ESPECTáCULOS

“Desafío Chevrolet”, el novedoso formato de la tortura televisada

Veinte personas tocan una camioneta sin moverse, apoyarse ni cerrar los ojos. La primera noche se produjeron dos desmayos.

 Por Julián Gorodischer

“Le inyectaron una endovenosa para recuperarla”, dice el conductor con una sonrisa: el jueguito de la camioneta ya lleva 14 horas y hay cuatro bajas. Que siga la fiesta en este día, en este shopping tan luminoso en el que, cada tanto, uno se desmaya. “Es normal, la presión es mucha”, asegura el personal trainer, y la cámara los enfoca en la mala: desparramándose en el piso o llorando todo el tiempo, como José que se emociona por “estar cumpliendo el sueño”. Ni siquiera el reality sádico queda al margen del lugar común, y los participantes de “Desafío Chevrolet” se suman a la consigna más rendidora de la década: la tele cumple fantasías. Claro que la de ellos, tocadores profesionales de camioneta, es muy extraña y consiste en no despegar la manito enguantada del enchapado, aunque el de al lado se descomponga, así se derrumbe el propio shopping. El que persevere, se la gana. Nadie se había animado a tanto: “Desafío...” exhibe la costura de su experiencia filonazi para que se vea a los veinte en escena en avanzado deterioro: más pálidos o encorvados después de la primera noche en vela, un ataque de llanto o una deserción en cadena. El lunes por la noche, a las 21, el programa midió 6.5 puntos de rating.
El delirio del autoritario se desata, y ya no como el sermón de “Cotidiano” o la perorata constante de “Después de hora”: ahora es tiempo de pasar a la acción, basta de cháchara. Lo que se ve es una sesión de torturas. Un “jurado” de patovicas lanza órdenes implícitas: “No te muevas, no cierres los ojos, no te apoyes para descansar”. “Desafío...” depara a sus concursantes orden y disciplina castrense para ganarse el premio. Cae uno, se desmaya el otro, abandona el tercero, y el resumen de la mañana sintetiza la pesadilla, como para que se sepa que el titán llegará hasta el final, y los debiluchos tendrán su merecido: la derrota. “Desafío...”, que conduce Martin Wullich (voz engolada para anunciar una baja más, y quedan 17...), descorre el velo: que se repita que no pueden cerrar los ojos, ni despegar la mano ni apoyarse en la camioneta, que se los vea llorar como al peluquero José, que está un poco conmocionado desde que todo empezó.
Si alguno osara desafiar al amo y cerrara sus ojitos a la madrugada, si no respondiera, pobre de él, que sería expulsado como una oveja negra, separada como una uva podrida en el racimo de sumisos. Los desmayos y deserciones, en este templo de seguridad y buenas costumbres, agregan algo de pimienta, pero la fiesta no se termina porque a la novata la hayan tenido que levantar del piso e inyectar de urgencia después de la lipotimia: que siga el baile de Las Diablitas, mujeres sexies para amenizar la tortura, y que llegue el auspicio de Mylanta para el caído por acidez estomacal. El sobreviviente merece el rango de héroe, la medalla distintiva, la palmada del jefe, y se lo ve en Internet o en vivo: inmóvil como estatua viviente, extraviado como si no fuera de este mundo, festejando con la movilera por el inicio de este “record”, olvidado por un rato de lo que espera a la salida. Son mayoría de desocupados, endeudados, quebrados con hijos, solteros sin plata: la vida como un permanente jueguito de la camioneta.
“Desafío Chevrolet” es como una mala película futurista: inverosímil, apocalíptica, una disertación filmada sobre el poder de los medios. Parece ese tipo de alegorías con moraleja que advierte sobre el peligro de que la tele se exceda en sus atribuciones. Sólo que no hay ironía ni distancia: esto es así, aquí y ahora, pasatiempo pergeñado por algún perversillo para presenciar el deterioro de los cuerpos estáticos. Wullich recorre y pregunta cómo están: alguno levanta el puño como un gladiador a la criolla, otro da vuelta la cara. La máscara del tipo sigue intacta, así describa al desmayado o entusiasme al sobreviviente. Los que quedan son la esperanza del canal para demostrar que “el sueño es posible” como si fuera un Popstar o un Gran Hermano, con ligeras variaciones: si por lo menos lacamioneta se moviera, si hubiera que perseguirla o domarla como a un toro. Pero el “Desafío...” humilla, no pide más que inmovilidad y fijeza, estatismo y silencio: no hagas nada, no es necesario. Ni talento ni viveza. Lo que interesa es otra cosa, apenas el testimonio del derrumbe.

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Martin Wullich, el conductor que espera que alguien caiga.
 
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