EL PAíS › 30 AÑOS DE ABUELAS DE PLAZA DE MAYO

“Búsquedas y encuentros”

La lucha por recuperar los chicos secuestrados por la dictadura o nacidos en cautiverio, que fueron apropiados por los mismos represores, cumple tres décadas. Una historia y muchos relatos de una experiencia terrible, dolorosa y llena de esperanza.

 Por Victoria Ginzberg

Paula Eva Logares fue apropiada por un represor que la anotó como hija propia e hizo figurar en su documento que tenía dos años menos de los reales. Las Abuelas de Plaza de Mayo la localizaron cuando tenía siete años, pero su físico y su madurez eran más parecidos al de una nena de cinco. Había sufrido una retracción en el desarrollo por el trauma causado cuando la separaron de sus padres. Después de que recuperó su identidad, creció hasta alcanzar a los niños de su edad. “Al principio, hasta nosotras nos preguntábamos si estábamos haciendo bien al pedir que los niños desaparecidos volvieran con sus familias. La reacción de los chicos fue la respuesta”, dice Estela Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. En los últimos treinta años, la institución buscó a los niños secuestrados durante la dictadura o nacidos en cautiverio. Muchos de aquellos bebés que hoy rondan los treinta años tocan ahora la puerta de la casa de las Abuelas para buscar su historia.

Treinta años son muchos días de espera. Muchos días de búsqueda. Muchas miradas atentas para reconocer un gesto familiar, unos ojos que reflejen otros. Hace treinta años nacían las Abuelas de Plaza de Mayo. Fue un parto largo. Fue darse cuenta de que los militares de la última dictadura no sólo se habían llevado a sus hijos y sus hijas: también se habían quedado con sus nietos. Desde 1977 hasta hoy, las Abuelas recuperaron la identidad de 88 chicos, pero más de 400 jóvenes siguen desaparecidos. “Cada caso es un triunfo de la verdad sobre la mentira. Nos faltan muchos nietos. Nos faltan la verdad y la justicia plenas, pero mientras caminamos cada vez falta menos”, asegura Carlotto.

Las Abuelas representan, tal vez, la herida más abierta que dejó la dictadura. Los familiares de desaparecidos nunca se resignaron a la ausencia. Pero con los años, y sin ceder en el reclamo de saber qué ocurrió con ellos y que sus asesinos vayan a prisión, dejaron de esperar que sus seres queridos regresaran. Los secuestros de embarazadas o de niños pequeños implicaban la posibilidad –con los años cada vez más cierta– de que los chicos estuvieran vivos. Y generaban en sus familias la impotencia de saber que estaban creciendo sin conocer su historia, con un nombre falso y al lado de una persona que podía estar involucrada en el asesinato de sus padres.

La agrupación se gestó en La Plata, en los encuentros entre Licha de la Cuadra y Chicha Mariani, las primeras presidentas de la institución. Salió a la luz con la visita del entonces secretario de Estado de Estados Unidos, Cyrus Vance. Allí fueron las mujeres a manifestarse junto con las Madres de Plaza de Mayo y llevaron carpetas en las que relataban las historias de sus nietos secuestrados o nacidos en cautiverio.

Durante la dictadura, el mayor reto fue conseguir información y comenzar a organizarse. “Al principio creíamos que nos iban a devolver a los chicos. Muchas preparamos un ajuar o dejamos de trabajar con la idea de que íbamos a dedicarnos a criarlos. Hubo que asumir riesgos y anteponer el amor y la necesidad de encontrara a los hijos y nietos. Sabíamos que buscarlos era peligroso pero era un mandato del corazón. Lo bueno fue hacerlo juntas, darnos la mano”, dice Carlotto.

Juntas recorrieron juzgados, iglesias, hospitales, institutos de menores y despachos militares. En Europa y Brasil, donde viajaron para denunciar al terrorismo de Estado, recibieron los primeros testimonios sobre los partos clandestinos. Sobre mujeres –sus hijas, sus nueras– que habían dado a luz encadenadas y con los ojos vendados, que eran separadas de sus bebés recién nacidos y luego “trasladadas”, es decir, asesinadas. La suma de relatos de sobrevivientes de los diferentes centros clandestinos permitió que se dejara de hablar de casos “aislados” y se desentrañara el plan sistemático para apropiarse de los hijos de desaparecidos.

Mientras los militares se mantenían en el poder las Abuelas se reunían en confiterías, simulaban festejar un cumpleaños y se pasaban papelitos por abajo de la mesa. Eran tiempos de esperar escondidas a la salida de los colegios para ver la cara de un niño o niña que, según una denuncia acercada con total discreción, podía ser un nieto o nieta buscado.

