Es la cena de nochebuena de 1976, Rodolfo Walsh está en la casa de su hija Patricia. Acaban de discutir por el contenido de una carta que seguramente aun no lleva el nombre de Vicki como imposible destinataria. La discusión es por quién pronunció esa línea, esa oración que se convertirá en sentencia y escena de una imagen que va a quedar grabada en la memoria de los futuros lectores de ese relato. “No es Vicki quien dice esas palabras: Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir sino el muchacho joven que muere con ella en la terraza.” Patricia le dice que tiene que volver a escribirla, Walsh padre se molesta, dobla esa carta escrita en papel manteca varias veces hasta transformarlo en algo muy pequeño, un objeto imperceptible al enemigo que podría hacer desaparecer, también, la carta. Esa es la última noche que Patricia verá a su padre y sabrá tiempo más tarde, cuando la carta se haga pública, que decidió no corregirla. Sin embargo, no es en la verdad de prueba jurídica que el destino y el legado de Carta a Vicki encuentran la fuerza imparable de su supervivencia. Más allá de su vinculación con su autor y sus testigos, la carta sobrevive en su volverse huella, esa que anula el mito de origen convirtiéndose en un proceso constante de reenvíos en el que el texto no alcanza nunca su destino, sus repetidas idas y vueltas (y revueltas) sin punto de llegada, es lo que permite que no quede agotada la potencialidad inventiva de su escritura, de su significado. Imposible saber la dirección, los destinatarios, las lecturas que tendrá ese texto escrito y trasladado en Manifold. Es por eso que la operación de lectura que hace María Moreno en Oración: Carta a Vicki y otras elegías políticas, comienza por cambiarle el género a la carta y llamarla elegía, una oración de despedida sobre la que se abrirá a un análisis profundo –sumando al debate– sobre la naturaleza del testimonio, su operación de escritura. “No hay manera de contar los hechos si no es desde una subjetividad determinada, un interés determinado, una ideología. De lo único de lo que  estamos seguros es de cuando llueve o no llueve, todo lo demás tiene una marca de autor. Lo que hace el libro es complejizar el testimonio respecto de lo fáctico, y pensar esto de que no se puede condenar al sobreviviente a hablar todo el tiempo del asesino. O sea: a no salir nunca del modelo ante los tribunales. Y que son los negacionistas los que están ahora con la exigencia de la prueba. Lo más difícil de entender es que Walsh se está corriendo de lugar, no está haciendo un texto para hacer otro modo de justicia. Acá no se está moviendo en ese terreno, no está hablando de evidencias o de pruebas, está haciendo una elegía. Y a su vez Patricia lo que hace en el testimonio tiene que ver con tomar un procedimiento literario del padre, más que cuestionar los hechos. Hay algo que no lo digo descarnadamente porque también generaría equívocos: estás en un operativo donde hay 250 FAP, un helicóptero sobrevolando, una tanqueta en el garage y hay una distancia desde la que un soldado habría oído lo que se dijo sobre la terraza. Y es imposible eso, hay que pensar en las últimas palabras como algo que no es verdad ni mentira pero que tiene un orden mítico. Sylvia Molloy tiene un texto muy lindo en Varia imaginación donde cuenta su visita a la casa de Trotsky. La guía dice que Trotsky al morir –herido por Ramón Mercader y con un aliento azul– habría dicho: “Natalia, esta vez lo han logrado, pero nuestra causa no morirá nunca”. Todo ese speech. Y Molloy dice que le gusta más otra versión y es: Desvestime vos, que no me desvistan ellos. Entonces no podemos buscar evidencia de esto, pasar al tono judicial. Es un conflicto casi literario. Al mismo tiempo Patricia dice que corre peligro de insignificancia, que está bien también, está siguiendo la literatura del padre y no al padre como testigo o como alguien que busca a testigos para llegar a una evidencia que es lo que hace en Operación Masacre o en Quién mató a Rosendo”.

