VERANO12 › POR RODOLFO RABANAL

Tánger o la vida simple

Una noche de agosto del año 1972 tomé las primeras notas de esta historia y di forma a un breve retrato.

Madranza –escribí entonces– es un hombre pequeño, de andar vivo y maneras cuidadosas. El pelo abundante, rubio y encanecido, contrasta saludablemente con el espesor y el tinte arenoso de su piel. Los ojos claros y de escueto diseño suelen chispear con amables reflejos aunque no siempre consigan ocultar la huella de antiguas privaciones.

Cecilio Madranza es un hombre simple que se gana la vida lustrando zapatos en un rincón suburbano de Buenos Aires.

Años después, al ponderar estas notas, consideré que el riesgo de este retrato era el sentimentalismo, salvo que la seca concisión del modelo me eximiera de ese peligro.

Y sin embargo ¿por qué Madranza y no otro? ¿A quién podría interesar la anodina peripecia de un lustrabotas de barrio?

Tal vez haya una sola razón y esa sola razón sea suficiente. Porque la historia de Cecilio Madranza es, salvo un último detalle, la expresión de una existencia coherente. Pero aun ese detalle, que no pocas personas considerarán excepcional, es en definitiva el deslizamiento singular que toda regla exige para su cabal cumplimiento y, en un orden acaso más hondo y enigmático, el justo epílogo de una manera de ser.

Traté a Madranza entre junio de 1972 y agosto de 1974, un período que, como bien se sabe, corresponde a una época difícil, y fue la frecuentación poco menos que distraída de una esquina, al sur de Caballito y en el extremo oeste del Parque Chacabuco, que permitió estos encuentros. El vasto café Tánger, en la misma calle de la Medalla Milagrosa, dio lugar a las entrevistas, porque era allí donde Madranza ejercía su oficio.

Enjuto, en los cincuenta ya largos, su voz, que nunca alcanza los tonos altos es, sin embargo, enérgica y altiva, como la posición que adopta en ocasiones su cabeza, llevada hacia atrás y hacia arriba por el impulso de ese gesto severo y despejado con el que confronta a su interlocutor, “con la frente alta”, según él mismo dice. Una mañana, después de que hubo puesto mis zapatos como nuevos, Madranza creyó conveniente agregar algo a propósito:

–No vaya a pensar que abundan –dijo– los que conocen este oficio como yo lo conozco.

Y me explicó que su pericia era comparable a la que se exhibe en los mejores salones de lustrado.

–En los salones –dijo–, la calidad y el cuidado de una lustrada es lo que importa. Porque la pomada por sí sola no asegura la virtud del brillo. Esa virtud depende en todos los casos del toque personal del lustrador.

A juicio de Madranza, el cuidado que uno pone en sus zapatos, como la atención puesta en el arreglo, señala la personalidad del hombre.

–Hoy por hoy –comentó–, la gente ha perdido esos reparos. Ahora importa menos cuidar las formas.

–Pero no ocurrirá –opiné– que se les concede menos atención a las apariencias...

–No lo creo –contestó–, porque yo tengo para mí que las formas son una cosa y las apariencias son otras. Así me parece, perdonemé.

Observé el pelo engominado, la camisa vieja pero limpia y bien planchada. Madranza hablaba de sí mismo, con el velado orgullo de quien sostiene lo que dice con el propio ejemplo.

En aquellos años vivía con su segunda mujer en una casa de pensión próxima a la avenida Rivadavia, en el área sur de la dilatada zona de Almagro. De su primer matrimonio tenía dos hijos, una mujer y un varón, ambos casados. La madre de sus hijos murió en 1962. Los primeros tiempos de soledad fueron duros, sobre todo porque él no aceptó alejarse de los chicos, que todavía entonces lo necesitaban. Pero en nada ni en nadie encontraba consuelo.

–Nunca pensé –me dijo– que llegaría a sentirme como un huérfano, siendo, como era, un hombre grande. Bueno, caí enfermo y debieron internarme. Perdí un mes en una cama del Hospital Muñiz, y al fin, cuando dejé el hospital, descubrí que los médicos habían matado mis males, y también el dolor que los había producido, fijesé.

