Estas líneas fueron motivadas por la lectura del fragmento publicado el último domingo en este diario, como presentación del libro Por qué de José Natanson. Es decir, no hay intención de hablar sobre el libro –que no leí– sino de su presentación. El título del libro incluye la referencia a la rápida agonía del kirchnerismo, a la feroz eficacia del macrismo y a la novedad de la derecha que éste encarna. Promete, pues, un género de intervención bien alejado de la retórica politológica con su habitual carga de referencias eruditas, cuadros y estadísticas, habitualmente desprovistos de todo interés político. Se anuncia claramente como un libro militante, que toma partido en la lucha política en la que estamos. Valdrá la pena leerlo en algún momento.

De lo que habla el texto aquí publicado es de la condición democrática del gobierno de Macri. Y consiste básicamente en cierto esquema comparativo del actual gobierno con los que lo precedieron desde 1983, con la llamativa y casi total ausencia del gobierno que se fue rodeado de decenas de muertos en diciembre de 2001. La cuestión de la definición de la democracia y de sus límites es un tema clásico de la corriente dominante de la ciencia política en las últimas largas tres décadas. El más famoso de los autores colocados en esta tradición es el estadounidense Robert Dahl, quien ensayó la formulación de una serie de requisitos básicos cuyo cumplimiento permitiría que un gobierno fuera catalogado como democrático. La más visible carencia de la tradición inspirada en esos textos es la dramática separación entre la vida institucional de un determinado país y las condiciones sociales en las que viven sus habitantes. Es decir, una idea de democracia que se desentiende del “demos”. Natanson se desmarca parcialmente de esa tradición al incluir las “políticas sociales” de los gobiernos como variable para el análisis. Natanson reconoce al  macrismo el “mérito” de mantener programas y seguir pagando jubilaciones, pensiones y AUH.  En realidad son muchos los programas que se vienen desmantelando y el reciente manotazo a las jubilaciones envuelto en el pudoroso nombre de “reforma previsional” no ocupa lugar alguno en el juicio. Pero es necesario señalar que para  la superación del enfoque formalista no alcanza con evaluar las prestaciones sociales; toda la política económica constituye un pilar central para juzgar la calidad democrática. También los salarios, el nivel y la calidad del empleo, el desarrollo productivo, el nivel de endeudamiento, las relaciones entre producción y especulación, entre muchos otros componentes. La palabra clave es “ideología”: la democracia no implica una determinada orientación “ideológica”, dice el autor. Claro, el problema no es la “ideología” sino sus resultados en la vida de una sociedad concreta. La ciencia política predominante ha ido abandonando la relación entre las instituciones políticas y las relaciones sociales, y dejado estas últimas como problema de la sociología. Por eso es que la ciencia política predominante no sirve para casi nada. Para ilustrar la cuestión: el gobierno de De la Rúa alcanzaba a satisfacer todos los requisitos “técnicos” de la democracia. Pero así y todo se hundió en la crisis, en la violencia, en la decadencia, en una verdadera catástrofe. El análisis político posterior discutirá las causas del derrumbe. Pero la descripción contemporánea a los hechos fue absolutamente impotente para diagnosticar la crisis y, lo más importante, para armar la defensa de la comunidad frente a esa grave amenaza. Ahora está de moda decir que diciembre de 2001 es el resultado de la “capacidad desestabilizadora del peronismo”, afirmación que, aunque claramente absurda, es necesaria para quienes quieren oscurecer el parentesco entre aquel desenlace y las amenazas que presuponen las políticas actualmente en curso. El muy “democrático” gobierno de De la Rúa se fue envuelto en las llamas de una crisis de la deuda, igual a la que se insinúa como consecuencia de las actuales políticas económicas “ideológicamente” análogas a las de los gobiernos de Menem y de la primera Alianza. Pero según la democracia “no ideológica” eso no tiene importancia.

¿Qué importancia tiene saber si un régimen es democrático o no lo es? Bien, los argentinos supimos en 1983 que lo que muchos llamábamos antes “formalidades democráticas” pueden separar –como bien dijo alguna vez Raúl Alfonsín– la vida de la muerte. La impugnación de la condición democrática de un determinado gobierno es un arma de combate contra él; todos recordamos aquellas jornadas de las cacerolas en las que se acusaba al gobierno de Cristina de ser una dictadura, y simultáneamente se reivindicaba en voz baja (o no tanto) a la más brutal de las dictaduras reales que padecimos los argentinos.  La definición del régimen real en el que vivimos hoy en nuestro país no es una cuestión académica, sino una cuestión política. Por lo pronto hoy tenemos presos políticos, jueces apretados por el gobierno que ejercen persecución contra opositores, incursiones ilegales en las conversaciones privadas de una ex jefa de estado, represión violenta que incluye la muerte de manifestantes, trampas que inciden en decisiones cruciales del Consejo de Magistratura -como la “ayudita” que dio Lorenzetti a la destitución del juez Freiler- y, no en último lugar de importancia, un dominio monopólico-oficialista de la información que, dicho sea de paso, descalificaría al régimen actual como democrático aún frente a los módicos requisitos de la “definición mínima” de una democracia, enunciados por  Dahl. No se sabe cuántos puntos restan estas cosas a la calificación democrática, en comparación con la manipulación de los números del Indec durante un período de las anteriores gestiones, porque en el texto no se hace la correspondiente puntuación, pero la verdad es que parece haber alguna diferencia cualitativa.

