Se sabe: el relato de la Navidad tiene como sede el polo norte y fue craneado por los ejecutivos de Coca Cola que inventaron un ídolo a la altura de sus necesidades. Sus ideólogos nada sabían de nuestros veranos, su tránsito imposible, el olor a basura infectada por los mosquitos, las cucarachas y las ratas tamaño gato. No hay nada del imaginario “Papá Noel” que tenga lógica al lado de nuestra realidad, ni ese traje incendiario para nuestros 35 grados promedio, ni los trineos con chispa, ni siquiera ese deber-ser importado del país de Trump donde “lo ideal” es buscar un pino recién cortado para adornarlo con luminarias. Acá los árboles son made in China y el más económico ronda los 150 pesos sin contar las estrellitas, las campanitas y las bolas colgantes típicas de una fiesta imposible, que en tándem con el cambio de año resignifican la palabra desgracia para volverla cercana a lo ineludible: aunque una quiera con todas sus fuerzas huir de las fiestas, ellas, como la montaña, nos tocan la puerta, estoicas, y nos dicen “aquí estamos y vamos a arruinarte la vida”. De modo que ¿para qué resistirse? Pero como la esperanza es lo último que se pierde en el año (para muchxs, este 2016 de ajuste, achique, persecución y grasa chorreante, el peor en décadas) los planes contrafóbicos existen y a alguien alguna vez le habrán dado resultado. Pero en la mayoría de los casos y con el rigor científico de un pesebre con una virgen con hijo, son pobres intentos de revestir de diversión algo pensado para la tragedia. A continuación, una guía de ejemplos de casos reales, que por supuesto se han tergiversado para proteger las identidades de sus pobres protagonistas.        

* Quedarse en casa con la excusa de las mascotas y descubrir que el perro ya es sordo o que en tu cuadra nadie tira cohetes.

Años de sufrir por los temblores del perro y las piruetas imposibles del gato en el aire cuando suenan las doce. Animales amados, padecen la pirotecnia como si una bomba nuclear cayera sobre sus oídos y recurren a cualquier estrategia para huir a los estruendos: así pasa el año en el que el gato se escapa y aparece tres días después con los bigotes quemados o el que el perro tiene un shock de adrenalina y termina en la veterinaria recetado con rivotril. Pero todo tiene un límite, y llegado el año en que cualquier destino parece un viaje al horror de Munch, mejor pasarlo en casa, abrazando a nuestrxs hijxs faunos, evitando los malestares de la mayonesa expuesta al calor y de los primos segundos que nos deben dinero hace tantos años que ya pasaron seis devaluaciones en el medio. Pero ¡atención! El tiempo pasa rápido para ellos y ese perro que hasta hace poco destruía toda la casa ante el menor impacto sonoro ahora está tirado como un pancho bajo el ventilador porque simplemente, se quedó sordo. Basta con que un can pase su primera década para que parezca que el mismo Papá Noel se le metió en el tímpano y no escuche nada, ni siquiera nuestros gritos pidiendo alguna reacción, porque finalmente nos quedamos en casa para socorrerlo. Otra opción de este fallido plan de raíz es que no todos los barrios, las cuadras ni las ondas sonoras tienen el mismo nivel de sonoridad así que mejor testear los propios antes de tomar decisiones drásticas que nos dejen rascando un pote de helado que usábamos como maceta en busca de algún resto dulce. 

 

* Querer pasar unas navidades a puro rock y terminar en un geriátrico abrazada a un papagayo 

