Digámoslo desde el comienzo: el accionar católico dominante es al mismo tiempo social, político, cultural y espiritual. No separa esferas y arenas, sino que las vincula según cada una de las modernidades religiosas donde se encuentra presente. Es su fortaleza y su debilidad en un mundo donde el continium de espacios públicos y privados es cada vez más complejo y diferenciado en los distintos ámbitos de la vida. Debemos comparar a Francisco en estos cinco años con sus antecesores que han tratado de responder a esas dinámicas. Juan XXIII y Paulo VI lo hicieron para los “treinta años gloriosos de Europa” y vimos por primera vez a un Papa -Paulo VI -yendo directamente hacia ellos. Juan Pablo II lo hará en respuesta al desafío del “mundo comunista” reafirmando un catolicismo identitario, de certezas y profundamente anticomunista. Benedicto XVI buscará continuarlo y renunciará -hecho único en la historia de la institución católica- superado por los problemas y la profunda crisis interna. 

Francisco proclama y promueve un catolicismo popular, más de salidas y aperturas hacia fuera que de respuestas hacia los problemas internos. Denuncia al espíritu burgués y empresario que ama “a la caca del diablo, el dinero” y que promueve una “economía que mata”. En el siglo XXI retoma desde una sociedad mediática, temas del siglo XIX: los trabajadores, los migrantes, los pobres, los presos son PERSONAS y agrega ahora: tienen DERECHOS. 

Esas críticas lo han convertido en un líder mundial que abre expectativas globales. Allí donde hay un conflicto que atenta contra la paz y el encuentro de los pueblos, allí el papado y el estado del Vaticano están hoy presentes. Más aún, el desafío de encontrarse con el pueblo y gobierno de la principal potencia mundial como es hoy China está cada vez más cerca. 

Más se orienta hacia la denuncia político-religiosa externa, más busca conservar y dinamizar los grupos político-religiosos al interior de la institución. Una movida que une adentro y afuera fue hacer santos (o sea consagrar y hacer memoria) a dos de sus antecesores: San Juan XXIII y San Juan Pablo II. De ese modo también revaloró y amplió su carisma papal en el siglo XXI.

Desde su primer gesto socio-religioso como ir a la isla de Lampedusa en Italia para decir que los migrantes deben ser respetados en su dignidad, el apoyar movimientos sociales de los ninguneados del sistema hasta el ir a la cárcel de mujeres en Chile para decirles que tienen derechos de ser reconocidas, hay un denominador común: reivindicar sus derechos como personas y su reconocimiento por la sociedad y el Estado. Es “construir una Iglesia pobre para los pobres”.

La orfandad de proyectos políticos globales y nacionales que cuestionen esa hegemonía del dinero ha convertido a Francisco y el Vaticano en uno de lo principales y a veces el único cuestionador de la actual hegemonía empresarial y financiera. 

Ese catolicismo social y doctrinario desde el mundo de los pobres que impulsa Francisco convive con tensiones en el catolicismo institucional que se construyó los últimos 30 años desde posturas ultra identitarias y poco pluralistas. Esos grupos “de la verdad” fueron los que lo llevaron al papado y hoy deben negociar con la actual apertura que propone Francisco. Los límites de esos consensos son históricos y construidos.

Hay tensiones no resueltas. En cinco años no se tomaron medidas significativas de condena y expulsión de la institución eclesiástica de sacerdotes pedófilos, más bien todo lo contrario: siguen siendo protegidos y sustraídos de la acción pública de la justicia, lo que tuvo su manifestación más explicita en la reciente visita a Chile. También están pendientes las discusiones y decisiones sobre el rol de las mujeres y de las órdenes religiosas femeninas en la Iglesia, cuya participación en los espacios de poder institucional es casi nula. Los mecanismos de designación de autoridades en la Iglesia en manos del propio Papa y de la curia romana no han sido puestos en cuestión y son reafirmadas. Es la contratara de la enorme dificultad de construir movimientos y grupos que sienten las bases de otro tipo de catolicismo más horizontal y democrático. 

En Argentina, único lugar en el planeta donde Francisco es Bergoglio,  asistimos a cambios inesperados. Aquellos grupos de poder económico, mediático y político de raigambre católica, que saludaron su nombramiento en el 2013, hoy se encuentran en una campaña de desprestigio y deslegitimación de su figura sin precedentes. La distancia crece entre el mundo burgués, empresarial y gubernamental católico argentino y sus propuestas sociales de ampliación de derechos a migrantes, vulnerables, presos y empobrecidos. Los medios hegemónicos -que se manifiestan también católicos y saludaron eufóricos su llegada al papado- no hay semana que no realicen ásperas e interesadas críticas en su contra. El dibujo de Francisco con una hoz y un martillo en un histórico matutino, así como las grotescas editoriales en el diario de la empresa mediática más poderosa del país, produce desconcierto en unos, indignación en otros y aprobación en los “núcleos duros” del poder. Al mismo tiempo, más amplios grupos católicos toman distancia de los poderes económicos y mediáticos y acompañan institucionalmente el complejo mundo de los pobres.  

En simultáneo, como en otras épocas, la no aceptación de un estado laico y el negar que las mujeres tienen derechos sobre sus cuerpos -como en el caso de la actual discusión sobre el aborto legal, seguro y gratuito-  disloca a la institución católica, incluido el Papa. Surgen conflictos con sectores de la sociedad civil y política  -también católicos ellos, aunque no solo - que buscan ampliar otros derechos, en especial personalísimos y de conciencia, y pugnan por la separación y autonomía entre las religiones y el estado.

En los cinco años del papado de Francisco, perduran desafíos aún no resueltos. Argentina es una sociedad que siendo mayoritariamente cristiana es diversa, secularizada y donde se cree por su propia cuenta, en tanto el Estado permanece permeado por lo religioso.

* UBA/Conicet.