Desde Barcelona

UNO Rodríguez viene meditando sobre la singularidad desde hace una semana, cuando se celebró pluralmente el asunto. Y se lo celebra desde 2013, no hace mucho, tal vez porque se trata de materia inmemorial pero también volátil e inestable como ninguna: Día Mundial de la Felicidad, ja ja, sí. Y Rodríguez se pregunta quiénes decidirán los calendarios de estos días mundiales (ya se festejan varios por jornada porque, como sucede con esas otra abstracción que es el santoral católico, ya no queda espacio vacío o nube libre) y si su oficina estará en algún armario de escobas de ese alguna vez moderno y hoy vetusto edificio de las Naciones Unidos donde, si mal no recuerda, son muchos los países que deben décadas de alquiler, Estados Unidos incluido. En cualquier caso, el Día Mundial de la Felicidad tuvo lugar poco después del Día Mundial del Sueño y del Día del Padre (sueño + paternidad = felicidad, si hay suerte); y Rodríguez se pregunta por qué no existen el Día Mundial de la Tristeza o el Día Mundial de la Pesadilla y del Insomnio, que son estados anímico/oníricos igual de frecuentados por la raza humana. Tal vez, razona, porque festejando el frente luminoso se honra (in)directamente al lado oscuro que no se ve aunque todos hayan estado allí. En cualquier caso, numerosos artículos felices en los periódicos estableciendo crueles rankings de países más felices desde el primero al último que –a no desesperar, Burundi– no es que no sea feliz sino que se ubica como el menos feliz de todos. Y, como cada año, en lo más alto, alguna de esas naciones nórdicas; por lo que la noticia se suele ilustrar con un grupo de valkirias partiéndose de la risa en un jacuzzi rodeado por la nieve. Este 2018 el primer puesto fue para Finlandia, seguido de cerca por Noruega, Dinamarca (nación que hasta tiene un Instituto de la Felicidad), Islandia, Suiza y Holanda escoltados por esos misterios que son Nueva Zelanda y Australia que, para Rodríguez, sólo se mencionan cuando se va a filmar una nueva tolkienada o Crowded House saca nuevo disco. Y, más abajo, se consigna que España (quien por estos días recibe altas dosis de pena y descontento por la metafórica masacre de millones de jubilados a los que la pensión sólo les alcanza para que no les alcance para mantener a su hijos en el paro y a sus nietos que ni pueden empezar a trabajar para poderse quedarse sin trabajo) está en el puesto 36, por detrás de Costa Rica, México, Chile, Brasil y Argentina. Pero, se preguntan todos, ¿depende la felicidad sólo de factores económicos? ¿Puede destilarse eso que, según el Dalai Lama, no viene hecho sino que es consecuencia de las propias acciones? ¿Cómo hacer para dar en el blanco de aquello que, según John Lennon (quien, seguro, no murió feliz) es “una pistola tibia”? ¿Puede buscarse y encontrarse ese mantra/jingle que recibe Don Draper al final de Mad Men? ¿O –como escribió Chuck Palahniuk– es difícil de mostrar y demostrar porque, a diferencia de la desgracia, la felicidad no deja cicatriz? Tal vez la clave no esté en la felicidad como vehículo sino en el optimismo como combustible, se dice Rodríguez, la aguja informándole que su tanque está casi vacío y que, no, no funciona eso de pensar que en realidad está casi lleno.

