculación con la desaparición de personas. La detención del sacerdote se produjo por orden del juez Carlos Villafuerte Ruzo. El sacerdote, de 73 años, está involucrado en una causa que investiga violaciones a los derechos humanos y desapariciones forzadas de personas cuando se desempeñaba como capellán en distintas unidades militares, entre ellas la del batallón del Ejército que funcionaba en San Nicolás.

El abogado Claudio Orosz precisó que se trata de la causa “Alvira María Cristina y otras víctimas de desaparición forzada”, en la que se investigan hechos ocurridos entre mayo y junio de 1977 cuando un grupo de jóvenes de entre 16 y 25 años, de militancia católica en el colegio Don Bosco, fueron secuestrados y desaparecidos. Regueiro se ordenó sacerdote en 1972, fue destinado al obispado castrense y en 1977, al entonces batallón del Ejército en San Nicolás, hasta que en 1980 fue enviado al Tercer Cuerpo de Ejército de Córdoba. Según fuentes vinculadas a organismos de derechos humanos nicoleños, durante la dictadura Regueiro revistaba en sectores de la Iglesia enfrentados con el obispo de San Nicolás Ponce de León, cuya muerte es investigada por el fiscal Juan Murray.

A la luz de los antecedentes, el cumplimiento de las normas burocráticas, es decir haber llegado al límite de los 75 años, es la única regla que conmueve los principios de la Iglesia.

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Imagen: Rolando Andrade
 
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