Después me habló de su segunda mujer:

–Mi señora –dijo– hace limpieza a domicilio y gana lo suficiente, así que entre los dos llevamos una vida decorosa.

En la casa de pensión de Almagro ocupan una sala amplia con balcón a la calle. Tienen allí una heladera pequeña, una radio y una hornalla de gas, y a la tarde, cuando se reúnen después de una larga jornada, matean y hablan.

–Usted sabe –comentó sonriendo–, mi señora y yo tenemos mucho que decirnos, aunque a veces no digamos nada... Tomamos unos mates con tortitas negras, de esas que llevan encima una capa de azúcar quemada, y que mi señora sabe preparar, sobre todo cuando llegan los fríos, como en esta época.

Los viernes a la noche, aunque no necesariamente todos los viernes, visitaban la casa de un cuñado que vivía a dos cuadras de la pensión, en Quintino y Venezuela, y pasaban allí un largo rato viendo televisión.

Pero lo que a mí más me gusta –ha dicho Madranza con un gesto decisivo– es el baile: tango y folklore, aunque principalmente el tango. Yo lo bailo muy limpio porque no soy amigo de abundar en firuletes.

Después hizo un silencio y al fin, con un guiño, añadió: Y ya que estamos en tren de confidencias, le diré que a mi señora la conocí en el salón, bailando.

En tren de confidencias, Madranza me ha hecho saber que un hombre conoce la calidad de una mujer por la forma en que, en el baile, ella tiene de “afianzarse” al compañero. Y como hablando para sí, añadió: la mujer que sabe darse fácil y segura en el baile sabrá también desempeñarse en la cama como ninguna otra. Es así.

Por lo que ha dejado entrever, su mujer es bastante atractiva, y si bien cruza ya los cuarenta y cinco, tiene la piel de una muchacha y los ojos llenos de luz. Se conocieron hace cuatro años en el salón de la Sociedad de Fomento 25 de Mayo, en la calle Venezuela, y él supo desde esa noche que ella le estaba destinada.

–Fue un golpe de ilusión, si usted me entiende.

Según me ha confiado, él no es del tipo de hombre afecto al alcohol. Unos pocos vasos de vino tinto y, a veces, en invierno, una grapa, es todo lo que toma. Fuma cigarrillos negros 43 sin filtro, porque el filtro, sostiene, le quita parte del gusto y porque, además, le agrada tratar el cigarrillo entre los dedos antes de encenderlo. Madranza va a la cancha domingo por medio, pero el fútbol no es en él una afición que lo ciegue, se trata más bien de tomar aire y sol en medio del gentío y de la diversión que pueda sacar del partido.

–No, ni el trago ni el fútbol, si he de serle honesto. A mí, como le he dicho, es el tango lo que me arrastra.

Ayer (escribí en algún momento del invierno del ’72) Madranza evocó algunos platos y juegos de la niñez. Hacía frío, pero el sol relumbraba en el veredón gris y amplio de la calle de la Medalla Milagrosa, y los pájaros, alborotados, se daban el festín a las puertas de la panadería Fortella, cuyas vidrieras exhiben postres decorados y canasta plenas de fruta abrillantada.

–Cuando yo era chico –recordó Madranza–, en días como el de hoy, mi madre preparaba polenta o puchero, tanto una como otra cosa en una olla gigante. La veo todavía, figuresé, después de tantos años, revolviendo el guiso con una cuchara de madera, los ojos medio cerrados, inclinada y silenciosa por encima de la nube de vapor. Creo –dijo después– que agosto era el mes de la billarda. Quizás usted nunca jugó a la billarda. Me parece que era también la época del trompo y de las bolitas y, claro, de la pelota. Pero para jugar a la pelota todas las épocas eran buenas, ¿no es cierto? La billarda y las bolitas tenían en cambio sus épocas fijas.

He notado cuánto le agrada hablar de comida. Por lo visto, cree en los placeres de los buenos platos calientes, confía en los efectos de la cocción lenta y alaba la combinación de alimentos y especies. Y sin embargo, es frugal y económico, y acaso monótono como todo criollo a la hora de elegir su almuerzo diario. Y esto es de por sí contradictorio.

