El episodio trascendió en el mundo entero. El 6 de enero de 1994, un tipo aparentemente enviado por su máxima rival le pegó un bastonazo a la patinadora Nancy Kerrigan, con la intención de quebrarle una pierna y sacarla de las pistas para siempre. La rival se llamaba Tonya Harding, y tal como puede imaginarse, no terminó bien su carrera. Es posible, sin embargo, que la principal competidora de Tonya Harding no haya sido aquella patinadora sino su mamá LaVona, monstruo de flequillo, anteojos gigantes y cigarrillo en mano, que viene de brindarle a Allison Janney el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria. La bella Margot Robbie, magnífica como la victimaria y víctima Tonya Harding, tuvo que conformarse el domingo en cambio con aplaudir desde la butaca a su colega Frances McDormand, que sacó todos los boletos para el rubro de Mejor Protagonista Femenina.

Nacida en un hogar humilde del interior de los Estados Unidos, criada a los golpes, Tonya descubre, de pequeña, que puede patinar. De allí en más se aferrará a su malla enteriza y su calzado con filo, perfeccionándose para llegar a lo más alto. Hasta el momento, lo único que sabía hacer era cazar conejos con su padre en los bosques de Oregon y aprender junto a él a reparar un auto. Su otro aprendizaje consiste en soportar el maltrato de su madre, que incluye tremendos cachetazos y empujones que la lanzan lejos de su asiento. Camarera en un típico bar rutero, fumadora de varios atados diarios, el personaje de LaVona permanece inexplicado, lo cual no es ni bueno ni malo. Que eche a su marido de casa se entiende: una mujer como ella sólo podría tener a su lado uno de esos perros viejos, habituados a aguantar patadas. Que se comporte como lo hace con su hija se entiende menos, sobre todo porque su conducta es contradictoria: es ella la que tiene la idea del patinaje, y es ella la que de allí en más se ocupará de meterse en la vida de Tonya, de saboteársela, de hacérsela imposible.

En un caso así la única solución es irse de casa, sola o acompañada. Tonya lo hace del brazo de Jeff, el pobre tipo que eligió como marido y con el que no hará sino repetir su historia de castigos físicos, hasta que con siglos de dilación tome la decisión de divorciarse. Está claro: lo único bueno que esta chica puede hacer con su vida es poner la cabeza en las pistas de patinaje y olvidarse de lo demás. Eso es lo que hace, hasta el punto de conseguir un record histórico: Harding es la primera patinadora estadounidense en lo que se llama “salto triple Axel con una combinación de doble loop”, jeroglífico que debe entenderse como la conversión de quien lo practica en un descorchador humano en velocidad, si los corchos pudieran sacarse de un salto. Hasta que la ambición la ciega y acepta la idea del estúpido de su ex, de sacarse de encima a la principal competidora a bastonazos. Jeff no anda solo: lo acompaña un amigo obeso a quien le gusta presentarse como “guardaespaldas” y hasta como “agente en contraterrorismo internacional”, cosas que su aspecto hace todo lo posible por desmentir.

Hay un mérito básico en el realizador australiano Craig Gillespie (cuya errática carrera previa incluye una película tan incómoda como Lars y la chica real, donde Ryan Gosling se enamora de una muñeca de goma, y también empleos tan poco lucidos como la comedia mainstream Enemigo en casa), que consiste en narrar esta historia de gente rústica y práctica con la misma rusticidad y practicidad. La secuencia inicial, en la que los personajes principales hablan a cámara, establece el registro de semidocumental “a la vista”, que parecería ambicionar una falta de estilo que, claro, es imposible. Un elenco que salvo las dos protagonistas está íntegramente compuesto de actores anónimos resulta ideal para esta ilusión documentalista. Ese semidocumentalismo se ve cuestionado, sin embargo, por algunas decisiones: la de una narración en off que oscila entre los personajes principales, algunos comentarios a cámara, sobre todo de Tonya, que parecen tomados directamente de House of Cards, y la actuación de Allison Janney, fabulosa secundaria de comedia que compone a LaVona como si estuviera en Saturday Night Live. Esto es: como una caricatura de sí misma. Lo cual permite aliviar en parte el carácter siniestro del personaje. Lo de Margot Robbie es, en cambio, inmersión total en un rol que no podría estar más alejado del aspecto de muñeca que esta actriz también australiana exhibió en la ceremonia del domingo pasado. En la condición de blanca pobre del interior de Tonya Harding, el guión de Yo soy Tonya ve la principal razón de que las eminencias del patinaje hayan encontrado en ella la víctima propiciatoria ideal.