Los poemas de El pájaro rojo transmiten la misma apacibilidad que puede conseguirse al mirar por la ventana el vuelo de un ave, el movimiento suave de las hojas por el viento, o el jugueteo de un gato. Una apacibilidad profunda, como la de ciertas aguas. Mucho de lo que hay para aprovechar de la observación zoológica, o en general de la naturaleza, Mary Oliver lo aprovechó. Su poesía está llena de estos seres, a través de ellos habla y a ellos se dirige en versos como: “Querida alondra, cuando cantas es como si/ apoyaras tu pecho sobre el mío/ y dijeras hola, hola ¿no pertenecemos acaso/ a la misma familia, en nuestra alegría de vivir?”. Porque la pregunta que podemos hacernos junto a Mary es sobre el universo: ¿No estamos juntxs en él lxs más diversos? ¿Qué es profundamente lo que diferencia a un ser de otro, a lo humano de lo que no lo es? Tal vez solo la ilusión, el espejismo, de que algo fundamental nos diferencia. Sobre esa idea de separación, entre otras cosas, habla esta poeta nacida en 1935 en Ohio que fue ganadora en 1983 del Premio Pullitzer. De su misma generación Silvia Plath y Anne Carson, como señala María Teresa Andruetto en el prólogo, se dedicaron a una poesía biográfica; en cambio, ella, en la línea del inglés Ted Hughes, desplazó su decir humano a otros seres (“No hay filosofadas en mi cuerpo: / mis modales son el arrancamiento/ de cabezas/ el vivero de la muerte”, decía el oscuro halcón de Hughes). La poesía de Mary Oliver troca, en apariencia, una voz por otra: con tu pico, con tus garras, con tu pelaje yo puedo hablar de mí (“Cuando voy en vos, hondo estoy en mí”, escribió una vez Diana Bellessi). Así el tópico, que parece estar afuera, regresa al yo, a la búsqueda interior, y expresa su anhelo de equilibrio, de pureza, de naturalidad perdida. Como en el poema “Con la más negra de las tintas”: “De noche/ la pantera/ que es rápida/ y esbelta// (…   ) mientras nada/ para cruzar el río/ o simplemente/ se detiene en la hierba// y espera. / Porque, Señor, / tu le has dado/ por tus propias razones// todo lo que ella necesita: / hojas, alimento, refugio; / una conciencia/ que nunca parpadea”.  Esta felina a la que nada le falta, es similar al páramo de aquel haiku de Sodoo que resume en tres versos lo esencial del budismo: “No tiene nada mi choza en primavera. Lo tiene todo”. Todo: porque una conciencia de integración atraviesa la poética de Oliver, y la hace, por sobre lo animal, espiritual (como la carta diez del tarot que es una rueda donde un ángel y un cerdo giran juntos). Sin pretensiones, esta conciencia de pantera no es interrumpida un solo segundo por la oscuridad ni corrompida por la duda. Es la otra cara de lo despreciado en “Sinceras palabras del zorro”: “Primavera, verano/ otoño, invierno, todo el tiempo los veo/ haciendo el amor, discutiendo, hablando de Dios/ como si solo fuera una idea en vez de ser la hierba/ (…   ) Soy, y lo sé, / responsable alegre, agradecido. No daría/ mi vida por miles de las suyas”. En estos poemas versionados por Patricio Foglia y Natalia Leiderman y publicados recientemente por Caleta Olivia. Los seres no culturales son voceros de la sabiduría y están al servicio de metaforizar un orden mayor como “Acerca de la bondad”, que remata diciendo: “y qué bueno/ que los oscuros estanques, frescos,/ sostengan las copas blancas de los lirios/ de tal forma que cada flor es un ojo mirando al cielo/ y qué bueno que el patito de alas azules/ pase nadando entre ellas, tan contento como siempre/ y la lista sigue, y sigue”.  La compasión, como pasión compartida, es sello distintivo de los poemas de Mary Oliver, muertos de dolor a veces y a veces, exultantes de vitalidad. Su materia poética traspasa por mucho la belleza formal y es casi imposible no conmoverse cuando se leen versos tan sustanciales como estos: “Amor, amor, amor, fue el/ pulso de mi vida, de donde viene, por supuesto/ el ritmo de mi corazón. Y, ah, ¿les he mencionado/ que algunos fueron hombres y algunas mujeres/  y algunos –guarden esta revelación– fueron árboles? / O lugares. / O música flotando sobre/ los nombres de sus creadores. O nubes, o el sol/ que fue el primero, el mejor, el más/ fiel sin duda, el que me miró tan honestamente/ a los ojos, cada mañana. Me imagino/ ese amor por el mundo –su fervor, su brillo/ su inocencia y su hambre de entrega– me imagino/ que así fue cómo empezó todo”.  Y

 

El pájaro rojo

Mary Oliver

Caleta Olivia