Pequeños ritos placenteros y vicios baratos, como él mismo dice, son las cosas que confieren sustancia a los días de Madranza. Cada semana, los viernes o los sábados, se llega hasta la rotisería Cabourg, en Primera Junta, y compra allí una buena lata de sardinas españolas, más una fragante porción de queso Talhuet. Sostiene que las sardinas españolas no deben comprarse en cualquier parte.

–Cabourg tiene las mejores y más baratas sardinas gallegas. Y tiene también buenos fiambres asentados y buenos pollos.

–Pero, en realidad –digo yo– esas sardinas vienen de España, de modo que cualquier otra casa especializada podría igualmente importarlas.

–Bueno –me dice–, Cabourg, en todo caso, importa las mejores.

Un par de días más tarde, me ha dicho que él no tiene más capital que la salud y la energía de sus brazos: “Por eso –ha dicho– yo llamo pobre al que ni eso tiene”.

Estos son tiempos en que el fuego de la discusión se enciende fácilmente en las mesas del café. Aquí, los parroquianos confrontan sus opiniones y cada uno pretende prevalecer sobre el otro haciendo flamear la noción indiscutible de su saber sobre economía o política, y no son pocos los que sueñan con el advenimiento de una nueva era de prosperidad y justicia. Madranza se desliza entre las destempladas argumentaciones como un pez delicado y silencioso en un mar de erizos. El, por su parte, es “descreído en política” y jamás le dio por apegarse a un comité o unidad básica. “Me doy cuenta –dice– de que en tales cuestiones no tengo oficio ni beneficio. Que yo sepa, y perdone el criterio, la política nunca ha arreglado gran cosa...”

–Sin embargo –añadió luego–, con Perón yo estuve bien, y tal vez sea peronista, pero en ese caso no pienso que se trate de política, sino de agradecimiento. Tampoco –me ha dicho– tengo ambición de riqueza. La gente como yo no puede permitirse esos sueños. Porque si usted es honesto y apocado va a ser difícil que salga de pobre, a menos que le caiga la lotería.

Madranza se ve a sí mismo como una persona tranquila: sospecho que ha querido decir pacífica o impasible.

–Salvo en los tiempos mozos, nunca me peleé con nadie.

Pregunté entonces si nunca había sido protagonista de un malentendido que lo haya llevado al ofuscamiento. Me contestó que hacía tiempo que no se ofuscaba hasta el punto de que valiera la pena irse a las manos.

–Pienso –reflexionó– que es una cuestión de sangre. Yo tengo sangre tranquila, o sea que hay que calentarla mucho para que desborde. En fin, considero que por eso mismo me molesta la política, porque la política es un poco como una riña entre gente astuta. Y yo, le confieso, no soy para nada astuto.

He insistido preguntándole si no encuentra que la política sea, después de todo, útil para algo y en consecuencia necesaria y entonces, al fin, inevitable. Contestó que sí, que lo ha pensado, pero que nadie pudo nunca quitarle el descreimiento que él tiene.

Hemos vuelto, de golpe, a lo orgánico, a lo privado. Cecilio Madranza es frugal. Su desayuno consiste en unos mates amargos y un par de galletas. El mate lo despierta y estimula sus intestinos. Me ha dicho que “va de cuerpo” una vez al día puntualmente y sin dificultades y que para él no hay mayor bien que el sereno equilibrio de un organismo sano. Con todo, no deja de ser sorprendente que un hombre de su naturaleza diga ser, al mismo tiempo, tan sensible a los placeres de la cocina. Con el correr de los días llegué a sospechar que la frugalidad de Madranza denota carencias que él desea esconder.

–No olvide –me ha dicho– que yo nací y me crié en el campo, donde tuve poca escuela.

Madranza nació en un pueblo de la región cerealera, a unos doscientos kilómetros de Buenos Aires. Su padre había sido un hombre hosco pero muy trabajador y había manejado una chacra. Hijo de portugueses, apenas si sabía escribir. Su madre, hija de una gringa rubia del Piamonte y de un criollo de Santa Fe, dueño de corralones, había criado siete hijos, algunos de los cuales estaban ya muertos.