El 1º de agosto de 1979, la organización brasileña Clamor localizó en Valparaíso, Chile, a Anatole Boris y Eva Lucía Julien Grisonas. Los había adoptado un dentista. Estaban desaparecidos desde el 26 de septiembre de 1976, cuando fueron secuestrados con sus padres en San Martín, provincia de Buenos Aires, donde estaban exiliados a causa de la dictadura que había en su país, Uruguay. En marzo de 1980 las Abuelas lograron la primera conquista propia: la identificación de Tatiana Ruarte Britos y Laura Malena (Mara) Jotar Britos. Las hermanas habían sido adoptadas por Carlos e Inés Sfiligoy, que contribuyeron a que recuperaran su identidad y se reencontraran con su familia. Las niñas siguieron viviendo con ellos y aún hoy llevan el apellido Sfiligoy (ver aparte).

La llegada de la democracia no allanó el camino de las Abuelas. “Pensábamos que el Estado se iba a hacer cargo de recomponer la situación y que nosotras íbamos a ser colaboradoras indirectas. Fuimos de una ingenuidad muy grande. Y finalmente nos dimos cuenta de que teníamos que seguir siendo las actoras principales en la búsqueda”, recuerda Carlotto. Encontraron en la ciencia su gran aliada, ya que lograron que se elaborara “el índice de abuelidad”, que permitía establecer con una muestra de sangre la pertenencia de los niños a un grupo familiar aun cuando faltaran los padres. Luego, el ADN facilitó las cosas. En cambio, tuvieron que padecer campañas mediáticas que sostenían que era mejor no remover el pasado ya que si bien las desapariciones habían sido “lamentables”, no había por qué “sacar” a los niños de sus “nuevas familias”.

A pesar de que el escenario no era el que imaginaban, las Abuelas siguieron con su trabajo hormiga. Paula Eva Logares fue la primera niña recuperada en democracia y el primer caso en que se usó el análisis de sangre para lograr la identificación. Había sido secuestrada con sus padres, Claudio Logares y Mónica Grispon, el 18 de mayo de 1978 en Montevideo, Uruguay, cuando tenía 23 meses. Y había sido anotada como hija propia por el represor Rubén Lavallén y su mujer. En 1986 se localizó a Elena Gallinari Abinet, la primera niña nacida en cautiverio, que estaba en manos de un subcomisario de la policía de la provincia de Buenos Aires. Para su 20º aniversario, las Abuelas organizaron un recital de rock y colgaron en la Plaza de Mayo un enorme cartel con la leyenda “¿Vos sabés quién sos?”. Fue el inicio del acercamiento a los chicos que podrían ser sus nietos desde otro lado. Hijos e hijas de desaparecidos que buscaban a sus hermanos o jóvenes que ya habían sido restituidos se habían sumado al trabajo activo del organismo de derechos humanos. Las Abuelas entendieron que ya no debían rastrear a niños, sino que su búsqueda debía orientarse a adolescentes y adultos. Se propusieron interpelarlos directamente. De hecho, hicieron que una generación entera se preguntara por su historia.

A fines de la década del ’90, la satisfacción de ver a los primeros jóvenes que se acercaban solos a la institución fue seguida por otra alegría: el regreso a prisión de los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera y otros represores acusados de ser los responsables del plan sistemático para robar a los hijos de desaparecidos y convertirlos en parte del “botín de guerra”. Si los tiempos judiciales no vuelven a dilatarse, el año próximo el caso se ventilará en un juicio oral y público.

La Abuelas provocaron, a fuerza de necesidad, el avance de la ciencia en la identificación de personas, la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, la incorporación del Derecho a la Identidad en la Convención Internacional del Derecho del Niño aprobada por las Naciones Unidas y la formación de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad.

Hoy, los años de soledad pasaron. Deportistas, escritores, dibujantes, músicos, plásticos, actores, periodistas, colaboraron con concursos literarios, festivales de música, confección de afiches, obras de teatro y películas, videos y campañas publicitarias en apoyo de Abuelas. El año pasado, la telenovela Montecristo llevó una historia de apropiación a miles de hogares de todo el país en horario central. Pero cada “caso”, como cada biografía, sigue siendo único. Todavía hay más de 400 historias inconclusas. Las más difíciles de completar son aquellas en las que militares o miembros de las fuerzas de seguridad se quedaron con los niños y los criaron como hijos propios. Por eso las Abuelas piden que el examen genético sea obligatorio cuando haya sospechas fundadas de que un nieto o nieta está cerca. Por eso buscan vías alternativas al pinchazo, como la recolección de ADN en cepillos de dientes o restos de pelos en toallas y sábanas.

La reacción de los chicos –hoy jóvenes adultos– que recuperan su identidad sigue siendo el motor central de las Abuelas. “Me di cuenta de que inconscientemente tenía un peso que no percibía. Ahora me siento más completa, más tranquila. Ahora no soy parte de una mentira”, le dijo en una entrevista a Página/12 Claudia Poblete en 2004. “No existe verdadero hombre sin verdadera identidad”, aseguró Horacio Pietragala en la conferencia de prensa en que se anunció su reencuentro. “La mentira pesa y si alguien te quiere, te quiere ver feliz, y para ser feliz uno tiene que saber quién es”, aseguró Victoria Donda en un reportaje en este diario. Dos meses después de conocer su historia Juan Cabandié habló en el acto que se realizó el 24 de marzo de 2003 en la ESMA. Allí definió: “La verdad es la libertad absoluta”.

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