¿Se acuerdan de que hasta hace prácticamente nada, el 8 de marzo consistía –como el día de la secretaria o de la madre– en un módico ceremonial de felicitación al paso con rosa, bombón y beso? De fondo, pero muy de fondo, sonaba la efeméride: “miren que hoy se conmemora la masacre de las obreras textiles que hicieron una huelga a comienzos del siglo XX en Nueva York exigiendo reivindicaciones menos que básicas: jornada laboral de 10 horas, salario igual que el de los hombres y mejora de las condiciones higiénicas. Miren que el patrón provocó un incendio para amedrentarlas y al final las quemó a todas. Y miren también que al poco tiempo la socialista y feminista alemana reconocida por haberse enfrentado al nazismo, Clara Zetkin, propuso en 1910 celebrar la fecha como el “Día Internacional de la Mujer Trabajadora”. 

La palabra trabajadora se quedó en el camino. La perdimos, la dejamos caer todos y todas, no la escuchamos gritar. El fuego siguió. Se festejó el día de la mujer a secas. Las reivindicaciones salariales, como lo que se dio en llamar “la discusión sobre el aborto” entraron a la agenda del Presidente Macri, ahora que las papas queman. Las feministas del mundo, mientras tanto, durante estos últimos cien años han estado hablando entre ellas de muchas cosas que ahora se comentan en la calle y se pasan como recetas o contraseñas entre amigas y se cantan en la puerta del Congreso pañuelo verde a cuestas con una complicidad que arde. 

No culpemos a la rosa y a los bombones de haber borrado con su caballerosa belleza a la trabajadora que durante tanto tiempo hemos nombrado como “ama de casa” o “la que limpia”, “la señora que nos cuida a los chicos”, “la profesional que ayuda en la economía familiar” y que en la sección policiales aparecía cada tanto como la víctima del crimen pasional o de una violación provocada por sus modales, su belleza y juventud o sus atuendos. 

Pero eso sí: que todo un siglo de omisión (y de trabajo de hormigas) aplique como respuesta a las preguntas que se vienen formulando con altas intensidades de repulsión o sospecha: ¿Por qué ahora? ¿Por qué reaccionan así frente a tantas situaciones que no les molestaban antes? ¿Se volvieron locas las locas? ¿Se volvió bruja la bruja? 

No es particularmente la rosa regalada ni tampoco el piropo a veces (pocas) tan halagador que suena lindo, sino la convicción de que toda una cadena de gestos y de acciones encubren un statu quo de inequidades y privilegios. De disciplinamientos. De crímenes. También una batería de pesadísimas cargas y sobre actuaciones obligadas para que niños, jóvenes y adultos encajen en un machirulismo grabado a fuego.

Durante años se esquematizó la lucha feminista con la escena de la mujer airada que se niega a que le abran la puerta del auto o que le alcancen la silla cuando se va a sentar. Hoy comprendemos que se trata de repensar una por una las escenas naturalizadas como parte de una serie que organiza el mundo bajo un eje de violencia, de débiles y fuertes, de normales y no. 

El ahora ha llegado abruptamente, ha tomado por sorpresa a propias y ajenos, pero se presenta con una coherencia imbatible. No es casual que el primer paro de mujeres en la Argentina no fuera un 8 de marzo del año pasado como lo fue en todo el mundo sino antes, bajo el grito de Ni una menos en octubre de 2016 en repudio a un femicidio. Fenómenos como #MeToo, que empieza en Hollywood pero sigue en las oficinas más reconditas, que se aplica a la realidad de las mujeres abusadas en pueblos y ciudades en guerra, migrantes y cuerpos víctimas de la trata, anuncian que no hay vuelta atrás. Ese sin vueltas es lo que se expresa entre abrazos, cumbias y sonrisas cómplices cada nuevo encuentro entre pares que comienzan a reconocerse, a solidarizarse como nunca antes. 

¿Por qué los hombres se resisten a compartir esa decodificación? La pregunta no debería ser por qué ahora sino por qué todavía hay tanta gente –en su mayoría señores– que siguen defendiendo un mundo que se acabó y que los castiga también a ellos. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Cómo deberíamos apoyar? Se escucha como una tímida expresión de repudio al machismo que agobia pero que se niega a ser analizado. Como lo sintetizó hace unos días la super lúcida escritora, ex puta, lesbiana y feminista Virginie Despentes: “No es que todos los hombres sean acosadores ni abusadores ni mucho menos violadores. No todos violan, pero todos disfrutan de la fuerza que otorga el miedo de la mujer. Cada violador es un terrorista en el sentido que trabaja trabaja para sus compañeros. Para una ideología”. Este arduo y emocionante trabajo de las trans, travestis, lesbianas, mujeres, feministas que paramos hoy tampoco consiste en exponer a individuos concretos aunque haya que señalar a más de uno para alumbrar el camino, el trabajo consiste en derribar toda una estructura que está sosteniendo un estado de dolor.