El abuelo materno había sido asesinado poco antes de que naciera Madranza, se decía, en una riña de comité, pero algunos aseguraban que lo había baleado en un burdel de Rosario después de una borrachera colectiva. La madre de Madranza lo recordaría siempre como un hombre de “mala sangre”. En cuanto al hijo del portugués, también él era un tipo duro, no pendenciero, pero sí bastante insensible. Mi madre ha evocado Madranza era muy dulce. Ella me sanaba los dedos agarrotados con una franela caliente cuando, en invierno, se me helaban en el rastrojo. Pero mi madre jamás se quejaba, ella hacía lo que creía era conveniente hacer. Mi padre, me parece, era un hombre cruel que se contenía. Era una de esas personas que ponen la crueldad en el trabajo, en el deber y en la explotación, si me explico. En fin, aunque me avergüence un poco decirlo, yo no le tenía apego, pero sí miedo.

Madranza dejó la casa paterna a los dieciocho años, fugándose en el tren nocturno.

A principios del ’73, supe que había arreglado con los dueños del Tánger para ocuparse de la limpieza de los vidrios y ventanas a cambio de un desayuno y un plato de comida. Lo vi entonces y me dijo que él no podía pasarse sin un plato caliente, aunque éste fuera escaso: “Mi organismo me lo pide”. Meses después, entrado ya el otoño, una tarde volví a encontrarlo. Había adelgazado, padecía de jaquecas y ya no dormía tan bien como antes: “El doctor me encontró normal y atribuyó mi estado a los nervios. Pero yo soy tranquilo, como usted sabe”.

–Será la edad –comentó al fin con un dejo de melancolía.

Días más tarde me hizo saber que se sentía muy desganado: “Ayer, por ejemplo, me arrastré sin ganas, sin voluntad para nada”.

Además, lo hostigaba la carestía de la vida. “Un almuerzo –me dijo–, en cualquier bodegón de mala muerte, cuesta hoy no menos de 900 pesos.” Me solicitó que le explicara en qué consiste la inflación. Naturalmente, no supe muy bien qué decirle. “Mi señora –añadió– ha tenido la fortuna de colocarse en una buena casa y ahora gana ella más de lo que gano yo con mis lustres.” Le contesté que ésa era, al menos, una buena noticia.

Se encogió de hombros. Parecía desconcertado: “Yo creo –comentó– que uno no debe ganar menos que su mujer”. Le dije que no veía razón para no aceptarlo. Pensó un rato y, al cabo: “Sospecho que es la crianza, el orgullo... Le confieso que no lo sé”.

En septiembre, la enfermedad se abatió sobre él. Los médicos diagnosticaron una anemia. Lo visité en su cuarto de hospital. Estaba incómodo y había enflaquecido aún más, pero trató de disimular su disgusto y sus preocupaciones y agradeció mi “cortesía”. Una mujer de brillantes cabellos negros, amplio pecho y ojos fulgurantes, estaba allí junto a la ventana. Madranza hizo las presentaciones:

–Mi señora...

Ella se inclinó para arreglarle la almohada y la blusa se le abrió un poco. El le hizo una observación discreta y vi que ella se componía el vestido sin ocultar una sonrisa traviesa. Sus dientes eran blancos y grandes, quizás un tanto grandes para la boca más bien pequeña y firme. Madranza la miraba desde una intensidad agotada. Ella se arreglaba ahora el pelo sentándose con la espalda erguida. Llevaba un saco de cuero negro y una falda descolorida y corta. Al costado de la silla reposaba una cartera de mano muy abultada. Dijo algo que no comprendí e inmediatamente después sus ojos se posaron en la claridad de la ventana. Parecía dormida, o entregada a un sueño elemental aunque misteriosamente propio.

Pasó el tiempo, y Madranza sanó. Una tarde de sábado se hizo ver de pronto junto al largo mostrador del Tánger, vistiendo un traje de noche azul marino a rayas negras y solapas cruzadas.

–El lunes –me dijo– retomo el trabajo. Afortunadamente, ya estoy en condiciones.