Nora Lezano

Moreno va por los bordes, por los personajes, los relatos y las voces que de alguna manera quedaron al margen del entramado discursivo de los ’70. Se vuelve formalista en ese sentido, trayendo al centro esos restos “que corren peligro de insignificancia”. Oración sería entonces un texto de constelaciones imposibles de recorrer en línea recta sino como un mapa donde también se cifra el problema de la filiación y la herencia en las obras de las H.I.J.A.S artistas, el lugar de las esposas, mujeres y amantes, los vínculos afectivos y los del deseo, el lugar del padre en un texto que podría pensarse como la novela familiar de la guerrilla. “Las mujeres de los desaparecidos no están analizadas como ese cuerpo crístico que un poco transmiten las madres, tan ligado a la voz del incesto, ellas son las que cogieron con esos hijos. Las mujeres son testimonio de los deseos más allá de la revolución. Creo que habría que leerlo,lo pienso ahora, sexualizando a Walsh, porque el héroe tiene algo absolutamente espiritualizado donde sus deseos quedan sepultados. Hay alrededor de él un mito de pureza ligado al periodista en peligro, al soldado, al militante y a su trato cristiano. Walsh habla y me parece apasionante, con todos los escrúpulos de esa escena en Cuba (escena de un encuentro con una prostituta embarazada de 16 años). El tema es desear y renunciar, donde desear es un conflicto. Yo creo que toda esa parte de la experiencia en Cuba es muy importante por los conflictos de conciencia y la autoburla. Porque es lo contrario al modelo de David Viñas (ahí me baso en un testimonio personal) que tiene todavía esta división entre las compañeras y las  prostitutas, donde el deseo es prostibular y un poco una transgresión al modelo burgués. En Viñas no hay una crítica a eso sino una jactancia. Como si fuese una decisión de insurgencia atea en su apología de la carne. Walsh se lo cuestiona, el escrache que se hace a sí mismo es de un gran valor. Hay una carta de Rodolfo a Vicki cuando ella tiene 13 años, donde le explica qué es ser mujer en Argentina. El modelo que le propone no es tanto el de la la guerrillera, él le propone a Marguerite Duras que había hecho Hiroshima mon amour en ese momento. Es raro ese modelo donde  se dirige hacia el arte en vez de transmitirle la revolución. No aparece como marcación de vocación pero le está diciendo que es difícil y, otra vez, el mito del número: una de cien mujeres llega a conseguir algo sin ser discriminada ¿De dónde saca esa cifra? La usa para decir que es un desafío, que hay que ingeniárselas, hay que inventar recursos para poder cumplir un deseo. Esa carta ya es también atípica: no le habla del sexo ni del amor sino de algo ligado a la vocación, pero omite la militancia. Es como si eso fuera algo que ella elegiría después, sobre lo que él no pensaba que tenía que hablar. Es darle libertad. Eso lo expongo en un ejemplo contrario que es Sarmiento con Dominguito. Es un panóptico Sarmiento, conoce y dirige los deseos de su hijo y en eso hay un triunfo de Dominguito a través de la muerte: me sustraigo a la marca Sarmiento, también hay una dimensión trágica ahí. Pero en cómo hablar del hijo y cómo hablarle al hijo es lo contrario a lo que Walsh hace con Vicki”.

No es frecuente la lectura del padre hablándole a la hija o al hijo. Es algo que está histórica y culturalmente ligado al territorio del quehacer  materno, sobre todo cuando se trata de las hijas. Este es un libro de mujeres, pero en la figura central está el padre, no la madre.

  –Él en principio había querido hijos varones, pero después entiende que las mujeres pueden conseguir las mismas cosas que los varones, y a su vez les da ese crédito a las dos hermanas, cuando las somete en la infancia a juegos que son juegos de inteligencia. Diría que hay un protofeminismo en Walsh, también se ve en la importancia que le da a la mirada de las hijas a lo largo de toda su obra. Siempre hay una hija, la hija de los militantes sobre la cual escribe en los fusilados, es una escena en la que la hija vio al padre cuando lo detenían y que estuvo ella detenida, cuando escribe eso él está pensando, supongo, en el legado a sus propias hijas, en el legado militante y en el precio, y de hecho el precio fue carísimo, de la propia transmisión. En Walsh hay un padre que hace estallar el complejo de Edipo ya que escribe como compañero, como cronista y portador de un nombre emblemático. Y las orgas hacían estallar a la familia en otros lazos. Hoy se puede oír la voz de Walsh padre a través de los padres del femicidio que se politizan a ritmo de ráfaga. Gustavo Melmann, padre de Natalia Melmann, asesinada en febrero de 2001, se convirtió en el cronista e investigador de la muerte de su hija. Jorge, padre de Wanda Taddei, asesinada en febrero de 2010, se hizo itinerante de la causa feminista para ir a los lugares donde pudiera dejar un mensaje que es una paráfrasis de uno de Simone de Beauvoir: No se nace femicida, se llega a serlo. Jean Michel Bouvier, padre de Cassandre, asesinada junto a su amiga Houra Moumni en julio de 2011 en Salta, y que suele aparecer con su fashion correctísimo de franchute cool  junto a la madre de Houria Moumni, con su cabeza cubierta a la usanza musulmana, también investiga e interviene para que la justicia suelte a los perejiles y condene a los culpables. Si Walsh ha escrito ‘“Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella”, el padre de Micaela García dijo textualmente “La compañera Micaela García militó como nosotros, para tener un mundo mejor, un mundo más justo y lo peor del mundo se llevó su vida. Nos queda la fuerza de esa piba, un poco en cada uno”. Estos hombres, lo sepan o no, han recibido el legado de Rodolfo Walsh en sus cartas. Son los hijos de esas cartas. 

