Hay un tango del Quinteto Negro La Boca, uno de esos compuestos en compañía de Osvaldo Bayer, que se llama “Chau Ramón, gracias Simón”. Alude, por supuesto, a la bomba con la que el anarquista Simón Radowitzky se despachó al otrora jefe de policía bonaerense Ramón Falcón. Falcón era, para contextualizar, el tipo que el poder de turno puso para “limpiar” al país de militantes de izquierda (de todas las izquierdas), que por entonces venían a montones exiliándose de una u otra calamidad europea. El ruso Radowitzky escapaba de los cosacos y la policía secreta zarista y en la Argentina se iba a hartar de la creciente militarización y represión que ostentaba el Estado. Y tras una represión particularmente violenta (12 muertos, 200 heridos) en ocasión de un 1º de mayo, Radowitzky planeó su justicia. El hecho lo expuso a 21 años de cárcel en Usuahia y lo convirtió en un caso emblemático (hoy se diría “de derechos humanos”) en el que se reclamó su libertad incluso a nivel internacional. Con suficiente presión, incluso, como para que efectivamente el siguiente gobierno lo indultara (y desterrara). Radowitzky terminó sus días en México, después de atravesar varios exilios. Donde estuvo, peleó por sus ideales anarquistas.

Emecé publicó 155. Simón Radowitzky, una novela gráfica de Agustín Comotto, que siguió el rastro de la vida del anarquista y reconstruyó su itinerario: sus días en la Rusia zarista, su llegada a la Argentina, sus tormentos en el penal patagónico (y su intento de fuga), su conformación como mito contemporáneo, su alistamiento con los republicanos españoles y su definitivo exilio en México. El hombre, no hay dudas, tuvo una vida intensa. Y todo eso con un pulmón atravesado por un sable cosaco en su infancia y los rastros de tuberculosis pescados en el frío del sur.

En 155 –que alude al número de preso de Radowitzky en Ushuaia– Comotto hace un trabajo de investigación notable, no sólo por el material bibliográfico que repasa y la documentación que toma, sino porque accede a entrevistar a muchos coetáneos de su protagonista. El derrotero de producción le permite construir una historia sólida de la figura del anarquista, de poner de manifiesto su carácter mítico y a la vez, humanizarlo. Y aunque quizás tiene bastante más texto del que es habitual en la historieta contemporánea, es ahí donde se advierte la solidez del trabajo previo de Comotto. Por otro lado, quizás el mayor acierto de esta biografía es que se advierte un profundo respeto y admiración por el protagonista, pero el autor no se permite endiosarlo. Es el propio personaje quien insiste, cuando sus contactos se admiran o sorprenden al enterarse quién es, en que lo llamen “sólo Simón”. Uno más de los compañeros que luchaban, dice. Pero uno que inspiraba particularmente a quienes lo rodeaban. Y sin embargo, el autor insiste en señalar el hecho: Radowitzky era uno más, que protagonizó en su juventud un hecho excepcional y que luego se paró como un igual junto a sus compañeros por el resto de sus días (y esto, claro, es un segundo hecho excepcional).

En lo gráfico, Comotto trabaja con un registro realista y una narración clara, sin estridencias. La mayoría del relato está narrado con aguadas grises, pero aparecen aquí y allá unos estallidos de acuarelas sanguinolientas de enorme expresividad. En 155, al cabo, el dibujo es tan sólido como el guión y son dos pilares para la historia de una leyenda.