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Domingo, 28 de mayo de 2006

ENTREVISTAS > NOé JITRIK HABLA DE SU LIBRO DE RECUERDOS

Alla lejos y hace tiempo

Crítico, escritor y profesor universitario, experto en literatura latinoamericana, exiliado en México durante la dictadura, Noé Jitrik acaba de publicar un libro conmovedor: Atardeceres, un relato de recuerdos en los que recupera su infancia en el pueblo de Rivera, el descubrimiento de Buenos Aires, los primeros libros, la ciudad empedrada y un destino que lo alejaría por completo de esa tradición única para todo hijo: la paterna.

 Por María Moreno

Atardeceres, de Noé Jitrik, no es exactamente una autobiografía ni una ficción sobre su infancia –“yo no quería de ningún modo inventarme”–. Se trata de relatos que no avanzan sino mínimamente, como si se tratara de fijar una imagen recordada que sólo se pone en movimiento para describirse a sí misma, con el apenas esbozado fuera de campo que genera la duda entre un aparente primer sentido y su reconstrucción. Es decir, no cuando el sentido –siempre dudoso– ha sido atribuido sino cuando se lo ha ordenado en una serie en la que siempre queda algo por interrogar. Cuadernos de infancia de Norah Lange y Varia imaginación de Sylvia Molloy utilizan un registro semejante, donde una voluntad de hipótesis mínima se sobrepone a la tentación de corregirse. ¿Podrían bautizarse a estas pequeñas historias que al mismo tiempo son universos conjeturales sobre los diversos dispositivos de la ficción memorativa, sus condensaciones y desplazamientos, “magdalenas” en homenaje al objeto mínimo en cuyo sabor Proust dice haber encontrado una causa?

–Escribí un libro análogo sobre otro período de mi vida, de los años ‘39 al ‘43. Se llama Los lentos tranvías. Yo vivía en México, donde estaba también Pedro Orgambide con el que no teníamos en ese momento una buena relación. Orgambide sacó un artículo en el que contaba cómo Elías Castelnuovo pasaba por el frente de su casa cuando él era chico y lo que eso significaba para alguien que ya entonces deseaba formar parte del mundo de la cultura (desde muy joven estuvo en el Partido Comunista). Al leer ese artículo yo recuperé la imagen de un tipo que pasaba borracho por el frente de mi casa de la calle Julián Alvarez en Buenos Aires –se decía que era cocinero de la confitería Del Molino– gritando: “¡Alvear-Mosca, Alvear-mierda!”. Y entonces tuve otras imágenes de mi infancia, como la de una casa con geranios a la española, imágenes a la manera de fotografías, es decir que no apelaban necesariamente a mi memoria sino a mi memoria congelada. Es un recurso como cualquier otro, es el recurso de Bergman en Saraband, por ejemplo. Pero aquél fue el disparador: el chico Orgambide viendo pasar a Elías Castelnuovo.

Tenían distintos mitos de origen.

–Por supuesto. La memoria es como un espacio que se va llenando e inconscientemente hace un trabajo de reubicación. Algunas están ahí latentes, algunas olvidadas, otras no tanto. A medida que se evoca, la memoria se modifica, se altera. Porque la evocación nunca es la imagen depositada en la memoria: al ser elaborada mediante palabras, se produce una transformación inevitable. La escritura es modificadora. No un custodio fiel sino casi una suposición.

Atardeceres lleva un subtítulo que es una indicación tenue de lectura: relato. Aunque Jitrik considera que esta categoría alcanza también a los ensayos y los textos teóricos. Pero no es el relato autobiográfico de una vocación, es decir hecho desde un presente donde se inventa un pasado. Sin embargo, en el recuerdo de otros, el saber sobre qué fue de Jitrik hace que se lo evoque a tono con esa configuración posterior.

