Desde Río de Janeiro

El cuatro de abril será un miércoles. Acorde a lo que aparece en las redes sociales, no habrá ningún concierto de Julieta Venegas. Tampoco se sabe qué harán las niñas hermosas de Azul. Ni si habrá lluvia en Lisboa.

Pero en Brasil será un día esencial: el Supremo Tribunal Federal, instancia máxima de la Justicia en mi país, decidirá si el ex presidente Lula da Silva podrá o no ser llevado a la cárcel antes que se agoten todas las instancias a las cuales podrá recurrir. Es un derecho asegurado por la Constitución, pero la Corte Suprema    –que, al menos en teoría, tiene el deber sagrado de asegurar su cumplimiento– decidió, hace dos años, que es posible encarcelar a alguien cuando fue condenado en segunda instancia.  

Lula da Silva ha sido condenado, tanto en primera como en segunda instancia, por haber aceptado un departamento playero como soborno. 

Lo más escandaloso del juicio es que no hubo una sola, una única y miserable prueba, de que eso haya ocurrido. 

“Convicción” ha sido el único argumento de la acusación, y la razón central de la condena proferida por un provinciano juez de primera instancia, Sergio Moro, y luego reformulada (le aumentaron la condena) por los de segunda.

Brasil vive un caos. La economía ofrece débiles, muy débiles, señales de recuperación. El desempleo sigue rondando la marca de los trece millones de brasileños, el gobierno es rechazado por 74% de la opinión pública, y el desempeño personal del presidente Michel Temer 

es reprochado por 85% de los entrevistados. 

La intención de los fundamentalistas del Poder Judicial –fiscales, jueces de primera y segunda instancias, con la plena e ilimitada complicidad de la Policía Federal– era despertar el martes 27 de marzo (mañana) con Lula encarcelado, o al menos rumbo a alguna cárcel. 

La instancia máxima de la justicia lo impidió. Con eso, le dio al ex presidente más popular de la historia reciente de la república un alivio. 

Es probable que la decisión final se arrastre por meses, e inclusive que el juicio que lo condenó –plagado, vale reiterar, de absurdos y desvíos– sea anulado. Si eso se concreta, el golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff habrá fracasado. Porque el verdadero y supremo objetivo del golpe no era alejar a una mandataria débil y un tanto inepta, sino fulminar al que impuso un cambio radical en el escenario social brasileño, Lula da Silva.

Ocurre que mi país es un tanto surrealista, para decir lo mínimo. Un país cubierto por absurdos. 

El mismo Michel Temer que es el presidente más rechazado de la historia dice que podrá presentarse a reelección. 

Bueno: para empezar, nunca fue electo presidente. Integraba la planilla encabezada por Dilma Rousseff, a quien traicionó de manera vil. 

El intento de Temer, hoy por hoy, ronda el ridículo. ¿Cómo el más impopular presidente de la historia se anima a postularse a una reelección que siquiera es ‘ree’? 

Cada vez más, mi país es terreno propicio a días insólitos.

Por ejemplo: hace poco más de un mes, al darse cuenta de lo obvio –su propuesta de reforma del sistema de jubilaciones no pasaría en el Congreso– Temer determinó la intervención militar en Río de Janeiro.

¿Qué pasó desde entonces? Todo y nada. O sea: a los pobres los matan undía sí y el otro también, y el despliegue de tropas del ejército no significa rigurosamente otra cosa que una farsa. No significa, en términos de contención de violencia, absolutamente nada.

Entre los muertos a manos de la policía militar de Río, hay de todo, desde narcotraficantes a jóvenes de favelas que nunca tuvieron ningún otro vínculo con criminales que no fuese vivir en la misma región de abandono. Y también están las víctimas de las “balas perdidas”, alcanzadas al azar por disparos en enfrentamientos entre narcos y policías. Entre esas víctimas cuyas muertes más impactan a la desolada población de Río están niños de un año de edad y jóvenes embarazadas.

Y también hay muertes que son clásicas ejecuciones, como ocurrió con la concejala Marielle Franco, fulminada con una precisión que, además de absoluta, deja claro que sus autores creían en la impunidad. Una precisión que no aparece en ningún momento de parte de los investigadores, cuya tarea, al menos hasta ahora, no llevó a nada.

De farsa en farsa, Temer sigue respirando. 

Con relación a Lula da Silva, hay que ver si se hará justicia o si se confirmará otra farsa cuyo objetivo es silenciarlo.