Hay una edad de la vida en que se deben pensar muchos planes para las Fiestas. No sólo con quién estar en esa cena eterna que empieza a las 21 y termina después de las 24 con el brindis sino más allá de ese horizonte, planificar qué hacer después. Y son muchos los años que no tener planes “después de las 12” nos convierte en fracasadxs. Pero siempre existe el año en que nos quedamos cortas de rock and roll y al siguiente pensamos “esta es la nuestra”. Por eso planeamos evadir la farsa de la torre de panqueques e ir derecho a lo importante: romper todo. Si la agenda empieza a las 17 horas con un “conseguir drogas”, es altamente probable que a las 3 AM la gira haya tenido demasiadas vueltas. Después de buscar la campera de cuero en la casa de la vecina a quien se la prestamos hace cinco años porque, cualquier cosa, menos unas novedades rockeras sin cuero, el baño de inmersión en champagne que no alcanza ni a los juanetes (así que ponemos fresita, leche, avena o cualquier cosa que llene el recipiente bañadera y prometa algún efecto en la piel), un brindis rápido con los padres separados por diez cuadras de distancia que parecen una nada para hacer a pie y terminan pareciéndose a Vietnam por la cantidad de símil de chasqui bum que, hay que decirlo, asustan con las sandalias puestas. Después de todo ese raid imposible en el que ya hay aureolas en las axilas (porque la campera en diciembre… bueno), el maquillaje corrido como si en vez de delineado nos hubiéramos pintado directamente una ojera negra, nos disponemos al verdadero agite y ¡oh malditos teléfonos celulares! La abuela se descompone y hay que asistirla pero el geriátrico está en Gerli y la única que dispone de la energía suficiente para acompañarla es una, que ya mostró con ínfulas la campera y el peinado nuevo. Los problemas se redoblan si la droga empezó a hacer efectos y el viaje es un lento descenso al infierno: un ácido que pega más que nunca, altera las percepciones hasta la histeria y nos inmoviliza junto a la cama de la nona que nos abraza tan fuerte al vernos que ni al baño podemos ir. Otra versión de la pesadilla se traslada a una guardia atestada por heridxs de pirotecnia y esa silla de ruedas que no aparece de manera que el único vehículo disponible es el propio cuerpo cansado. Con el primer sol de la mañana llegan los parientes que queríamos evitar ver con la energía de una noche dormida en colchón y almohada y nos echan en cara estar balbuceando insultos y promesas de “nunca más rock”. 

* El año del chongo

Todas lo vivimos, amigas. No desesperéis por el error ni por anticipación a la desgracia. Todas tuvimos un diciembre con el garche perfecto que nos tiraba flechas de neón en el cerebro “Navidad con “Elllllll” y de paso cañazo evitar los regalos de esos sobrinos molestos que ya ni sabemos cuántos años tienen o los besos húmedos del tío lejano. Encerrarse con la premisa de frotarse antes del big bang puede ser perfecta en los hilos de la mente, que nos imagina suspendidas en el tiempo y el espacio, pero en el tiempo fiestero de las navidades y los años nuevos y su energía expansiva de bomba-hongo, los orgasmos pueden ser mares de llantos, planteos existenciales o la certeza de que “ese” no era el plan perfecto. Para muestra, basta conocer la historia de Lupita, que llamó al amante de turno con todas cucardas para ser algo más y éste cayó vestido de frac pensando que era divertido, portando anana fizz como único aporte porque se lo regalaron en el trabajo y se puso un slip con Santa Slaus estampado en versión “negro de whatsapp”. Todas las caretas caen como avispas en la telaraña del fin de año, su poder de revolucionar las hormonas va más allá de cualquier cálculo y si hay algo que el cuerpo no pide es sexo salvaje a la hora en que se imagina a los propios padres comiendo lengua a la vinagreta y tragando uvas como aire cuando suenan las doce con la placa de Crónica de fondo. Ya saben amigas: la promesa de glamour en la piel que nos seduce es un espejismo y aunque el chongo se vista de seda, chongo de mala calidad queda. 

 

* Hacer una escapada a la costa y pasar 36 horas arriba del auto

“Nunca más Año nuevo en Capital” debería decir en el reverso de un sobre de azúcar de tantas veces que se habrá repetido el mantra. Es que las fiestas en las ciudades son agobiantes, con medio mundo corriendo hasta último minuto y las vueltas al hogar como mil piquetes que nos explotan en la cara y el riesgo eterno de la bala perdida, el corcho en el ojo o la cañita voladora que nos entra en el auto y nos arranca un brazo. Porque si hay algo que ameniza el cambio de año son las cifras truculentas: cuántos accidentes, cuántos heridxs, cuántos amputadxs, y la sombra de que siempre esa puede ser una misma. Pero ¡cuidado! ¿Cuántas posibilidades reales hay de que la cruzada salga bien? Sólo salga de la ciudad si puede hacerlo antes del 15 de diciembre, porque cualquier intento de poner un pie en la General Paz luego de esa fecha condena al suicidio a la osada, de modo que antes de ir conviene redactar un testamento. Ni hablar de las kamikaze al mejor estilo debutantes de ISIS que salen a la ruta sin mapa y un 23 a la nochecita, como para que entre fresquito por la ventana. ¡Esas personas no vuelven a ser las mismas! ¡Sufren de estrés postraumático y ni las vacaciones, los fines de semana largo y feriados puente de todo el año les sirven para recuperarse! Necesitan de una clínica de rehabilitación para volver a confiar en ellas mismas tras una decisión tan malograda: si bien es seguro que no pasan las fiestas en la ciudad, pasarla arriba de un auto con las rodillas duras como rocas y acelerando y frenando cada 0,35 milésimas de segundo es más insalubre que tragarse seis litros de glifosato. Después no digan que no les avisamos.    