–Con motivo de este libro hubo una coincidencia increíble. Yo lo había terminado de escribir y, un día, mi secretaria del Instituto me avisó que me había llamado por teléfono una chica que quería hablar conmigo porque estaba escribiendo un libro. Pensé: ¿la atiendo? ¿No la atiendo? Porque esas demandas suelen ser frecuentes y no siempre agradables. Al fin me decidí a hablar con la chica. Me dijo: “Fíjese que mi abuela es de Rivera y yo estoy escribiendo un libro con los recuerdos de ella”. “Qué coincidencia, porque acabo de terminar un libro sobre mi infancia en Rivera”, le contesté. Entonces ella se entusiasmó con el asunto y nos juntamos con la abuela. Y la abuela sostuvo muchas cosas que yo no incluí en mi libro, por ejemplo que, cuando era chica, ella me venía a buscar a mi casa para jugar y que yo me veía con un montón de libros.

Es una reconstrucción a la luz de tu personaje posterior.

–Dijo también que mi mamá decía: “No puede salir porque está estudiando”. Y que ella decía: “Señora, por favor, déjelo jugar con nosotros”. Tenía una imagen de mi padre como la de un hombre severo, pero muy bondadoso. Mi papá, como cuento en el libro, fabricaba soda en un pequeño taller. Pero como el agua del pozo de casa era dura y salobre, era una soda muy fea. En algún momento él decidió ampliar el negocio. Se hizo traer extractos de bebidas gaseosas y comenzó a hacer refrescos. Esta señora me contaba que, de chica, le decía: “Déjeme ayudarlo con la soda”; entonces él la convidaba con un vaso de refresco. Y ésa me parece una verdadera traición del recuerdo, porque los refrescos que hacía mi papá eran horribles porque los hacía con esa agua salada. ¿Qué Crush podía hacer ese pobre hombre? Cuando publiqué el libro, fui a ver a esta señora de mi pueblo que se llama Esperanza Fernández y le leí algún capítulo. Me dijo muy seria: “No era así”. Era la segunda vez que me pasaba. Cuando publiqué Los lentos tranvías, vivíamos en México y mi mujer hizo un viaje a Buenos Aires. Entonces mi hermano se estaba muriendo y ella le dio a leer el borrador. El también dijo muy seriamente: “No era así”. Ese no era así es el espacio de una modificación y de una búsqueda poética que yo sigo en todo lo que escribo.

Si los textos autobiográficos suelen venir no de una experiencias sin mediaciones sino de otros textos, ¿Atardeceres tiene alguna genealogía? Hacia el final del libro aparece Guillermo Enrique Hudson.

–Hudson es un fetiche para mí. No es que lo lea todo el tiempo. Lo descubrí cuando era estudiante y era un objeto de admiración: me parecía tan fresco, tan bello lo que había escrito, que cuando leí el libro de Martínez Estrada sobre él compartí sus sentimientos. Una de las escenas más patéticas de la vida de Hudson es cuando escribió Allá lejos y hace tiempo. Estaba enfermo, afiebrado, se había quedado viudo de una bruja –quizá no lo fuera tanto– y comenzaron a aparecer sus recuerdos de infancia. A eso, Martínez Estrada lo relata con un efecto dramático que a mí me trajo resonancias que me hicieron querer recuperar para mí también ese período que parecía tragado por el tiempo. Yo también tengo 70 años o más, pensé, como cuando Hudson escribió Allá lejos y hace tiempo. Claro que ya había habido como disparador un viaje a Rivera junto a Fernando Ulloa, su mujer y la mía, Tununa. Allí me encontré con el primer libro que leí, pero no una edición cualquiera sino la misma, en la biblioteca del pueblo. Todo el resto estaba cambiado, por supuesto.

¡No era así! Esa puede ser la síntesis de la literatura misma.

Sylvia Molloy encuentra en las autobiografías de escritores una recurrencia que ella denomina escena de lectura. Esta escena suele insistir en escritores donde el acceso a la escritura ocurrió desde cierta situación de ilegitimidad. Por ejemplo, en Victoria Ocampo por ser mujer; en Sarmiento por ser pobre; ambos por ser autodidactas. Y de allí para abajo en el canon, si es que se cree en él, la escena es utilizada con ligeras variaciones. Pero, ¿cómo se construye la novela del deseo de leer en un espacio donde leer no aparece como valor?