Parecía, en efecto, repuesto, pero noté que su mirada había incorporado una novedad o perdido, quizás, una condición. Una furia esquiva y una prevención opaca restaban gracia y claridad a sus ojos. Busqué inútilmente la antigua afabilidad y pensé en los estragos del mal que lo había postrado. Pregunté por su mujer. Antes de contestar, Madranza se tomó el tiempo de encender un cigarrillo.

–Usted y yo la vimos por última vez el mismo día. Es para no creerlo.

Al principio no entendí. Madranza explicó lo que había ocurrido en pocas palabras:

–Estuve internado cuarenta días, pero ella sólo vino a verme tres veces, la tercera fue la que coincidió con su visita. Cuando me dieron el alta y volví a la pensión me enteré de que me había abandonado. Como ve, una mala mujer.

Dijo que ahora lo atendía su hija, que era ella quien se ocupaba de su salud:

–Vea un poco cómo son las cosas: mi hija, como si dijéramos mi madre. O mi mujer.

Esa noche iría al salón 25 de Mayo: “Me he trajeado, comentó, para salir un poco y volver a vivir”.

Quiso que yo aceptara una grapa. Dije que sí, naturalmente, y brindamos por algo demasiado general y obvio, como puede ser la vida, la salud o el amor.

Después de aquella tarde de sábado, debió transcurrir algún tiempo hasta que yo volviera a saber algo de Cecilio Madranza. Un viaje prolongado me alejó de Buenos Aires, y la vida con sus nuevas rutinas me separó definitivamente del Tánger.

En el verano de 1974 redacté toda una primera versión de la historia de Madranza, consultando las notas que había tomado desde el principio. La vida simple y coherente de un hombre de pueblo, la vida, en fin, de Madranza parecía ilustrar la opinión del teólogo Kurt Niederwimmer, según la cual el hombre sencillo se ama a sí mismo, en tanto que el neurótico encuentra ese aprecio irrealizable.

Añadí a mi historia –en definitiva, no más que un retrato– algunas observaciones sobre la pasión, apoyadas sobre todo en la atractiva aunque extravagante figura de la danza marital, donde todo es lucha por la dominación final entre dos contendientes que son el macho y la hembra. En casi todas las versiones de la leyenda, el macho consigue al fin atrapar a la hembra en el círculo de su interés, pero sólo para que ella termine por devorarlo. Madranza, trabajado por el hambre y el deseo, parecía corresponder a esa designación cruel y fantástica. Que su salud recuperada y la voluntad de vivir le hubiesen permitido trascender su derrota en nada cambiaba la certeza –legendaria– de un destino cumplido. Ahora intentaría una vez más la danza inmemorial, pero, en cualquier caso, otra sería la historia.

La vida se ocupó, sin embargo, de redondear su trama con una resolución más neta y, por supuesto, imprevisible.

Un mediodía de invierno pasé por el Tánger. Julio de 1974 fue un mes aciago, de fundamentales definiciones; la oscuridad del cielo, el frío y la llovizna sin fin contribuyeron al duelo nacional. La muerte de Perón, se recordará, dio lugar a una asamblea final donde las esperanzas de algunos no alcanzaron para levantar la barrera que habría quizá detenido la negra ola que iría a romper sobre todos nosotros.

La gruesa mano del patrón del Tánger apretó la mía en un fuerte saludo. La sala estaba colmada con todos los notables del barrio. Todo el mundo hablaba y el bullicio era agobiante. Yo miré en torno buscando a Madranza junto a alguna de las mesas. Al no verlo, pregunté si se había tomado el día franco. El patrón terminó de pasar un trapo de rejilla sobre la chapa pulida del mostrador y enseguida me extendió un pocillo de café espumante: “La casa invita”, dijo. Y añadió:

–Pensé que usted lo sabía. Hace ya meses que Madranza está preso.

–¿Preso? ¿Pero qué ha hecho..?

–Si cabe decirlo... La hizo bien gorda –y bajo la voz–. Mató a su mujer a balazos. Le metió, dicen, cinco tiros: dos en la cabeza y el resto en cualquier parte.

Según se comentaba, la había sorprendido con otro hombre, pero no había ninguna certeza.

