A principios de los ochenta, unos pocos matrimonios de adultos mayores que vivían una pacífica jubilación en Antelope, un pueblito al norte de Oregon, Estados Unidos, vieron como sus pocas calles se llenaban de hombres y mujeres muy jóvenes vestidos con túnicas y ropas anaranjadas. La noticia se esparció entre los pocos moradores de esta ciudad perdida en las montañas; una discípula del gurú indio Bagwhan Shree Rajneesh, mundialmente conocido como Osho, educada en Nueva York, proveniente de las más altas castas indias, había cruzado desde los desiertos calurosos de India para comprar ahí, en Oregon, más de doscientas mil hectáreas de monte, roca y hielo. El objetivo era simple: fundar una ciudad utópica para los rajnishes (“gente naranja”), los seguidores de Osho y sus poco ortodoxas enseñanzas.

Si bien la noticia en su momento causó cierto revuelo mediático, los hermanos Maclain Way y Chapman Way nunca había escuchado la historia de la “secta”, quizás porque no terminó en un asesinato. Oriundos de Los Angeles, y nacidos en la misma década en la que se desarrolló esta historia tan bizarra como real, los hermanos estuvieron cuatro años relevando material y haciendo entrevistas tanto a los moradores de la ciudad como a quienes se opusieron en primera instancia a la compra de las hectáreas, los viejos habitantes de Antelope. Producido por Netflix, Wild Wild Country se toma el tiempo de seis horas para contar cómo uno de los gurúes más importantes del siglo XX pasó de tener un planeta propio en el medio del desierto congelado y terminó condenado por estafa y fraude al fisco norteamericano. 

Por aquellos dorados años ochenta, los seguidores de Bagwhan no eran pocos. Su mito de gurú espiritual había atravesado las fronteras de la India. Carismático, controvertido, Osho combinaba técnicas de meditación poco ortodoxas con trances físicos. Denostaba a Mahatma Gandhi, y practicaba sexo libre. Su aura de rock star había cautivado tanto a profesionales occidentales hastiados de una vida burguesa como a estudiantes de filosofía con más ganas de experimentar que de pensar. Buscadores de aventuras y trotamundos terminaban en las puertas de su casa y rara vez volvían a girar por nuevas vivencias. Sus seguidores provenían, por el lado occidental, de una clase media y alta, bien educada, y por el otro, de pobres de la India. Durante los 60 y los 70, las enseñanzas de Osho fueron tomadas como lemas de vida para una época convulsionada por los cambios políticos y culturales: su barba se convirtió en un símbolo de paz y de libertad. Más que en una secta para unos pocos fue adquiriendo en veinte años de prédica el mote de una nueva religión que, según él, combinaría lo mejor del hombre oriental (su veta espiritual) con lo mejor del hombre occidental (su veta material).

El intento de propagar esta religión por India tuvo resultados nefastos y un intento de asesinato. Ahí es donde entra en escena Ma Anand Sheela, el enigmático personaje que los hermanos Way encontraron en las montañas de Zurich, Suiza. Después de enviudar muy joven, Sheela se convirtió en la mano derecha de Osho, su secretaria; el rango más alto que podía ostentar un rajnish. Sheela no estaba interesada en la meditación, tampoco quería transformar su vida ni dar un vuelco espiritual: ella quería expandir, cambiar de territorio. Sin embargo, durante las seis horas que dura esta monstruosidad audiovisual, nunca están del todo claras las intenciones de Sheela (que los hermanos registran de frente en un plano parecido a los de Errol Morris): ¿era una manipuladora, una chiflada? ¿Una mesías, una dictadora? ¿Una mujer nueva, una vieja joven que mantenía las estructuras verticalistas y patriarcales de la antigua India?

Sheela viajó entonces, otra vez, a Estados Unidos. Compró las 250 mil hectáreas conocidas en el pueblo como Big Ranch Muddy y convocó a profesionales que profesaban la religión de Baghwam para fundar una ciudad nueva. Aislados en el desierto de las montañas, la mítica ciudad de Osho parecía el lugar ideal para que un grupo de individualistas salvajes y bien educados llevaran a la práctica la vida en comunidad. Pero las contradicciones de la convivencia saltaban a la vista: internamente se regían por un sistema bancario (tarjeta de crédito incluida), había trabajo remunerado, matrimonios arreglados, una teocracia camuflada por una democracia. Alejado de cualquier centro de meditación que se pueda concebir como “espiritual” o “new age” la ciudad contaba con restaurantes, boliches, peluquerías, electricidad propia; cuando años después los rajnishes se declararon en quiebra, la tierra estaba tasada en 120 mil millones de dólares.

El desembarco marciano de esta secta en la zona generó un impacto social entre los escasos moradores de Antelope. Educados en la vieja tradición cristiana y conservadora, miraban a los recién llegados con los brazos cruzados. Al principio, los roces eran civiles; algún cruce en la calle, algún problema “moral”. Pero de a poco, el problema pasó a castaño oscuro cuando quisieron expulsarlos por promiscuidad y, más tarde, cuando los hombres de naranja quisieron tomar el control político accediendo a la intendencia. Los moradores intentaron hacer una demanda, pero entre los rajnishes no había granjeros sin educación primaria; entre ellos había ex banqueros, abogados famosos, gente de Wall Street. 

De a poco, los golpes y contra golpes de la historia se van difuminando. ¿Donde está el bien, quien practica el mal? ¿Quién tiene razón? ¿Quién tiene derechos a habitar la tierra? La inteligencia de Wild Wild Country radica en no atar los cabos que va revelando. Con una enorme cantidad de material de archivo de los seguidores (Osho era muy propenso a las cámaras) y televisivo (Sheela solía aparecer en cualquier show o noticiero para usar la promoción a su favor), los hermanos Way tienen la destreza de plantear una idea y su contrapartida; las posturas de ambos bandos nunca están del todo claras, y las visiones no llegan a complementarse. Cuando los locales acusan a los rajnishes de invadir sus tierras, rápidamente se descubre que los viejos portaban armas de fuego obligando a los otros a armarse y practicar tiro. Cuando los rajnishes argumentan que su ciudad no estaba enmarcada en una teocracia, se descubre que convocaban indigentes de todo el país, no para practicar la caridad, sino para juntar votos y meter más gente anaranjada en el ayuntamiento de Oregon.

De a poco, la idea de la ciudad aislada, utópica, horizontal, sin clases sociales, solo para ricos de amplitud espiritual, se va degenerando para convertirse en una verdadera distopía; corrupción, intento de asesinato, manipulación, sobornos. Lo que en un principio parecía un sueño de convivencia ideal se transforma en una inducción social cercana al fascismo. La serie no ofrece respuestas porque la pregunta que la atraviesa es tan inmemorial como el tiempo en el que un ser humano le vio la cara a otro ser humano, y pensó: cómo es posible la idea imposible de vivir juntos.