–En la primera semana del primero inferior yo había permanecido más bien indiferente al aprendizaje. Fue, como cuento en el libro, cuando la maestra me tocó la cabeza, lo que me provocó un sentimiento que era diferente del que sentía por mi madre o por mis hermanas y entonces, en una semana más, aprendí a leer y escribir. Es decir, hay un toque que me hace entrar en un deseo de agradar o de algo por el estilo. Esta historia tiene mucho éxito entre las mujeres que me escuchan. Que fue por amor que yo aprendí a leer y escribir.

Tus padres no conocían bien la lengua y la escuela suele ser un espacio de recuerdos humillantes. ¿Hubo para vos experiencias de ese tipo?

–Antes que mi papá muriera fuimos a vivir a Villa Crespo y ahí había toda una comunidad que no hablaba bien el castellano. Sí, me acuerdo de que en la escuela primaria vino mi papá a hablar con la maestra. Tenía en ese momento un carrito tirado por un caballo y apareció con un látigo en la mano. Casi me muero.

Buenos Aires irrumpió en tu hábito de lectura.

–En esos primeros años, yo lo único que sentía era una avidez por la ciudad. Quería tragármela y hacía paseos con una actitud casi de armar un inventario. Hubo una escena inaugural a los pocos meses de llegar cuando mi hermano, un poco mayor que yo, me llevó al lugar en que Corrientes se convertía en Triunvirato. Me la señaló como si estuviéramos a la orilla de un río, diciendo: “Mirá, ésa es la calle Corrientes”. Me acuerdo de que era angosta y estaba hecha con unas maderitas. Triunvirato tenía empedrado. En ese momento no leía, estaba en eso. Hasta que mi hermano, que era telegrafista en el pueblo, me regaló una antología de Rubén Darío que había sacado de la biblioteca. Si lo infantil había sido el descubrimiento de la lectura, ese libro fue el descubrimiento de la escritura.

Desde la experiencia del exilio, ¿cómo es el recuerdo de la Argentina? ¿Es el de Buenos Aires? ¿O el de Rivera? ¿O una mezcla de los dos?

–Hay una canción de Celia Cruz donde ella habla de su voz y dice que con ella puede atravesar cualquier herida, cualquier tiempo, cualquier soledad sin que la pueda controlar. Esa letra era reveladora de mi manera de vivir el exilio, de aceptar el lugar donde estaba. Porque para mí no había una dimensión territorial. Existía el ofrecimiento mexicano y el drama argentino. La experiencia de extrañar podía aparecer indirectamente, por ejemplo, al estar viendo los volcanes de la ciudad y, al mismo tiempo, escuchando por la radio del auto una canción de Kurt Weill y Bertolt Brecht.

Se te recuerda muy solidario.

–Yo me sentía un poco al margen de los tipos con una filiación política, con un sentimiento de envidia, si se quiere, hacia aquellos que habían tomado la decisión de la militancia, el valor. Por eso no me sentía muy bien conmigo mismo. Entonces suplantaba eso con una acción de otro carácter. Sí, discutía de política o suscribía a declaraciones, pero lo más verdadero para mí era la política de solidaridad. Me he pasado mañanas enteras en la Secretaría de la Gobernación haciendo trámites o sacando gente de la cárcel. Esto que para los demás puede parecer como una gran cosa, para mí es la manifestación de un déficit.

Los libros que operan con la memoria suelen hacer el relato de la transmisión de rasgos familiares. En Varia imaginación, de Sylvia Molloy, la narradora evoca cierto gesto de la madre que ella repite sin darse cuenta. A veces cita efectivamente las palabras de la madre, otras la cita es física. En Atardeceres, el narrador se propone como un corte con todo lo que lo precede.