–Raro que no se haya enterado. Salió en todos los diarios.

Unos días después, traspuse las cinco puertas custodiadas del penal de Devoto y llegué a una salita vacía donde me hicieron aguardar. Unos bancos de madera sin respaldo habían sido dispuestos contra las paredes, que apenas conservaban algún resto de pintura. Una mesa de madera ordinaria y una silla alta se alineaban junto a la puerta estrecha, de fierro y chapa. La única ventana de aquel ámbito, enrejada y más alta que ancha, captaba la luz turbia que venía de un patio cerrado a medias cubierto. Del cielorraso pendía una lámpara amarilla que difundía una claridad pobre y medio herrumbrosa. La atmósfera interior olía a rancio, a hervores pasados y a humedad. Supuse la proximidad de la cocina.

Esperé unos cinco minutos, al cabo de los cuales se dejó oír un fuerte golpe de cerrojos y de inmediato unos pasos distantes a lo largo de un pasillo que yo no podía ver. Un carcelero corpulento y oscuro ocupó el vano de la puerta y pasó a sentarse en la silla alta apoyando los codos en la mesa de madera ordinaria, Madranza venía detrás.

Me pareció más pequeño, y los ojos más claros y hundidos. Me estrechó las manos. Llevaba un suéter que le iba demasiado holgado. Los pantalones tampoco le ajustaban muy bien. Sacó un atado de 43 sin filtro y me ofreció uno. Fuimos a sentarnos al rincón más alejado.

Me dijo que a veces añoraba su oficio, pero que esa añoranza no era grave. Esa añoranza, me dijo, parecía más bien encubrir otras. No dijo encubrir, dijo tapar. Pero, por lo demás, se sentía tranquilo y, en ocasiones, hasta se sentía muy bien. Me preguntó si había vuelto al Tánger, le dije que había vuelto una vez. Después fumamos un rato en silencio. Yo observaba esos finos parietales socavados que lo reparaban de toda vulgaridad, mientras pensaba (simultáneamente) que yo había subestimado las alturas a que pueden llegar las pasiones. De pronto, su voz cortó mis conjeturas: –Seguro que a usted debió parecerle increíble...

Asentí con un movimiento de cabeza. Madranza dijo:

–Yo jamás hubiera podido imaginar ese momento... Pero el hecho es que fui capaz de llegar a ese momento sin necesidad de imaginarlo. Eso me trabaja en ocasiones la cabeza, sobre todo en la cama, en la oscuridad.

–La quería usted mucho –le dije.

Se quedó pensativo mirando la columna de humo azul que escapaba de su boca. El guardián controlaba unos papeles, al parecer distraído de nosotros. Luego, Madranza dijo: “Hay cosas que escapan a mi entendimiento. Mi educación, usted sabe. Quiero decir que debí quererla, siempre lo creí, y sentía además que era ella mi última oportunidad de juventud, mi último gusto por la vida. Pero le juro que hay cosas que no llego a comprender...

–¿Qué cosas?

–Por ejemplo... Vea, he llegado a pensar que la quería porque ella había hecho posible que yo me quisiera más a mí mismo... Ya ve, es un disparate.

Me ofreció otro cigarrillo.

–Y además –dijo–, hay otra cosa muy rara, y es que un tipo como yo pueda matar. ¿Se da cuenta de lo que esto significa..?

Lo miré en silencio sin arriesgar ninguna respuesta.

–...que matar, a fin de cuentas, sea una cosa así de sencilla, como un choque, no sé cómo decirlo, como si estallara un trueno en un día despejado. Y un segundo después, ya no hay nada que hacer, y uno desearía volver atrás y decirle a la persona que está allí: bueno, fue un juego, ya está, ahora sigamos como antes.

Le pregunté si volvería a hacerlo. Pensó un largo rato, tanto que creí que no había oído mi pregunta. El guardián anotaba ahora algo en un papel, se oía el deslizamiento un poco áspero y discreto de la pluma sobra la hoja. Yo estaba a punto de repetirle la pregunta, cuando Madranza me dijo, o dijo quizá para sí:

–Imposible. Eso ya fue hecho, para siempre.

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