* Que nunca pero nunca salga rica la pavita

Pavota, ¿te guardaste la receta de Pablo Massey en el cajón de la cocina pensando que esta vez zafabas del menú fijo de vithel toné y te salió un garrote blanco digno de fisicoculturista cocainómano que en un rapto de locura se arrancó una pierna para ponerla en tu mesa? No lo hagas, nunca confíes en esos cocineros con papa en las cuerdas vocales que prometen milagros en tu mesa. Andá siempre a lo seguro: ensalada de papa con perejil, huevos rellenos con picadillo, pionono de jamón o paleta y matambrito de pollo como piece de resistance. No hace falta lucirse, ni sacrificarse para que la mayonesa de oliva casera de Jamie Oliver finalmente se corte o los comensales digan que decidieron dejar las harinas y mejor nada del pan casero que te tuvo amasando toda la tarde cual aspirante a chef de reality show. Basta de almanaques de Dolly Irigoyen prometiendo el secreto del auténtico tiramisú: mejor las vainillas con crema y chocolate derretido y, en casos de emergencia, rociado con los caramelos que hayan recolectado lxs niñxs en los cumpleaños del año, chucherías de cotillón incluidas. Y que ni se asome por la cabeza de ninguna lectora de este suplemento comprar una jeringa e inyectar cada plato con una rica porción de jugo (si es que salió jugosa) porque nada de eso es real más que en las películas de Hollywood que ilustran el Día de Acción de Gracias.       

* Invitar amigxs a casa y terminar llamando a la línea de atención al suicida

El año en que esta servidora se animó a pasar unas Navidades “diferentes” supo que la opción tradicional es el único lugar seguro adonde reposar un alma sensible. Pueden verse en redes sociales convocatorias a pasar entre amigxs o “quienes quieran prenderse abro mi casa”. Error. Nunca sale bien el rejunte, no es un cumpleaños donde una se pregunta si lxs del trabajo van a tener charla con las amigas de toda la vida. Es más complejo y retorcido porque como ya dijimos antes, la simultaneidad de la fiesta y esa energía en el aire, con color a risa nerviosa, nos afecta a todxs por igual. Y, oh casualidad, lxs amigxs que van a decidir recalar en nuestra terraza modesta serán lxs más trastornadxs, esxs amigxs que el día después no reconoceremos como amigxs, ni siquiera como “conocidxs”. Que cada cual traiga una vianda es peor aún, por el rejunte de comidas hechas al calor de la urgencia y la desazón: a todo el mundo le inquietan los planes alternativos y el dolor alto de panza es indicador de traición. ¿A quién cagamos para pasar las Fiestas en ese otro lado del mundo, donde no hay riñas familiares pero sí brindis con el prana más bajo que las catacumbas? Un halo sombrío se posa sobre nuestro humilde potus-árbol decorado con moñitos rojos y la gente desaparece a las 12:05 dejando huellas de barro en nuestro baño y tuppers sin tapa apilados en nuestra cocina en el mejor de los casos. En el peor, nos piden dormir en nuestra cama de plaza y media mientras cuentan sus traumas de infancia y los regalos deseados que nunca llegaban en la infancia. Si aún persiste este plan macabro de invitar a cualquier al calor del propio hogar, tener a mano teléfonos de asistencia psicológica.   

* Los chorros deciden venir a robar justo cuando te quedás en tu casa

Sin amigxs inoportunxs ni planes exóticxs con parejas de ocasión, hay un año hermoso y radiante en que decidimos quedarnos en casa, porque nada mejor que ser local, pasearse en ojotas y bombacha rosa con el aire acondicionado en 21 y tomar mate con pan dulce en vez de cualquier cosa salada e indigesta. Nada mejor que la propia cancha para ser una misma y nadie más y, misteriosamente, todo va saliendo bien. Los niñxs se duermen temprano, la familia política no hace reclamos, si vivimos solas notamos que la vecindad está en sano silencio porque se ha retirado a festejar afuera y cuando todo parece calma y deseos cumplidos, después de abrir el auto-regalo que es esa tablet que quisimos todo el año pero recién ahora pudimos comprar en setenta mil cuotas, algunos ruidos que no son precisamente fuegos de artificio empiezan a golpear el techo. Pasos humanos que nos hacen comprender de inmediato que la calma barrial era una trampa y no un bálsamo y que algunxs sí saben lo que hacen. Entran sigilosamente y te dejan esconderte en alguna alacena vacía para vaciar, literalmente, tu casa. En ese caso, y porque Papá Noel son los padres pero Murphy tuvo más razón que nadie, las amigas estarán para cobijarte, pero el trance no será moco de pavo (ni de pavita). Y