–Es que mi padre no me dejó una lección de ningún tipo. Todo lo que tengo de él es el residuo significante de su firma en la libreta de calificaciones. El punto de partida de Atardeceres fue ése: de los rasgos de la grafía de mi padre, sacar algo. La mano, cuando traza signos, deja en cada trazo el depósito de una energía particular y a eso lo han entendido los chinos, que pintan de pie. La descarga energética sobre el papel que se realiza de pie es muy diferente de la que se realiza sentado. Ahora, ¿en qué consiste la diferencia? En que lo que se transmite tiene densidades diferentes y opuestas. Cuando se escribe desde arriba con un pincel como los chinos, quizá no se pueda hacer más que dibujos. En la película que he visto sobre Pollock pasa lo contrario: él no puede dibujar, arroja la pintura. Cada grafía supone, implica un depósito que actúa, pero que es muy difícil de definir y, casi diría, no hay derecho a definir. En la firma de mi padre, ¿por qué hay esa fuerza en el trazo de la T y los otros trazos tan débiles? ¿Por qué la T, que es la viga que sostiene el edificio de esa escritura? ¿Qué significaba desde el punto de vista de él?

Es una cruz...

–Su cruz es el problema. Ha venido desde la lejana Minsk cuando sólo tenía diecisiete años. ¿Dónde había quedado metido? ¿Qué hacía en este lugar? El creía que iba a Nueva York y cayó acá sin conocer la lengua. En Rivera. Era inteligente, porque cuando yo era chico ya escribía en castellano.

Jitrik siempre está en obra, si no, se siente perdido. Ha cultivado todos los géneros con la misma obsesión con que, en su juventud, hacía el inventario de la ciudad, iniciaba una colección de discos de jazz o se veía todos los conciertos del Teatro Colón desde el gallinero. Cuando le colocaron un marcapasos en el corazón se sorprendió ligeramente: era un órgano tan literario. Luego comprendió que se trataba de una realidad sin metáforas.

–Después de la operación, que me despertó todos los terrores, tuve una depresión muy fuerte de la que no sé si estoy repuesto. ¡La verdad es que una cosa es tener terrores a lo Raskolnikov y otra cuando se tienen más de 70 años! Los días previos a la operación yo no estaba especialmente intranquilo. Mis dos hijos me acompañaron al hospital. Estábamos ahí esperando, hacíamos bromas. Y yo pensaba en qué iba a ocupar el tiempo de espera y de restablecimiento. Me llevé una autobiografía de Koestler y papel para escribir. Antes de entrar al quirófano, una mujer me dijo: “¡Usted es fulano de tal!”. Así que, cuando terminó la operación, me llevaron a la unidad coronaria ya gozando de mi fama. Me sentía bien y empecé a leer a Koestler. Al rato pasó un chico amigo, que es médico en ese hospital. Le dije un poco paródicamente: “Si después en la guardia tiene un rato, venga a charlar conmigo porque no puede ser que esté aquí y no pueda hablar con nadie. Me están desaprovechando”. Llegó como a la una de la mañana. Yo estaba despierto, leyendo. Y nos pusimos a conversar como hasta las tres. ¡Cómo no me iba a excitar la situación si me mencionó un fragmento de una novela mía, Citas de un día, y me pregunta el sentido! Y yo empecé a hablar hasta por los codos con una euforia loca. Al día siguiente volví a mi casa y me desmoroné. Me costó dos años salir. Llanto, mudez, miedo. Tanto que empecé a ver a una psicoanalista. En una de las sesiones le conté sobre la foto que ilustra el libro donde aparece mi abuela Bernardina con sus nietos. Hay un detalle en esa foto que es el cuello de la camisa de uno de mis hermanos. ¿Por qué me fijo en ese detalle? ¿Qué es lo que me llama la atención? Era una camisa común, de un color neutro, seguramente cosida por mi madre. Me pareció tan significativo eso que lo traduje como una cifra de los que son mis búsquedas. Me fijo en esas cosas que no tienen ni objetiva ni históricamente ninguna densidad ni importancia pero, lo mismo que el trazo en la firma de mi padre, me permiten seguir adelante. Ir un poco más lejos en la significación que esas cosas puedan tener. Y cuando tengo algo entre las manos, empiezo a sentirme real. No feliz, real.

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Imagen: Jorge Larrosa
 
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