Hay una bibliografía acerca del juicio sobre el carácter democrático de los gobiernos realmente existentes, desgraciadamente imponente en número e impotente en sus resultados. Lo que vemos día a día es cómo las fuerzas políticamente dominantes a escala global administran la calificación de democrático o no de un determinado régimen político en función absoluta de sus necesidades geopolíticas: Arabia Saudita es democrática para los democráticos Estados Unidos, Venezuela no. Brasil con golpe institucional y proscripción política es democrático y no Bolivia. Pero ninguna discusión sobre la democracia tiene consecuencia práctica concreta si no es al servicio de una política. Claro, JN intenta colocarse fuera de toda disyuntiva. Dice que los liberales dicen que los populistas son antidemocráticos y los populistas dicen que los antidemocráticos son los liberales. ¿Y él qué piensa? ¿Mira desde afuera y califica? Ahí está la esterilidad política de la ciencia política en tanto ciencia muerta. Hoy en Europa, por ejemplo, ¿para qué sirve toda la “teoría democrática” del mainstream académico? Lo más importante que le oímos decir es su miedo por el crecimiento de las fuerzas “antisistema”. Por el avance de los que cuestionan a la democracia liberal europea. En Italia, desde el domingo pasado, derechas y supuestas izquierdas lloran a coro por la incertidumbre democrática que crea el éxito del Movimiento Cinco Estrellas. Es la “antipolítica”, dicen. Sin embargo, pocas cosas pueden pensarse más antipolíticas que los regímenes de alternancia entre partidos distintos que practican las mismas políticas en casi todos los países de ese continente, monitoreados siempre por la Unión Europea y los organismos internacionales de crédito. Lo que el demoliberalismo llama populismo, y ahora antipolítica, son las respuestas populares a un régimen político que se presenta como democrático pero carece de toda práctica de poder del pueblo, que eso es finalmente lo que significa la palabra. Hasta hace poco cuando alguien preguntaba por el fenómeno de achicamiento democrático de las naciones europeas, la respuesta era “la gente vota a favor de eso”. Bueno, ahora la gente empezó a votar en contra. En Italia, Inglaterra, Francia, España, Portugal y otros países (también en Estados Unidos) crecen los “peligros antisistema” que horrorizan a los liberales biempensantes. Y el movimiento ocurrido en nuestra región desde comienzos de siglo forma parte del mismo impulso.

Esto no lo vio venir la ciencia política normal. Este es el problema de aislar la mirada del funcionamiento institucional de la realidad social que lo rodea. Y el problema de pensar la democracia sin antagonismos, sobre todo cuando los antagonismos han nacido, existen e influyen en la vida político-institucional. La feroz eficacia de la nueva derecha y la rápida agonía del kirchnerismo, por ejemplo, no son categorías científicas. No son más “científicas” que el campo nacional-popular, por ejemplo, Son apuestas intelectuales y políticas. Perfectamente legítimas. Tan legítimas como las que miran lo que está pasando en la Argentina con profunda preocupación por sus consecuencias futuras. Como las que postulan que la nueva derecha no es tan nueva, a no ser por su extraordinaria eficacia para la manipulación de la opinión pública y por el impulso utópico y refundacional que la anima (lo que claramente no asegura el éxito de sus propósitos). Tan legítimas como las que alertan sobre la puesta en escena de un nuevo régimen que no modifica las reglas de fondo, constitucionales y legales, sino que las niega sistemática y crecientemente en su accionar práctico; un régimen que tiene como principio institucional nunca escrito el de un virtual monopolio de la palabra masivamente difundida y el del peligro judicial potencial para quien practica una militancia adversaria de las políticas gubernamentales. El alerta no es imparcial ni neutral. Se postula desde una visión del país y de su lugar en el mundo. Y, así y todo, es un alerta muy razonable.  Por la pérdida de la calidad institucional, la persecución política, las injustas privaciones de la libertad de militantes y dirigentes adversarios al gobierno, por la impunidad y la corrupción de los poderosos y, no en último término, por el empeoramiento de la calidad de vida de millones de personas y por el peligro político que entrañan las políticas en curso.