Hace tiempo que estás siguiendo la pista Walsh. Está en tus notas, en prólogos escritos por vos y en Oración parece que hicieras una ramificación de este  recorrido. Si tuvieras que hacer un relato de gestación de este libro, ¿qué recorrido propondrías? 

  –Ah, me alegra que lo notes ya que esa machietta con el heterónimo de María Moreno se lee casi siempre en relación a un discurso que solo daría cuenta, y endogámicamente, de otra política: la de los disidentes sexuales,  la de las mujeres. Un famoso ensayista de izquierda me definió como alguien experto en sadomasoquismo, otro como pornógrafa. Y en el espacio de la política específica, es alguien que hablaría desde afuera de lo que realmente contaría: la experiencia de su generación en términos de un compromiso radical que se convirtió en la derrota de un proyecto revolucionario y donde la instalación de una dictadura cuyo objetivo final era la aniquilación volvió urgente dar cuenta de la figura del desaparecido y del sobreviviente. En los primeros años de la democracia el modelo para la no ficción era el del cronista de investigación como garante del cumplimiento de ley, donde el periodismo se homologaba a periodismo político, la verdad coincidía con la sentencia y el estilo era ascético y con el modelo económico borgeano. Y alguna vez escribí pomposamente: “Como si adoptar una lírica modernista para los derechos humanos fuera una violación de los mismos en el corazón de una lengua herida a través de las nuevas acepciones de la palabra desaparecido. Como si para contar ciertas cosas hubiera que renunciar a los goces de la retórica y el uso del español debiera limitarse, en una suerte de voto de abstinencia, a su función instrumental a la manera de un ritual de duelo que no cesa”. Así de corrido. O sea, me pegó el Walsh del testimonio pero también la pregunta: ¿se podrá gozar cuando se denuncia? ¿experimentar con la lengua, barroquizarla, hacerla gratuita mientras se la usa? ¿A la manera de un Lemebel? Y no se me ocurren muchos ejemplos más. En mi estrella literaria está Walsh pero también Puig. Walsh imagina un género que derrotaría al de la novela: el testimonio, y mediante la restricción de la figura del autor al uso de dos procedimientos, la selección y el montaje. Pero es Puig quien lo realiza en Sangre de amor correspondido que es casi una grabación reordenada. El entrevistado fue un obrero empleado temporariamente en su casa de Río. Carlos Puig me hizo la gauchada de mostrarme las desgrabaciones y casi hice un plop como la Ramona de la historieta. No sólo Puig parece realizar la utopía de Walsh en cuanto a una literatura en donde sólo la selección, el montaje y la compaginación de un testimonio pueden abrir “infinitas posibilidades artísticas”, sino que su mayor intervención es durante la grabación, haciendo preguntas y repitiéndolas, buscando la precisión de los detalles mediante una exhaustiva inducción. El resultado es un texto que es difícil establecer de quién es. Walsh imagina en el futuro la posibilidad de una literatura anónima .

Sobre el precio de la transmisión, hay una cita de Jinkins en el libro: “¿Quién puede decir si el suicidio interrumpió el relato o aquel sobrevino cuando se alcanzó la imposibilidad de interrumpirlo?” ¿Cómo lo pensás en cuanto a tu pregunta por los modos de contar el horror y el análisis que hacés de las obras de Carri, Dillon, María Eva Perez y Lola Arias? 