DOS Así, para mal o para bien, Rodríguez ha leído recientemente –en libros y columnas editoriales– cantos al optimismo a los gritos que aseguran que el 2017 fue el mejor año de toda la humanidad, por lo que no es de locos pensar que lo mejor está por venir. Nicholas Kristof en The New York Times, basa su argumento en macro-datos y que los micro-puntos se las arreglen como puedan. El músico David Byrne invita en un blog titulado Reasons to Be Cheerful a confeccionar un censo de todas las buenas iniciativas y el site de Quartz se alegra mucho de que el leopardo de las nieves ya no figure entre las especies en extinción. El ilustrador Oliver Jeffers publica un libro/carta a su hijo titulado Here We Are y –en una entrevista en El Mundo– concluye que “Yo sigo siendo optimista. Cuando tomas distancia, te das cuenta de que la vida es mucho mejor para la mayoría de lo que era hace 50 años... Hay una marcha lenta y constante hacia la unidad y la igualdad, a pesar de los baches en el camino”. Mientras que el multimillonario Chris Hughes –co-fundador de la cuestionada Facebook– postula en su libro Fair Shot: Rethinking Inequality and How We Earn algo así como la fórmula mágica a todos los problemas del infinito y más allá: si tienes dinero de sobra, reparte lo que no necesitas entre todos aquellos que no tienen fuerzas ni para seguir la trama de The Social Network. Por lo pronto, Hughes ha redactado un manual de instrucciones, promovido varias causas benéficas, y algo le dice a Rodríguez que el hombre tiene sus miras a futuro puestas en un despacho de forma oval. Y Steven Pinker en su flamante e inspiracional best-seller Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress predica la Buena Nueva y admite que, de acuerdo, Donald anda suelto y puede llegar a estropearlo todo; pero por qué pensar en cosas desagradables. Para qué perder el tiempo en actitudes catastrofistas como la de esos intelectuales de izquierdas lectores de Heráclito (“Sobrevendrá el fuego e incendiará todas las cosas”) y de Cioran (“Tener esperanzas es pasarle la mentira al futuro”) quienes advirtieron que en 2016 se apagaba la luz de la Iluminación para que cayeran las encandiladoras sombras de la posverdad. Lo único que hacen todos ellos es abrirle la puerta al espíritu de lo apocalíptico cuando podemos ir por ahí con el ringtone del “Feels So Good” de Chuck Mangione en nuestros teléfonos móviles.

TRES Y el problema del optimismo como fuerza de pensamiento positivo es que viene en diferentes modelos o variables calidades. No es lo mismo It’s a Wonderful Life de Frank Capra (para Rodríguez la película con el final más tristemente feliz de todos los tiempos y en la que, no olvidarlo nunca, el malo no recibe su castigo y al bueno se le concede el premio de quedar atrapado para siempre en Bedford Falls) que el entusiasmo karaoke de los concursantes en la última edición de la ahora resucitada como gran tema nacional Operación Triunfo. Como bien aseveró J. Robert “Destructor de Mundos” Oppenheimer, “el optimista piensa que este es el mejor de los mundos posibles mientras que el pesimista está completamente seguro de ello”. Y el recientemente fallecido Stephen Hawking –posiblemente el individuo más optimista en lo privado que jamás rodó por la superficie del planeta– no dudaba en advertirnos acerca de un futuro más o menos cercano/distante en la que estaríamos condenados aquí y obligados a partir en busca de una Tierra Prometida en alguno de esos exoplanetas.

Y, claro, ya hay gente en ello y son, también, millonarios optimistas. Y, por supuesto, rusos. Uno de ellos –un tal Igor Ashurbeyli, con formación científica y ciencia-ficcionalística– ha fundado y plantado en el espacio exterior a una nación llamada Asgardia (más reminiscencias vikingas y felices, aunque cuidado con el siempre acechante Ragnarok) cuya misión es la de “proteger la Tierra”. Asgardia ya tiene bandera, himno, criptomoneda de nombre Solar, calendario de 13 meses, 200.000 personas han solicitado la nacionalidad, y aspira a ser reconocida por la ONU para figurar entre los países más dichosos. También, por el momento, Asgardia es una caja de 20 X 10 centímetros puesta en órbita el pasado noviembre, pero con aspiraciones y optimismo de crecer a gran estación espacial. Por el momento allí no cabe ni El Principito pero –seamos positivos– sí hay sitio suficiente para su rosa, y no olvidar que lo esencial es invisible a los ojos y ojos que no quieren ver, corazón que no siente.

En cualquier caso, piensa Rodríguez, algo queda más o menos claro: la felicidad suele estar, siempre, en otra parte. Lejos y por delante. En un sitio al que sólo puedes llegar si tienes los depósitos hasta los bordes de optimismo y en el que, una vez allí todo depende de que te abran o no la puerta para entrar a jugar.