  –Sí, es el no poder parar de hablar de eso. No sería: “ya testimonié”, sino “no puedo parar de dar testimonio” En ese sentido las H.I.J.A.S pasan a otra cosa, fueron obras-ritual esas que ellas hicieron en relación a su propia experiencia, donde ya se alejaron, sin dejar de pasar por el testimonio, de la retórica común del testimonio. Me da curiosidad ver qué va a pasar, si habrá un continuum. Igual te diria que ese continuum no lo preguntaría respecto de ellas sino en general. En los ‘70 parecería que tanto la militancia, el erigirse en escritor, ser artista era casi endogámico y como un deseo unívoco y casi totalitario. En cambio ahora veo más una proliferación de lenguajes artísticos en el mismo sujeto. Hacés performance, escribes, dibujas, no te quedás en una zona de pertenencia. Me parece que eso es diferente, la vocación como una piedra pesada en tu cabeza, creo que esa fue una de las formas de los ’70.

¿El rechazar esas estructuras del deseo unívoco fue lo que te salvó?  

  –No, es una pregunta ética. Decir: “No estuve de acuerdo, no les di la razón”, eso es falso. ¿Si eso me permitió no estar en riesgo? No sé si no estuve en riesgo. Esa es una pregunta, pero me pesa más la otra. Es un poco también una figura retórica. Una amiga mía decía que la síntesis de este libro es “la que no murió”, la que no fue asesinada. No sé, nadie podía sentirse excluido. Al igual que ahora, no me dedicaba a la política específica pero trabajaba con idearios muy fuertes sobre otras políticas, las políticas del amor, del sexo. Políticas contraculturales, o por ponerle un nombre recontra vencido que es “alternativo” pero que tampoco me gusta porque me liga a los hippies que eran todo lo opuesto.

Pero en algún punto es una pregunta de toda esa generación. Ya fuese intelectual, artista, escritor, todos de alguna manera en algún momento tienen que justificar la supervivencia, sienten la necesidad de dar cuenta dónde y qué estaban haciendo en ese momento. 

  –Sí, yo elegí que no y diría que en ese momento había un imperativo al compromiso, en el que hasta en la sociabilidad de bares estaba ese mandato, casi diría que era un look del modelo militante en peligro, se desfiguraba en eso. Y el no ceder era un acto de lo contrario a la cobardía, un acto de resistencia. Igual pienso ¿Qué elegí? Darme muerte yo sola. Es como si dijera: Yo voy a destruirme mediante mi cuerpo laboratorio, había algo de eso, laboratorio no solamente de ingesta, sino diría en el terreno de la sexualidad y el amor. No es la vida efectiva pero es la vida en riesgo. El mito de la experiencia extrema, insurgente, atravesaba todo. En nota al pie utilizo una modestia afectada, totalmente tramposa, es también el método de Dalí, el de la paranoia crítica. Es una forma de adelantarme a cómo podrían leerme. Me parece que es eso, una coartada también diría, leyéndolo en eje con Black out, los cuatro personajes que elijo: militaban de otra manera, y con una radicalidad que se daba en el campo específico de la militancia armada y ninguno de ellos era ingenuo políticamente. De todas maneras quisiera que no se entendiera mi no militancia en los grupos políticos, cuyo objetivo era la revolución, como sustentada en una objeción a la lucha armada porque yo le atribuía legitimidad en los mismos términos de la argumentación militante: la total asimetría entre la violencia estatal y la de abajo, la idea de que la violencia en manos del pueblo no es violencia sino justicia. Por otro lado pienso que no se puede reducir los ‘70 a lo sacrificial. Hay muchos setentas, los del auge del psicoanálisis, los de la política sexual, los de la experiencia de la droga como apertura de la percepción, los pop y no están separados de los del compromiso militante, a veces están clandestinos unos en los otros, otras se polarizan y hay cruces fundantes como cuando en una reunión de UFA (Unión feminista Argentina) una militante luego de los fusilamientos del 22 de agosto de 1972, comentó en asamblea que su hijo había participado en el intento de fuga que culminó con un fusilamiento bajo el pretexto de una supuesta resistencia y UFA se escindió entre las que pensaban que ese no era un tema del feminismo y las que se sintieron interpeladas por ese suceso político. Nadie “eligió” morir en esa generación, fue asesinado o desaparecido, en todo caso decidió que la vida que se llevaba sobre todo las de los no privilegiados no era vida si no se la arriesgaba con otros y por los otros. Pero escribí la parte más grossa del libro en torno a esa frase mientras a mi alrededor se iba formando otra: “Vivas nos queremos”. Vicki no eligió morir, sino no caer viva si su caída ponía en riesgo la vida de los otros. En democracia se puede elegir vivir por los otros sin morir aunque eso no es tan seguro ya que hubo asesinadas cuyo femicida aludió al Ni una menos. Yo pondría detrás de la consigna Vivas nos queremos la memoria de Vicki y su libertad fatal.